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Papá, el lector

Rodrigo Villegas Rodríguez

Papá lee en el Puma, dos asientos delante de donde estoy, ya que no pudimos sentarnos juntos porque el bus estaba lleno y solo quedaban esos dos lugares. Como no podemos conversar la casi hora que nos queda de ruta, papá saca un libro de su maletín y se pone a leerlo, a regresar a donde lo había dejado: es La verdad de las mentiras, de Mario Vargas Llosa, una colección de reseñas o algo así de los libros que más le han gustado en la vida. En la mañana, antes de salir, mientras entraba a mi cuarto a preguntarme si ya estaba listo, vio aquel libro encima de mi cama y me preguntó si se lo podía llevar. Yo, que minutos antes le había dado una chequeada, que lo había sacado de mi estante por curiosidad, le dije, por supuesto, que sí, que aquel libro era más suyo que mío debido a que, hace mucho tiempo, él me lo había comprado.

¿Sí, cuándo?, me preguntó, asombrado.

Hace unos años, Pa, le respondí.

No recuerdo. La edad, che, ya me está afectando. Los sesenta…

Reí y le dije que estaría listo en cinco minutos.

En el trámite me puse a pensar en la paternidad, en lo mucho que significa, en su valía. Y eso por el efecto de un libro que terminé de leer esa mañana, de Umbilical (Alfaguara, 2023), de Andrés Neuman, una serie de apuntes que el escritor argentino deja anotados en aquel libro, los que hablan de su experiencia como padre, tanto en la espera como en la llegada, con una mirada hacia el pasado y al futuro, una que dice, entre otras cosas: Y lloro en la cocina pensando en que serás tan bienvenido. No por falta de dudas (que las tuve) ni temores (que los tengo), sino porque has remado por encima de ellos hasta esta cocina con olor a verduras y leche fermentada. O este otro, que es demoledor: Tenía tanto miedo de que vinieras, hijo, a reencontrarme. Espero que me enseñes a llorar lo no llorado.

El libro va en esa dimensión, la de un padre que aguarda por ese ser tan suyo y tan del universo, tan de la nada y tan propio, tan esperma y tan ser humano consolidado, hecho.

A la vez, en el viaje, mientras papá lee a su ritmo, ya con el Puma en movimiento, pienso en dos películas que vi hace poco, dos que van, obviamente, de lo mismo. De la experiencia de traer alguien a este mundo caótico y hermoso.

La primera es Cinco lobitos (2022), de Alauda Ruiz de Azúa, una película que trata de la maternidad, de lo que significa, en verdad, ser mamá en los primeros días, semanas, meses… en la frustración, en el dolor y todo aquello que, como hombre, tal vez nunca llegue a conocer en realidad, es decir, con cada poro, con cada gota de sangre que hay ahí, en el embarazo, el parto y la crianza. Los primeros veinte minutos fueron los más anticonceptivos que vi en mi vida, pero después la historia se pone más “amable”, y eso debido a la pareja de la protagonista, que siempre está ahí, para ejercer su responsabilidad paterna, y a los padres de la muchacha, los ahora abuelos, que nos confirman que, a pesar de todo, de lo mucho que puede pasar, jamás dejaremos de ser los hijos.

La segunda es Aftersun (2022), de Charlotte Wells, que va por un lado similar. Trata del viaje de una niña ya casi adolescente con su padre, que es un hombre relativamente joven que, y eso nos vamos enterando conforme pasan los minutos, sufre algunos problemas serios de depresión. Ahora, la mirada es otra, no la de la muchachita, sino la de la mujer, la misma hija, pero esta vez con más de 30 años, con una vida ya relativamente hecha, que compone la memoria de aquel padre a través de los videos que logró grabar con una cámara casera, la misma que llevó a aquellas vacaciones, al parecer las últimas, que pasó con él, su padre.

En honor a la verdad, lloré con ambas. Por dos cosas, capaz: primero, por la posibilidad latente, más aún en esta edad, de eso, de ser papá, de todo lo que significaría. Del tiempo, que pasa muy rápido…

La otra, la más importante, por papá, el mío. Por todo lo que fue, es y será. Ahí, en el viaje, ya a poco de llegar a casa, me pregunté si, por más trabajo que pudiera hacer, por lo mucho que me pudiera esforzar, pudiera superar lo que mi viejo hizo por mí y por mi hermano. Verlo ahí, mientras lee, es compararlo con el papá de Aftersun, con la escena maravillosa y emotiva del baile, el que ejecuta con su hija, sin temores, sin vergüenzas, son ambos contra el mundo. Nada importa. Así es como pienso en papá, que guarda el libro en su maletín, que levanta la mano a la anfitriona del bus cuando pregunta si alguien bajará en determinada parada, la que nos lleva a casa y que me mira con los mismos ojos con los que me miró cuando nací, con los mismos ojos con los que me acompaña ahora y con los que me acompañará siempre.

¿Qué tal el libro?, le pregunto, ya en la calle.

Bien, me gusta mucho, me dice. Y me pone una mano en el hombro mientras caminamos a casa.

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