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Padres: oraciones y desvelos

Harold Kurt

Subiendo al tercer piso de un edificio moderno, en una soleada y apacible tarde, una joven pareja se adentró en el consultorio de un renombrado doctor oriental, célebre tanto por su sabiduría ancestral como por sus excentricidades. Tras meses de intentos fallidos y consultas con especialistas en fertilidad, se sentían frustrados y desorientados. Habían probado todo lo que la medicina convencional les ofrecía, pero nada parecía dar resultado.

Fue entonces cuando un amigo cercano, que había pasado por una situación similar, les habló de un médico distinto a los demás, alguien que no solo abordaba la infertilidad desde un enfoque físico, sino también desde sus dimensiones emocionales y psicológicas. Su reputación trascendía los tratamientos convencionales, pues combinaba la medicina con la filosofía, la psicología y antiguas enseñanzas orientales.

A lo largo de los años se había convertido tanto en médico como en consejero, asegurando que muchas enfermedades eran consecuencia de la mente, sus conflictos y los malos hábitos. No se limitaba a ofrecer soluciones clínicas: antes de iniciar cualquier tratamiento, sometía a sus pacientes a una rigurosa evaluación emocional y psicológica, convencido de que, en muchos casos, el deseo de ser padres surgía más de la presión social o de expectativas ajenas que de un auténtico anhelo de paternidad. Además de su labor médica, escribía ensayos sobre la crianza, impartía conferencias y, con frecuencia, citaba a filósofos y poetas en sus consultas.

En el recibidor, una señora de porte imponente y risa franca, instalada en un sofá frente a estanterías repletas de libros polvorientos y retratos en sepia —guardianes, tal vez, de secretos inmemoriales—, les indicó con un gesto amable que tomaran asiento. La pareja, intercambiando miradas cargadas de esperanza y nerviosismo, murmuraba palabras casi ininteligibles, como si intentaran anticipar el misterio que estaban a punto de descubrir.

Poco después, el doctor apareció. Vestía una inmaculada bata blanca que contrastaba audazmente con unos tenis naranjas vibrantes, lo que le confería un aire de modernidad insólito en un entorno tan cargado de historia. Con una sonrisa enigmática, les hizo un gesto para que lo siguieran a su consultorio.

A. se dejó caer sobre una silla que bien podría haber ocupado dos. Ajustó el escote de su blusa sin apuro, y el brillo de sus anillos destelló con los rayos de sol que entraban por la ventana. Se mordió el labio, cruzó las piernas con calma y echó un vistazo rápido a su reflejo en el vidrio del mueble más cercano.

D., en cambio, se acomodó en el borde de la silla, con la espalda rígida y los codos pegados al cuerpo. Sus manos entrelazadas mostraban los nudillos pálidos por la presión, como si intentara reducir su propia presencia. Al sentarse, sus lentes resbalaron por el puente de su nariz huesuda, y los empujó hacia arriba con un gesto automático. Mientras tanto, su pie golpeaba el suelo con un ritmo errático.

—Doctor, venimos por recomendación de un amigo. Queremos… quiero quedar embarazada —dijo A., titubeando apenas, con una voz temblorosa. Su mirada osciló entre el médico y los papeles que sostenía.

—Hemos probado de todo —intervino D.—, incluso consultado a especialistas, pero nada parece funcionar. Aquí tenemos unos exámenes que nos realizaron.

El doctor tomó los papeles y los revisó con detenimiento, deslizando la mirada en silencio sobre cada documento .

—Veamos… análisis hormonales, reserva ovárica…, morfología espermática aceptable, pero la movilidad progresiva está reducida y la fragmentación del ADN espermático es algo elevada… Mmm…

Pasó la página, observó los gráficos con atención y levantó la vista con una expresión inescrutable.

—¿Le han realizado una histerosalpingografía para descartar obstrucciones? ¿O un estudio de cariotipo para revisar posibles anomalías genéticas?

—Aquí están —dijo A., extendiendo otro sobre—. Los recogimos hoy, pero no entendemos bien de qué tratan.

El doctor tomó los nuevos documentos sin apresurarse y los hojeó con la misma calma metódica.

—Eso, sumado a estos resultados de la histerosalpingografía, que muestran una obstrucción bilateral en las trompas, y al estudio de cariotipo, que no revela anomalías genéticas, pero sí confirma una insuficiencia ovárica… Mmm.

Hizo una pausa, luego levantó la vista con seriedad.

—¿Por qué desean tener hijos?

—Mis padres… —intentó explicar A., pero D. no tardó en interrumpir con ímpetu.

—Lo que realmente queremos —añadió D. con vehemencia— es formar una familia. Es, además, el sueño ineludible de mis padres, quienes anhelan nietos como quien ansía el rocío de la mañana, una forma de perpetuarse, de continuar… ampliar el nombre familiar. Todos mis hermanos tienen hijos, menos yo… Usted entiende.

Resignada, A. replicó:

—No solo se trata de su familia; en casa, la ausencia de nietos, porque soy hija única, convierte cada reunión en un desierto sin oasis. Siempre visitamos o nos visitan aquellos que disfrutan de una familia numerosa y nosotros… simplemente quedamos en suspenso. Mi madre repite constantemente que debo tener hijos ahora que soy joven, porque luego será más difícil.

El doctor asintió lentamente y, con una mirada que combinaba ternura y una pizca de ironía, dijo:

—Entiendo perfectamente. Pero traer un hijo al mundo implica una gran responsabilidad. No basta con el amor —aunque ese amor sea el motor primordial—; debe ser una decisión genuina, motivada por ambos, y no meramente por la presión externa.

—¡Pero ya lo hemos hablado! —exclamó A., decidida—. Somos plenamente conscientes de lo que implica este compromiso.

Acariciándose la barba canosa con gesto meditativo, el doctor prosiguió:

—Sin embargo, permítanme advertirles algo: ambos son muy jóvenes. Veo en sus ojos la ilusión, pero también la inexperiencia. Usted, apenas a los 27, y su esposa, con 25 años, están a punto de embarcarse en el viaje más fascinante y turbulento de sus vidas. Entiendo que por presiones familiares o temas culturales la necesidad de tener hijos es intensa, pero es importante que tomen esta decisión con calma y reflexión.

Con un aire teatral, el sabio doctor invitó a la pareja a cerrar los ojos y, con voz baja y cargada de ironía, comenzó su relato:

—Imaginen esto: en plena noche, mientras el mundo duerme plácidamente, ustedes se despiertan de repente, desorientados, ante el desgarrador llanto que bien podría ser de una película de terror. Se levantan tambaleantes, tropezando con ese juguete travieso que, a pesar de todo, parece multiplicarse en cada rincón de la casa, y se dirigen, casi en trance, a la cuna. Allí descubren que su pequeño ha decidido que las tres de la madrugada es el momento idóneo para gritar su existencia al mundo.

Una leve sonrisa se dibujó en el rostro del doctor mientras miraba a D. y continuó:

— El amor, por supuesto, les impulsa a sobrellevar tal situación. Pero cuando este ritual se repite noche tras noche, semana tras semana, inevitablemente se preguntan: ¿dónde quedó aquel padre o madre heroico, sereno y siempre impecable de los anuncios de pañales? Señor mío, piénselo bien: en una situación así, despertará a la cruda realidad. Tendrá que preparar la comida a deshoras, cambiar pañales a la velocidad de la luz, manchar su ropa con accidentes impredecibles y enfrentarse a ese peculiar “aroma” que solo un hijo puede dejar, una fragancia que ni el perfume más exclusivo ni el más nauseabundo sabrían imitar. Ser papá no es encarnar a un superhéroe de capa, sino transformarse en un malabarista, un equilibrista del caos, que improvisa sin manual ni clases previas.

Hizo una pausa para que la imagen se asentara, y luego, con tono cómplice y una chispa de picardía, se dirigió a D.:

— Nadie lo prepara para estos desvelos. Pronto descubrirá que tendrá que inventar la pólvora y, en ocasiones, suplicar ayuda. Se preguntará por qué siempre le pintaron la paternidad tan brillante, sin revelar ese lado oscuro y, a menudo, hilarante de la realidad.

Con una mirada que lo invitaba a la reflexión y una sonrisa pícara, el doctor dejó en claro que, si bien el deseo de tener hijos puede nublar la vista con ilusiones de grandeza, la verdadera aventura –llena de errores, improvisaciones y momentos cómicos– es la paternidad en toda su cruda y encantadora realidad.

—Con todo respeto, doctor —contestó D., abriendo los ojos—, no creo que la paternidad sea únicamente un desfile de desvelos y caos absoluto. Sí, es cierto que habrá noches interminables en las que los juguetes se convertirán en obstáculos mortales y los pañales serán nauseabundos, pero también habrá momentos de mucha magia. Mis padres siempre nos dijeron que fue una de las épocas más maravillosas de sus vidas.

—No me extraña —continuó el doctor— la paternidad es una experiencia glorificada por la sociedad, pintada con colores brillantes y eslóganes como “el amor más puro”, “la felicidad absoluta” o “el regalo más grande”. Si bien estas frases capturan una parte de la verdad, resultan innegablemente incompletas. Detrás de esas imágenes perfectas se ocultan noches interminables, miedos paralizantes, dudas corrosivas y esa persistente sensación de no estar haciendo lo suficiente. ¿Por qué se evita hablar de estos aspectos? Quizá por la inmensa presión social de exhibir únicamente lo positivo, como si reconocer las dificultades fuera sinónimo de ingratitud o falta de amor. Pero la realidad es que la paternidad no es un camino de alegrías ininterrumpidas; es un recorrido lleno de claroscuros, donde el amor profundo convive con el agotamiento, la paciencia se entrelaza con la frustración y la ternura se ve acompañada por el temor.

—Usted nos pinta un cuadro digno de una tragedia griega —dijo A.

El doctor se levantó un momento a sacar un libro mientras decía:

— En mi experiencia, muchos pacientes vienen buscando soluciones médicas, pero no siempre están preparados para los desafíos emocionales y psicológicos que conlleva la paternidad. He visto a muchas parejas que, después de años de intentar concebir, se dan cuenta de que no estaban listas para lo que implica ser padres. Por eso, antes de hablar de tratamientos, quiero que reflexionen sobre lo que realmente significa traer un hijo al mundo: las noches sin dormir, las decisiones difíciles, los sacrificios invisibles y esos momentos de duda en los que te cuestionas si realmente estás a la altura del reto. Al fin y al cabo, la paternidad no se define por la perfección, sino por la presión constante, incluso en medio de la incertidumbre. En mis años de experiencia descubrí que los abuelos, tanto como los padres, son unos mentirosos, porque con el anhelo de tener nietos o por otros motivos, incluso la ignorancia, no les dicen a sus hijos la cruda realidad por lo que pasarán. Olviden el mito del superpapá. Aquí no hay capas ni poderes mágicos, solo un hombre o una madre que, con las escasas herramientas que la vida le ha brindado, se esfuerzan día a día en un mundo que a veces parece conspirar en su contra. Ser padre, o madre, es aprender a danzar en medio de la tormenta, incluso sin conocer todos los pasos; es improvisar, caer y levantarse, reírse de los propios errores y seguir adelante, aun cuando la sensación de insuficiencia se cierna sobre ti. Oh, ya encontré la frase de Khalil Gibran en El Profeta: “Tus hijos no son tus hijos. Son los hijos e hijas del anhelo de la vida. Vienen a través de ti, pero no de ti, y aunque estén contigo, no te pertenecen”. ¿Entienden lo que significa?

—Entendemos, doctor —replicó A., con una sonrisa que mezclaba complicidad y una leve dosis de asombro—. Es como decir que nuestros hijos, aunque vienen de nosotros, son piezas únicas del rompecabezas, destinadas a brillar con luz propia. No se trata de poseerlos ni de hacerlos a nuestra manera; algún día, tendremos que dejarlos ir.

—Eso mismo, estimada pareja —dijo el doctor—, es lo que no se quiere reconocer. Se piensa que los hijos son una propiedad, como si tenerlos fuera lo mismo que comprar una casa, plantar un jardín y esperar que florezca según lo que plantamos. Sin entender que no son una propiedad y que crecerán según su propio destino. Ser padre es una de esas experiencias que la sociedad idealiza con un envoltorio dorado: amor incondicional, risas de bebé, pequeñas manitas que se aferran a tu dedo con total confianza. Sin embargo, lo que no te dicen es que, junto con esa escena idílica, también vienen las ojeras permanentes, el miedo irracional (o a veces muy racional) y una dosis de conflictos internos que ni el padre más experimentado confesaría. Y, por supuesto, vivir con el miedo constante de que nada malo les pase a sus retoños. Desde el punto de vista de la psicología, ser padre es un viaje lleno de contradicciones, aprendizajes y verdades que solo se exploran en las profundidades de la terapia. Y, por encima de todo, un proceso de autoconocimiento, donde aprendemos que, como padres, cometemos errores.

A., con una mirada desafiante, dijo:

—Es liberador, sí, pero también da miedo entender que la paternidad no es esa fantasía perfecta que nos venden. Y creo que en eso estamos claros. Pero ¿sabe qué? No tenemos miedo de intentarlo.

—No se engañe, señora —respondió el doctor, fijando la mirada—. Desde el momento en que tenga a ese pequeño en brazos, el miedo se instalará en su vida como un inquilino molesto, que nunca paga renta y siempre se esconde. Al principio, temerá que deje de respirar en medio de la noche y pasará horas desvelada, poniéndole un espejo en la nariz para asegurarse de que sigue vivo. Luego, se le helará la sangre cuando se caiga dando sus primeros pasos. Más tarde, su corazón se romperá cuando fracase en la escuela, cuando lo humillen en la clase, o cuando lo llamen a la dirección porque se ha convertido en el matón del lugar. O cuando tome decisiones que los alejen de ustedes. Cada etapa viene con su propia dosis de angustia. Y la psicología lo explica: el instinto de protección está tan metido en el cerebro de un padre que todo lo que hace es anticipar peligros. El problema es que esa lista de amenazas nunca se acaba, y el miedo acaba convirtiéndose en un compañero silencioso pero constante.

D. suspiró con una sonrisa algo incierta.

—Supongo que el miedo siempre va a estar, pero también está la emoción, ¿no? Es decir, si solo fuera angustia y desvelo, nadie en su sano juicio querría ser padre. Tiene que haber algo más fuerte que el miedo, algo que haga que todo lo malo valga la pena. Y sí, nos vamos a entregar a esto por completo.

—Sin embargo —respondió el doctor con voz pausada—, también hay otros aspectos a considerar. Ser padre implica descubrir que su tiempo libre se convierte en una reliquia en peligro de extinción. Adiós a las maratones de series, a los fines de semana de descanso y a esos pequeños lujos personales que antes se daban por sentados. No es que ya no lo hagan, sino que, apenas lo logren en algún tiempo libre (quizá con un leve murmullo de queja), pero lo que rara vez se menciona es que este sacrificio conlleva una frustración silenciosa. No es que no amen a su hijo, pero a menudo se encuentran recordando, casi con melancolía, aquella versión de sí mismos que tenía energía para dedicarse a otras cosas que no fueran discutir sobre la necesidad de comer verduras, los daños de los dulces y el interminable desacuerdo sobre si mamá debe o no permitirlo, creando así contradicciones con el padre. O cuando el padre reprende al hijo y la madre, con dolor, intercede para evitarlo, o al revés, grita que no debe hablarle así a su hijo, como si no fuera también suyo. Este conflicto interno, aunque natural, rara vez se aborda con franqueza, pues la sociedad espera que los padres asuman su rol con una sonrisa perpetua, como si tal carga no tuviera nunca un precio.

—Bueno… supongo que sí, debe ser agotador —respondió A.—. Pero también tiene su encanto, ¿no? Quiero decir, ser importante para alguien de esa manera. Que un pequeño ser humano te mire como si fueras su todo…

—Exacto —dijo D.—. Tal vez se pierdan algunas cosas, pero se ganan otras. Como cuando dejas de salir tanto con los amigos porque encontraste a alguien con quien prefieres pasar el tiempo. Es un intercambio, ¿no?

—¿Y han pensado también en el ejemplo que deben dar como padres? —preguntó el doctor.

—¿Qué ejemplo? —respondieron la pareja al unísono, y el doctor prosiguió:

—Los hijos no hacen lo que les dicen, hacen lo que ven. Esa frase debería estar grabada en fuego sobre la entrada de cada hogar. Como padres, descubrirán que no pueden predicar valores y hacer lo contrario sin que, en algún momento, su propio hijo los desenmascare. La psicología lo explica bien: los niños aprenden por imitación, no por discursos. Y ahí están ustedes, tratando de ser pacientes, justos, trabajadores y responsables, mientras en sus cabezas solo piensan en esconderse en el baño unos minutos para respirar, de tanto trabajo por fingir algo que ni quieren ser. Este peso de ser un modelo a seguir puede ser agotador, especialmente cuando se den cuenta de que sus propias imperfecciones están bajo el microscopio de sus hijos, quienes, como jueces severos, levantarán algo que hayan anotado para decírselo en el momento exacto en que intenten reprenderlos por algo.

A. parpadeó, procesando las palabras del doctor.

—Bueno… eso suena un poco aterrador.

D. rió nerviosamente.

— Sí, como si estuvieran vigilando todo el tiempo. Como pequeños espías con una libreta invisible anotando cada uno de nuestros errores.

A. cruzó los brazos.

— Pero también es hermoso, ¿no? Quiero decir, si nos imitan, es porque nos ven como sus modelos a seguir.

El doctor continuó, con una mirada seria:

— Sin embargo, los jueces más severos serán ustedes mismos. Aun cuando estén en pareja, y Dios quiera que ninguno de ustedes se quede solo y sin apoyo, ser padre a veces se siente como cargar una mochila pesada en soledad. Hay decisiones que deben tomar sin garantía de que serán las correctas. Se preguntarán, especialmente cuando el niño falle (lo cual sucederá en varias ocasiones): «¿Lo estoy criando bien? ¿Seré demasiado estricto o demasiado blando?». Se cuestionarán si deben castigarlo, y al verlo llorar, se les partirá el alma y se preguntarán si levantarán el castigo o endurecerán el corazón para continuar. La peor parte es que solo sabrán las respuestas y los resultados después de veinte años, cuando su hijo se siente a hablar sobre su infancia en una sesión de terapia. Esta incertidumbre, esta constante sensación de no saber si están haciendo lo correcto, puede generar ansiedad y un sentimiento de soledad, incluso rodeados de familiares, tíos, primos, abuelos, terapeutas.

D. desvió la mirada con una risa nerviosa.

—Bueno… cuando lo dice así, parece que estamos firmando un contrato con veinte años de incertidumbre y posibles reproches en el futuro.

A. lo miró con los ojos entrecerrados.

—Gracias por la motivación, doctor. Nos está pintando un panorama bastante alentador.

—No quiero asustarlos —respondió el doctor con tono calmado—, pero también deben pensar en lo siguiente: ¿qué le enseñarán a su hijo de lo que ustedes han aprendido? ¿Y saben lo suficiente sobre la vida para guiarlo bien? ¿Pueden guiar varias vidas, si tienen muchos hijos, mejor de lo que guiaron la suya propia? ¿Están seguros de haberlo hecho correctamente? Han crecido con una serie de valores y enseñanzas que consideraron inquebrantables, pero, cuando intentan aplicarlas en la crianza de su hijo, se dan cuenta de que el mundo ha cambiado más rápido de lo que imaginaban. Lo que para ustedes era disciplina, ahora se considera traumático. Lo que para ustedes era sentido común, ahora se tilda de ‘anticuado’. Y así se encontrarán, buscando en Google «Cómo disciplinar a un niño sin traumatizarlo». Porque el único método que conocen es el cinturón en las nalgas, que tal vez funcionó con ustedes, pero hoy es inaceptable. Así que, ahora, aunque les ha forjado un carácter de acero, se encuentran con que no pueden disciplinar a sus hijos sin que ellos, como generación de cristal, se tambaleen al menor reproche, sufriendo las consecuencias. ¿Entonces qué hacer? Ese choque generacional no solo los hará cuestionar sus métodos, sino también su propia identidad como padres, lo que puede ser desconcertante.

D. frunció el ceño y cruzó los brazos.

—Si lo dice así, parece que estuviéramos destinados al fracaso incluso antes de empezar…

A. suspiró y sacudió la cabeza con una sonrisa incrédula.

— Exacto. Básicamente, nos está diciendo que todo lo que sabemos es inútil, que el mundo cambió demasiado rápido, y que, además, todo lo que hagamos será motivo de terapia en el futuro. ¡Fantástico!

El doctor se encogió de hombros.

— No es que estén destinados al fracaso, pero deben aceptar que la crianza no es una ciencia exacta. Y que, por más que se esfuercen, siempre habrá un margen de error inevitable. Tal vez el conflicto más grande, y del que menos se habla, es el proceso de ver crecer a su hijo y darse cuenta de que cada día los necesitará un poco menos, lo que puede ser doloroso. Al principio, dependían de ustedes para todo. Luego, aprenderá a atarse los zapatos, a tomar decisiones, a vivir su propia vida, lo que es natural pero también desgarrador. La ironía es brutal: pasan años deseando que sea independiente y, cuando finalmente lo sea, les dolerá profundamente. He visto con sorpresa que muchos padres sabotean la independencia de sus hijos porque temen quedarse solos. Este proceso de ‘dejar ir’ es un duelo silencioso, similar a un entierro, que muchos padres enfrentan, pero que rara vez se discute abiertamente, lo que puede ser una experiencia solitaria. La pregunta es: ¿lo permitirán, o sabotearán la independencia de sus hijos por el egoísmo de no querer quedarse solos, utilizando todo tipo de métodos, como el soborno de construirles su propio espacio en casa?

—Así que, después de todo el esfuerzo, después de años de desvelos, de aprender sobre la marcha, de intentar no arruinar a un ser humano… ¿al final solo nos queda verlos irse? —dijo A.

El doctor asintió con tranquilidad.

—Exactamente. Y esa es la paradoja de la paternidad: si hacen bien su trabajo, su recompensa es quedarse solos.

D. dejó escapar una risa breve, casi incrédula.

—¿Y cómo se supone que uno se prepara para eso?

El doctor sonrió con un matiz de melancolía en los ojos.

—No hay preparación. Solo queda aceptarlo. Ser padre es construir un hogar que, un día, estará vacío. Pero también es confiar en que, aunque sus hijos se vayan, siempre llevarán un pedazo de ustedes con ellos.

A. suspiró y se apoyó en D.

—Entonces… ¿el truco es no convertirnos en esos padres que hacen todo lo posible por retenerlos?

—Exacto —afirmó el doctor—. Déjenlos ir, aunque duela. Y cuando lo hagan, asegúrense de haber construido una vida propia, una que no dependa solo de ellos. Porque, cuando se marchen, si no tienen otra razón para vivir, el vacío será insoportable. Al final, la crianza es un acto de amor, pero también de desprendimiento. Es entregar lo mejor de ustedes a alguien que, tarde o temprano, tomará su propio camino. Si hacen bien su labor, sus hijos no los necesitarán siempre, pero los querrán en sus vidas por elección, no por obligación.

D. tomó la mano de A., dándole un suave apretón.

—Supongo que eso es lo mejor a lo que podemos aspirar —dijo D.

El doctor sonrió.

—Ser padre es un trabajo sin horario, sin sueldo y sin posibilidad de renuncia. No hay garantías ni manuales infalibles. Es un acto de amor tan grande que a veces asfixia, un sacrificio que rara vez se reconoce y una responsabilidad que nunca termina. Pero, en medio del cansancio, del miedo y de los conflictos internos, hay algo que siempre te devuelve al centro: la risa del pequeño, un abrazo espontáneo o ese «gracias, papá» que llega cuando menos lo esperas y que, por un instante, hace que todo valga la pena. Porque, en esa misión que nos encomendamos, sentimos que no hemos fracasado del todo. Y así, entre el caos y las incertidumbres, seguimos adelante, porque ser padres es, al final de cada día, el reto más hermoso y complicado que existe.

D. abrazó a A.

—Pero aún hay más —continuó el doctor—. La misión de ser padres es una parte, porque es un proyecto con ellos, pero ¿y ustedes? La mayoría olvida que, aparte de ser padres, son seres humanos con sueños y metas propias. Así que no todo es ser padre; también tienen que pensar en ustedes, en su futuro y en su vejez… Como lo dije antes, deberán soltar a sus hijos y dejar que se marchen, y ahí se pondrá a prueba todo lo que ustedes construyeron para sí mismos mientras cumplían el rol de padres.

La pareja permaneció en silencio por un momento, procesando las palabras del doctor. Ambos sabían que la decisión no sería sencilla, pero la reflexión había calado hondo. Finalmente, D. fue quien rompió el silencio.

—Entonces, no vamos a tomarlo a la ligera —dijo, con tono firme—. No vamos a tener hijos, al menos no por ahora.

El doctor asintió con mirada comprensiva.

—Es una decisión sensata —dijo con voz serena—. Y, en su caso, la evaluación es concluyente y es hora de decirlo.

Hizo una pausa antes de continuar:

—Los resultados muestran insuficiencia ovárica, fragmentación elevada del ADN espermático y una obstrucción bilateral en las trompas. En términos médicos, la concepción natural es inviable y los tratamientos tendrían un éxito muy limitado.

Los observó con calma y añadió:

—No quiero que esto los lleve a una desesperanza innecesaria. La paternidad es un reto enorme, y la esterilidad no es un obstáculo insalvable. Si su deseo de ser padres es genuino, siempre existe la posibilidad de la adopción.

A. lo miró con una expresión desconcertada, tomándose un momento para digerir sus palabras. Finalmente, intercambiaron una mirada silenciosa, cargada de duda.

—¿Adoptar? —dijo D. con un suspiro—. No lo sé… no estamos tan seguros de que estemos listos para eso tampoco. Después de todo lo que hemos hablado, y con estos resultados médicos, parece que la vida nos está diciendo que no es el momento.

A. asintió lentamente.

—Tal vez tengas razón —dijo A.—. No es solo que no podamos tener hijos de manera natural, sino que también la paternidad es mucho más de lo que imaginábamos. Quizá necesitemos más tiempo para prepararnos, si es que alguna vez lo hacemos.

Ambos se miraron a los ojos, como si pudieran encontrar la respuesta en la mirada del otro, pero no la hallaron. El silencio volvió a caer entre ellos.

—Lo importante es que ya no tomarán decisiones a la ligera —sentenció el doctor con suavidad—. A veces, el amor y la paternidad llegan en formas inesperadas. Pero lo más valioso es que ustedes sigan caminando juntos, cualquiera que sea el camino que elijan.

Con un último vistazo al doctor, la pareja se levantó y se despidieron. No dijeron nada más, simplemente caminaron hacia la salida. Una vez afuera, el aire frío les dio la bienvenida. No intercambiaron palabras, pero ambos sabían que el futuro los esperaba con muchas más preguntas que respuestas.

—¿Por qué no nos dicen estas cosas? —murmuró A. abrazando a D.

D., al escucharlo, no dijo nada.

Por ahora, seguirían sin hijos, sin los sueños de la paternidad que tanto habían considerado. Y aunque el camino hacia la adopción seguía siendo incierto, ambos sabían que su vida continuaría de alguna forma. Quizá ahora, todas sus fuerzas se centrarían en el amor del uno con el otro.

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