En su obra, el artista flamenco logra transmitir que la esencia de lo humano es amar y que no hay otra forma de plenitud.
Rafael Narbona
Desde el Romanticismo, los artistas viven para la gloria, pero el pintor flamenco Rogier van der Weyden, también conocido como Rogier de la Pasture, no firmaba ni fechaba sus obras. No asociaba su trabajo, de altísima calidad, al genio, sino a una humilde laboriosidad y a una piedad sincera. Su pincel estaba al servicio de la fe y la belleza. Oriundo de Tournai, nació en 1399 o 1400. Su padre era maestro cuchillero y Rogier se casó con la hija de un zapatero de Bruselas. Siempre se consideró un artesano que trabajaba para ciudades, monasterios, gremios, clérigos de alto rango y prósperos comerciantes, sin esperar otro reconocimiento que nuevos encargos.
Se formó en el taller de Robert Campin y en 1436 fue nombrado pintor de la ciudad de Bruselas, donde vivió hasta su muerte en 1462, salvo un breve viaje a Roma con motivo del Año Santo proclamado por el papa Nicolás V. De 1455 a 1457, el ayuntamiento le asignó la administración colegiada del Begijnhof van de Wijnaard, lo cual permite presuponer su cercanía al espíritu de las beguinas, mujeres devotas que vivían en comunidad y que no dependían de ninguna jerarquía religiosa o laica.
Sin otro compromiso que el amor a Dios, la pobreza y la castidad, la rutina de las beguinas se dividía entre la oración, el cuidado de los enfermos y el trabajo manual. Volcadas en la vida interior, estaban muy cerca de la «devotio moderna», un movimiento espiritual de la Baja Edad Media que reivindicaba una renovación apostólica mediante la imitación de Cristo. En su pintura, Van der Weyden se hizo eco de ese impulso reformista, pero sin simpatizar con las ideas radicales que desembocaron en la división de la Iglesia. De hecho, le escandalizó que el sacerdote y teólogo bohemio Juan de Hus describiera el arte sagrado como idolatría y cuestionara el culto mariano.
Devoto de la Virgen, Van der Weyden mostró especial cuidado en su representación pictórica, como se aprecia en la Madonna Durán, un óleo sobre tabla de roble expuesto en el Museo del Prado. En esta obra, realizada entre 1435 y 1438, se aprecian todas las cualidades del pintor flamenco: perspectivas dislocadas que imprimen profundidad escultórica, aguda penetración psicológica, composiciones que combinan armónicamente el detalle y el tema principal, colores deslumbrantes, luminosidad opaca.
Sentada sobre una ménsula que sobresale, lo cual acentúa el efecto escultórico, la Virgen mece al Niño en su regazo, contemplándolo con serenidad. Bajo un tocado blanco, su rostro de anchas mejillas aún está muy lejos del dolor que experimentará al pie de la Cruz, pero su expresión seria y digna revela que es consciente de su descomunal tarea. No es una mujer pasiva y sumisa, sino la corredentora de la humanidad. Su presencia en el Gólgota así lo atestiguará.
Al revés que los apóstoles, que —salvo Juan— se escondieron acobardados, acompañará a su Hijo en la hora más amarga. En el óleo del maestro flamenco, un largo manto rojo y un vestido del mismo color destacan su dignidad. Ubicada en una hornacina, un ángel sostiene sobre su cabeza una corona con perlas incrustadas. Van der Weyden no adopta la mirada del historiador, sino la del teólogo que sitúa a María en el trono celestial, mostrando que no ha sido tan solo una sierva de la providencia, sino la Madre de Dios y, por lo tanto, un ejemplo de libertad.
Cuando Juan Pablo I sorprendió al mundo afirmando que Dios era Padre y Madre, rescató a la condición femenina del menosprecio que había sufrido durante siglos en la tradición cristiana. Dios es Madre porque la mujer encarna simultáneamente la acogida y la entrega, el cuidado del otro y el compromiso con la creación de un porvenir más humano. Su ternura es la expresión radical de la esperanza cristiana, donde la muerte solo es un periodo de gestación de una vida más plena. La mujer es sinónimo de fecundidad. No ya por su capacidad de engendrar, sino por esa «gratuidad luminosa» (Bruno Forte) que impregna de amor la totalidad de lo existente.
En su Madonna, Van der Weyden logra transmitir que la esencia de lo humano es amar y que no hay otra forma de plenitud. El rostro apacible de la Virgen evidencia que el gozo y sentido de la vida reside en anticiparse a las necesidades ajenas. Sus lágrimas en el Gólgota son la semilla de un futuro sin agravios ni injustas servidumbres.
Jesús aparece en el centro de la tabla. No es un recién nacido, sino un niño despierto que abre el Antiguo Testamento. Su mano derecha arruga las páginas, pero la izquierda se detiene en un pasaje. Según los historiadores del arte, ha escogido la escena del Génesis que narra la caída del hombre. La posición del Niño y del Libro simboliza la trascendencia de la Palabra y la centralidad de Cristo, uno de los ejes centrales de la «devotio moderna».
El Niño que pinta Van der Weyden proclama que el ser humano no es un peón de la Historia o la Naturaleza, sino un misterio insondable
La alusión al pecado original solo puede interpretarse como un anuncio de la Redención. Van der Weyden coloca a la Virgen y el Niño en una hornacina adornada con tracería gótica. Sus arcos curvados reproducen la posición de María, que se inclina sobre su Hijo con gesto protector. En el siglo XVIII se añadió un fondo negro, probablemente a petición de un comprador que intentaba rebajar el significado religioso de la obra.
¿Por qué me seduce tanto este cuadro? Me cuesta trabajo separarme de él para continuar mi visita. Me sucedió lo mismo con la Santa Bárbara de Robert Campin. Formalmente, la Madonna Durán desprende armonía, equilibrio, delicadeza. El carácter escultórico de sus figuras añade una encantadora nota de irrealidad. El artista siempre es un niño enredado en ensoñaciones. No muestra las cosas como son, sino como las representa su imaginación. Una mirada escrupulosamente fiel a la realidad es una mirada plana, incapaz de captar el misterio escondido en las cosas. El rojo de los ropajes de María produce un efecto hipnotizador. No es un rojo dramático. No preludia la Pasión, sino el esplendor de la materia, con sus infinitas variaciones. Lo finito solo es una de las múltiples faces del inagotable fondo creador de la vida.
Desde la Ilustración, parece imposible separar la fe de la superstición. ¿Qué podemos decir de la infancia de Jesús, degradada a mitología por un mundo desencantado? ¿No parece irracional depositar la salvación del hombre en el nacimiento de un niño al que se atribuye la misión de traer un reino de paz y justicia? ¿Acaso no es cierto que la progresiva racionalización del mundo ha conducido a la irracionalidad y la barbarie, como denunciaron Adorno y Horkheimer en su Dialéctica del Iluminismo?
Se proscribió a Dios, alegando que era un ídolo, pero su lugar ha sido ocupado por nuevos ídolos: la Raza, la Sangre, el Suelo, el Estado, moderno Leviatán que devoró millones de vidas durante el siglo XX. Frente a esos ídolos, el Niño que pinta Van der Weyden proclama que el ser humano no es un peón de la Historia o la Naturaleza, sino un misterio insondable. Posee dignidad y libertad, dos rasgos que no provienen de la biología. El pecado de Adán y Eva, nuestros padres míticos, no constituyó un hipotético desafío al poder divino, sino una caída en la desesperanza. La sensación de vivir en un mundo con sentido dejó paso a la idea de haber sido arrojados a un devenir absurdo, ciego y sin propósito.
El nacimiento de Jesús es un signo salvífico. Nos dice que hay motivos para la esperanza. El devenir no es una carrera hacia la nada, sino una aventura necesaria para que el hombre exista, adquiera una identidad y conozca la plenitud, integrándose en un orden superior. ¿Qué significa, pues, ese Niño que juega con las Sagradas Escrituras? Van der Weyden lo muestra con nitidez: un nuevo comienzo para el hombre. Sísifo ya no tiene la última palabra. Como escribe Benedicto XVI en La infancia de Jesús: «la fe nos da una nueva proveniencia, nos hace nacer de Dios«.
El Museo del Prado es un buen refugio para el espíritu. Saturado de belleza, nos aleja de ruidos estériles para sumergirnos en una música callada donde las notas son colores y las melodías, formas. Aquí hay vida, movimiento, cambio. Los cuadros no permanecen idénticos a sí mismos. Cada vez que los vemos de nuevo, nos revelan algo diferente. En el exterior, sigue lloviendo. Madrid es una ciudad desdibujada sobre un fondo gris. El agua corre por las calles y un bosque de paraguas avanza por las aceras, cabeceando como un barco atrapado por una tempestad. Por fin me alejo de la Madonna Durán, pensando que he corroborado algo que ya sabía. El infinito no es algo solemne y lejano, sino un niño que juega sobre el regazo de su madre.