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Navidad y filosofía

Fernando Savater, al inicio de su Diccionario filosófico, se pregunta sobre el fin de la filosofía. El panorama al que llega es más o menos desolador: no hay respuestas contundentes (acaso nunca las habrá), solo especulaciones. Y es que la filosofía es eso: las respuestas a sus preguntas y cuestionamientos son siempre más preguntas y cuestionamientos. Podría decirse que ella no progresa como la física, la psicología o el derecho, sino solo se va expandiendo, como una espiral sin término, en forma de más y más preguntas. Es por eso que la filosofía, como la literatura más profunda y más hermosa, es un fracaso anticipado.

Casi al final de la introducción del Diccionario, Savater dice: “Es tarea actual y prioritaria del filósofo tomar intelectualmente partido por la civilización humana única frente a lo que en cada una de las diversas culturas se opone a ella”. O sea que el fin del ser humano debiera ser la unidad en el marco de una civilización absoluta; el camino hacia una convivencia plural pero civilizada, en vez de la atomización de culturas que ahora propone el posmodernismo.

La Navidad está profundamente relacionada con estas reflexiones, pues el nacimiento de Jesús es la aparición de una Verdad en un mundo de dudas, confusiones y relativismo. Esa Verdad es la que da sentido al todo y propone una civilización común para todos. Si uno se pone a pensar el devenir desde una perspectiva existencialista o escéptica, no puede menos que llegar a cuestionar para qué nacen los hombres (y por qué mueren) o para qué existen el cielo estrellado y las montañas. Y esos cuestionamientos no pueden desembocar más que en incertidumbre. Pues hasta ahora, ningún sistema filosófico, ninguna filosofía, ha podido dar respuesta categórica a los cuestionamientos que el ser humano posee desde que aplicó su racionalidad.

Es verdad —como ya se ha dicho hasta el cansancio (Russell es uno de los ateos más comprometidos con estos razonamientos)— que la religión es una necesidad humana: una suerte de consuelo frente al dolor de la vida o un sedante para ya no sufrir más pensando en lo que nos espera luego de la muerte o detrás de cada evento cotidiano. Pero no es menos cierto que la fe, llevada de forma sensata, madura y cultivada, puede ser todo menos irracional. Y es que cuesta pensar que el ser humano sea como una roca, una estrella o una planta, es decir que carezca de espíritu, como cuesta pensar que todo lo que existe a nuestro alrededor (bueno y malo) no tenga una razón de ser o que el universo haya podido salir de un proceso mecanicista de cuerpos inorgánicos. El solo hecho de que la vida sea cíclica, de que el funcionamiento de todo lo que hay responda a pautas que se repiten, es prueba de que el devenir no se rige por el azar o la materia inerte.

La Navidad está relacionada también con la muerte. Si bien ateos y teístas tienen conceptos diversos sobre la vida, ambos coinciden en el desconocimiento de la muerte. Los unos dicen que es el fin de todo, los otros que es la continuación de la vida. Lo cierto es que el asunto queda desconocido. Misterio cristiano en el que se debería cavilar siempre si quiere tenerse un sentido de la vida, esta (la que tenemos en la tierra, efímera y transitoria) no tiene sentido sin la muerte temporal de la carne, realidad que está demostrada en la vida de quien, siendo Dios, se humanizó a sí mismo para resumir en un poco más de tres décadas la tragedia y el triunfo humanos.

Hace dos mil años (en el año 22), ese hombre cuya misión fue salvar al género humano de la oscuridad aún no había comenzado su labor predicadora, pero su espíritu ya lo había conquistado todo. Pero ¿por qué había permitido la corrupción de la raza, la conquista del mal? Esta es una pregunta que, como la filosofía, podría ser respondida con un sinfín de más preguntas. No vale la pena perder tinta haciendo eso.

Estos tiempos de avance de la medicina, de desarrollo de la tecnología espacial y de concienciación sobre el cuidado del medioambiente, también son tiempos de matanzas colectivas y amenaza atómica. Es que la colectivización de la vida no lleva sino a destrucciones colectivas. La mejor emancipación, entonces, está en asumir a Dios en el marco de la razón individual. Porque, a diferencia de sacerdotes y pastores, no creo que Dios sea el conocimiento en sí mismo, sino la herramienta que impele a buscar la sabiduría; una sociedad colectivista fanatizada por la religión es una sociedad violenta.

Y a quienes nos dicen irracionales por pensar en la idea de un Dios, digámosles que no es menos irracional pensar que este universo, con miles de millones de galaxias, haya podido salir de la nada y sin un motivo o una razón de ser. Si en la vida de sociedad deben primar la libertad y la moral, en la individualidad deberían estar siempre presentes las ideas de la religión y el destino. 

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario

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