Sagrario García Sanz
En el pueblo todo era bullicio, las calles estaban llenas de gente dispuesta a pasárselo bien. Es lo que tenían las fiestas locales, alegraban a los residentes y atraían a los de los pueblos de alrededor. Sin embargo, Alicia no estaba muy animada y, curiosamente, se encontraba sentada en un banco frente al altar. Todavía no sabía qué la había llevado hasta allí dado su agnosticismo, quizás que el santo para el que se había erigido esa iglesia coincidiera con su apellido. Sí, porque ella no creía en nada, absolutamente en nada que no hubiera sido demostrado científicamente. Entonces, ¿por qué mirar esa talla de madera de Jesucristo la estaba trasmitiendo tanta calma? No lo entendía y eso la desconcertaba sobremanera, sentía paz y desconcierto a partes iguales, lo que le resultaba tremendamente contradictorio.
Había regresado a su tierra tras muchos años viviendo en otro país y, si bien el retorno al hogar había sido muy gratificante por la necesidad de volver a ver a los suyos, ahora se encontraba bastante desubicada, no terminaba de encontrar su lugar y hasta la comida le resultaba extraña.
En esos pensamientos se encontraba cuando una mujer se sentó a su lado. La iglesia estaba completamente vacía, todo el mundo estaba en la verbena, pero esa mujer se colocó a su derecha y a solo un par de palmos de separación. Ninguna articuló palabra y Alicia observó a su nueva compañera por el rabillo del ojo. No la había visto antes y parecía una mujer bastante mayor, aunque no habría sabido precisar su edad; vestía completamente de negro y llevaba una mantilla. De sus manos colgaba un rosario de color perla que contrastaba enormemente con su oscura vestimenta. Tenía la pinta de la típica beata porque, además, susurraba una suerte de letanía bastante inaudible mientras giraba las cuencas de su rosario.
Alicia pensó que era mejor marcharse y, mientras se levantaba suavemente, la mujer le habló:
–Yo que tú permanecería en el interior de la iglesia, aquí estarás a salvo.
–¿A salvo de qué? –preguntó Alicia sorprendida.
–A salvo de la venida del diablo. –contestó la mujer.
Alicia decidió no hacer caso, pensó que serían tonterías de vieja y, sin decir más, se dirigió hacia la salida, pero cuando se encontraba a medio metro de abrir la puerta, todo se oscureció y se oyó un fuerte estruendo. Las puertas de la iglesia se empezaron a agitar como si algo sobrenatural las estuviera azotando, y una gran vibración hizo que las vidrieras reventaran en mil pedazos.
Alicia se llevó las manos a la cabeza y se quedó acurrucada en el suelo llena de horror mientras sentía como si la iglesia también fuera a reventar; sin embargo, tras unos minutos de oscuro preludio quién sabe de qué, de nuevo regresó la calma.
Se levantó lentamente mientras miraba a su alrededor, todo estaba igual a excepción de las vidrieras, que habían quedado pulverizadas, y no había ni rastro de la mujer de negro. Muerta de miedo abrió lentamente las puertas de la iglesia y, cuando salió al exterior, un cielo rojo como la sangre iluminaba la trágica escena: todos yacían muertos.