Resulta que a la tía Josefina le gustaba comprarse una bolsa pequeña de coca yungueña para pasar las tardes, tirada en cama, mirando programas de chisme nacional, farándula extranjera y el tiqui tiqui local. Y no solo eso. También le gustaba abrir las cortinas cuando el sol caía en el horizonte lejano de la ciudad y pensar que, en realidad, a eso de las seis de la tarde era el verdadero amanecer del día, la hora ideal para quedarse un rato parada, fumando un cigarrillo Astoria o Casino, mirando el languidecimiento de la avenida Bolívar o el de las personas que desde la altura de ese tercer piso parecían cucarachas que a empujones atestaban los negocios de comida rápida que comenzaban a encender sus letreros entre bocinazos y el rumor compacto de los motores del transporte público y nada más.
Para la tía todas las tardes eran iguales desde ese ya lejano día en que el tío, su esposo, se fugó con una suma cuantiosa de dinero que robó de las partidas de salarios de su oficina con la ayuda de una secretaria camba a quien la tía detestaba y maldecía por lo menos durante tres minutos, todos los días del año.
Y ya eran más de diez años en los que esa rutina se repetía sin cesar. Diez años en los que sentía que de verdad las mañanas habían dejado de existir. Diez años en los que para ella, la tía Josefina, el día y la vida misma comenzaban a eso de las seis de la tarde, cuando, sin dejar de ver a través de la ventana, abría la primera botella de cerveza tibia que guardaba debajo de su cama y, glup, glup, la servía quedamente en un vaso de bordes desportillados que dejaba encima del velador.
Según ella, la tía Josefina, no le guardaba rencor a esa ladrona de maridos y menos a su marido. Y eso era algo que nosotros le decíamos que decía no más porque ni bien tenía la oportunidad de hablar con alguien ya nomás soltaba la historia completa de ese día, la del robo fabuloso de más de ciento cincuenta mil dólares de la repartición militar donde su luego exmarido hacía de contador o, mejor dicho, hacía uso y abuso de sus encantos y de la labia con la que logró convencer a la tía primero para casarse con él ni bien salidos del colegio y luego a la secretaria para obtener el número secreto de la caja fuerte e inmediatamente luego… sin que nadie se lo pida… la tía Josefina contaba también cómo se sorprendió cuando lo vio llegar medio ebrio en pleno martes por la mañana, todo hecho al gallo y con la boca llena de las tonterías que vociferó en el pasillo en que tomó cinco billetes de cien dólares y los rompió en mil pedazos para echárselos en la cara a ella y a su hijo y ya, nada más, porque luego se marchó azotando la puerta, seguro de que no lo volverían a ver jamás; cosa que luego ella complementaba diciendo que sabía que eso era mentira porque tarde o temprano él extrañaría el calor de su regazo y la forma como lo alimentaba y lo consentía. Yo sé pues lo que es ser una mujer, decía. Y se ponía a dar consejos de lo que ella llamaba Las formas en las que una mujer debe atrapar a su hombre; cosa paradójica que yo escuchaba, callado de nuevo, pues la única verdad era que la tía estaba sola como la luna.
Los vecinos decían que si le gustaba mirar por la ventana era porque ella, la tía Josefina, en realidad tenía la férrea convicción de que un día de esos, al caer la tarde, vería al tío y a su flaca y esmirriada figura de quijote andino asomarse por la avenida Bolívar, cumpliéndose así su profecía.
Y es que vivir en esa avenida se había convertido de muchas maneras en casi una desgracia por su cercanía al estadio de fútbol de Metropolitana que, por entonces, fue convenientemente rodeado por cantinas y burdeles inundados cada fin de semana por cientos de hombres que abandonaban las graderías pletóricos o cabizbajos después de los partidos de la mediocre liga local. Cosa que antes no pasaba, pues las casas de citas de Metropolitana estaban en Villa Rosales, lejos, en las afueras de la ciudad. Pero eso fue hasta que los vecinos de Villa Rosales, cansados del sinfín de delitos, crímenes y tropelías, los expulsaron a todos. Botaron los clientes, a los proxenetas, a las prostitutas, a seguridades, a los meseros de chaleco negro, a los manteles, a las mesas, a las copas, a los abridores, a las botellas, a los distribuidores de cerveza y a todo tipo de negocio que tenga que ver con las casas de tolerancia y expendio de bebidas espirituosas. Fue así que, luego de buscar y seguir buscando y pensando, no hallaron mejor solución que llevarse todas sus cosas e irse a poblar la avenida Bolívar, eso sí, rebautizando a sus negocios con el nombre de whiskerías, todas con lámparas rojas en las puertas, todos lugares donde además era común ver a las señoritas hacer sus rituales los martes y viernes por las noches para atraer clientes platudos, ya echándose azúcar en las tetas, ya agarrando un limón, al que llamaban chanchito de la buena suerte, para ponerle cuatro patitas hechas de palitos de fósforo y luego hacerle una boca en la que ponían un cigarrillo.
Si la tía Josefina sabía bien de todos esos rituales, era porque en más de una ocasión tuvo que ingresar a alguno de esos salones en busca de su hijo, quien de un día a otro había abandonado la Facultad de Ingeniería para dedicarse con ahínco y convicción al alcohol y a lo que la tía llamaba entonces Esas mujerzuelas perdidas; también conocidas en los medios de comunicación como Las samaritanas del amor. Ella, más por su hijo, más por él que por los vecinos que no paraban de llamarla desnaturalizada ni de recordarle lo mucho que su hijo se parecía a su marido, iba a buscarlo bañada en lágrimas a La Golosa, La Miel, El Ubarlú, El Tropezón o finalmente a La Casa de las Darlings, el local donde casi siempre lo encontraba bebiendo ron barato, todo sonriente, ufano, farfullante, y con alguna mujer sentada en sus faldas.
Hasta que un día o, mejor dicho, una buena noche, su hijo se fugó con una Darlings. Los vecinos dijeron que si lo hizo fue porque ya estaba cansado del carácter castrante y dictatorial de su madre quien, para colmo, por consejo de una sexoservidora que a veces leía el tarot en las noches de escasa clientela, le hizo tomar una pócima hecha con pepa de pacaya molida. Brebaje infalible para que los hombres dejen el trago y se queden en sus casas, le dijo a la tía la Penélope; que en realidad no se llamaba así, sino Amanda.
Y lo que Amandita nunca le dijo, quién sabe si porque no lo sabía o porque le tenía un mal cariño al hijo de la tía Josefina, fue que esa pócima producía una taquicardia fenomenal que, dado el caso, tranquilamente te podía matar. Si la tía se enteró, fue mediante terceras y malintencionadas bocas que decían además que su hijo se fue con una jovencita con rumbo desconocido para nunca más regresar, como su exmarido.
De eso también hacían ya varios años en los que lo único que había mejorado o empeorado, según se quiera ver, era la oscura y triste casa de la tía, quien, cerveza a cerveza, ron a ron, mediante largas e interminables noches de espera en los locales de la avenida, terminó convirtiéndose en lo que se conocía en el mundo aquel como una Madame, defensora, consejera y representante de las chicas, que meses después se convirtió en la principal dirigente de la Asociación de Whiskerías y Clubs Nocturnos en Situación de Irregularidad Transitoria. Fue por eso que se hizo común verla casi a diario protestar airadamente contra la Intendencia Municipal. Contaba en entrevistas televisivas que el accionar de la Honorable Alcaldía Municipal de Metropolitana era una barbaridad. La primera vez que te pillan con el boliche abierto, cierran tu bar por siete días, decía gritando al micrófono. La segunda vez por quince y la tercera ya se llevan todas tus cosas para que no vuelvas a abrir. Decía que sí, era verdad eso de que algunos locales abrían por tercera vez sin autorización. Decía también que si las autoridades fuesen justas, la primera vez que te quitan las cosas ellos mismos deberían devolvértelas después de siete días y que la segunda vez después de quince y… Y la tercera, le más o menos preguntó uno de los reporteros. Ya no puede haber tercera, pues, joven, esa vendría a ser la sexta. No somos así nomás tampoco, tenemos nuestro RUC, tenemos dignidad, necesitamos alimentar a nuestros hijos, a nuestros maridos, aunque nunca estén, aunque no se lo merezcan. Somos mujeres, madres. Nos tenemos que hacer respetar, terminó de decir y listo, se ganó el respeto y la admiración del gremio al que de la nada llegó a representar siendo desde entonces y por hartos años la voz autorizada para comunicar sus exigencias y reclamos en toda la ciudad.
Pero qué va a ser eso lo más impresionante. Lo que no era de creer fue la noche en que la tía bajó la guardia, la hora en que dejó de mirar por la ventana, el minuto en que tocaron el timbre a eso de las nueve de la noche. ¿Quién podría ser tan temprano?, preguntó al aire mohoso. Se enfundo unas chancletas para ir a abrir la puerta en medio de feroces bostezos. Las visitas a esa hora eran extrañas, tan raras como las que una o dos veces al año ocurrían por las mañanas. Todo el mundo sabía que eso era la medianoche para ella.
Después de quince años ahí estaba él. Gordo, panzón, horrible y cínico. Dicen que la tía por poco se desmaya. Que por un momento pensó que finalmente se había muerto mientras dormía y ahora habitaba una especie de limbo donde volvían en forma de imágenes todos sus recuerdos. Todas esas palabras e historias que ya había olvidado. Un sinfín de hechos de un ayer tan remoto e irreal por los que luego tuvo que ser conducida por el muy real o muy adiposo espectro del tío hasta la sala para recibir el aire que le fue dado mediante el repetitivo y angustiante venteo de un archivador amarillo.
A pesar de haber dicho antes que no tenía cuentas pendientes con el pasado y menos con su exmarido, a quien aseguraba no extrañar ni haber extrañado nunca, para nadie fue una sorpresa que la tía haya aceptado volver con él. Ya sea porque decían que la tía ya estaba vieja y le costaba estar sola o porque siempre estaba con más de seis cervezas encima y por ello casi nunca se hacía rollo a la hora de tomar cualquier tipo de decisión.
Satisfecho de haber recuperado su lugar, el recién llegado juró por todos sus ancestros que buscaría a su hijo hasta el fin del mundo si era preciso y lo hizo con un entusiasmo que no duró más de una semana en la que el tío, al final de los finales, concluyó el caso ofreciendo una misa en memoria del vástago al que dio por muerto entre los hipos profusos y lloriqueos de la tía y ya. Luego hizo una fiesta para celebrar el indulto que puso fin a su encarcelamiento y lo dejó en libertad. Dizque arrepentido, se quiso congraciar con todos, haciendo cenas y farras infinitas todas las noches
Para nadie fue una sorpresa ver la melancólica felicidad de la tía que se sentía rejuvenecida. Muchos familiares y unos cuantos vecinos nos alegramos cuando la escuchábamos decir que de una forma estaba recuperando sus ilusiones y la alegría de vivir. Tampoco fue una sorpresa que a las semanas el tío gordo se haya muerto de un infarto fulminante, minutos después de la taquicardia que no le dio tiempo ni para llegar al hospital.
Después de mucho la tía pisó las calles a plena luz del sol para enterrar el cuerpo de quien alguna vez fuera su exmarido flaco y años luego dejaba de ser su exmarido gordo. Dicen que lloró de forma quedita, quedita. Que hasta rezo por él. Que atrás, entre los dolientes, dos de sus compañeras irguieron los estandartes de la asociación de Whiskerías y Clubs Nocturnos en Situación de Irregularidad Transitoria.
La tía llevó luto estricto por un año y después, como dudando, pero queriendo, hizo una fiesta de cabo de año con orquesta y picante de lengua para doscientas dos personas.
Y es que mientras la ciudad siga languideciendo perenne, a la tía Josefina le seguirá gustando abrir las cortinas. Le seguirá gustando abrir su primera botella de cerveza a eso de las seis de la tarde, cuando el sol cae por fin en el horizonte lejano de la ciudad, y mirar a las personas que le parecen cucarachas. Menos mal, eso sí, ya no le gusta ni le gustará seguir haciendo todo igualito. Hay algunos cambios. Ahora ella, la tía Josefina, ya no fuma y ya no se compra una bolsa de coca yungueña. Ahora a la tía Josefina gusta el silencio del televisor apagado. Le gusta comer pacaya y guardar las pepas en el cajón de su velador mientras las miles de imágenes y palabras vuelven de vez en vez porque, quien sabe, quizá lo que necesita es eso, bum, bum, taquicardias fenomenales que le hagan latir bien fuerte el corazón.
*Este cuento forma parte de la 2da edición del libro Diez de la mañana de un domingo sin fútbol. Sobras Selectas 2020