Inmediaciones presenta a partir de hoy a los nueve ganadores premiados en el II concurso literario sobre el racismo organizado por el Banco Mundial en Bolivia.

Itagué Dosape, ayoré

Oriana de Alencar Villarroel

En una de sus largas caminatas, Itagué Dosape se encontró con una gran planta de garabatá. Siempre que se adentraba en el monte, iba acompañada de varios animales y caminaba bajo el arcoíris. Comenzó a escarbar para sacar la planta y llevársela a su comunidad. Los tatuses de ojos tristes y los osos hormigueros hambrientos la ayudaban escarbando la tierra alrededor de la dajudie. Mientras tanto, la planta se hacía cada vez más grande y su raíz más profunda. Se preguntó, rascándose la cabeza, cuál había sido la última vez que cosechó una mata tan grande. Sus hojas servirían para hacer varios bolsos. El hilo lo teñiría con paquío o con cáscara de ajunao y raíz amarilla. Ella ya sabía hilar y torcer la fibra, ahora estaba aprendiendo a tejer los bolsos. Ya era una niña grande.

De más grande ya no sería una “bárbara”, como le decían los niños cojñone cuando la veían en la puerta de la iglesia vendiendo sus collares. Tendría una casa en el pueblo, comería mucho y tendría mucha fruta en su lote para sus animales.

Una vez, un hombre le había gritado “marginal” cuando casi la atropella con su moto. Sintió que esa era una palabra fea, aunque no sabía muy bien lo que quería decir. Ese día se puso tan enojada que terminó rompiendo una pequeña calabaza que estaba adornando. “Marginal” le retumbaba en la cabeza. Lo había dicho con tanta rabia que seguramente era un insulto, como cuando ella reteaba a su perro y este se agachaba escondiendo su hocico. Pero ella no se iba a agachar ni esconder. Solo que cada vez que se acordaba de ese hombre, le daban ganas de suncharlo con una rama.

Ya era de tarde cuando terminó de escarbar la raíz. Colgó la planta en su mochila para llevarla a casa. Los tatuses marchaban alegres a su lado, junto con los osos hormigueros que ya tenían sus panzas llenas de abundante comida. También llevaban lo recolectado ese día: plumas coloridas, raíces y semillas que iban cayendo de su bolso con la esperanza de convertirse en grandes árboles.

De camino al pueblo, se encontró con los demás niños pescando en el río, más allá a las mujeres tejiendo los símbolos de su cultura en los utebetai y los peyé, mientras los hombres alegres y sonrientes se preparaban para la caza tallando sus flechas. Ella no era “marginal”, lo que sea que eso significase. Todos ellos eran persona, eran ayoré.

Oriana de Alencar Villarroel – La Paz