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Octubre o el valor del hombre común

A 38 años de aquel 10 de octubre de 1982, valga esta ocasión para dejar sentada acá una aclaración puntual sobre el devenir histórico de don Hernán. Hubo advertencia la semana pasada, que ahora se vuelca en promesa cumplida. 

El legado de Hernán Siles Zuazo no empezó a construirse el 6 de enero de 1978, cuando en Caracas, Venezuela, firmó con Antonio Araníbar el acta constitutiva de la Unidad Democrática y Popular (UDP), el frente que derrotó a la dictadura militar en tres elecciones consecutivas. 

El legado de Siles Zuazo tampoco empezó a construirse el citado 10 de octubre, cuando juró a la Presidencia ante un Congreso que ya no reflejaba el ánimo del pueblo y al que aceptó reinstalar por puro ideal de sacrificio en aras de la democracia. Apunte lateral: Siles ganó las cuatro elecciones en las que compitió. De nadie más puede decirse lo mismo.

El legado de Siles Zuazo empezó a construirse cuando a pesar de su miopía, pudo vestir el uniforme de la patria para participar en la Guerra del Chaco. Siles no aspiraba al heroísmo, la conducta más nociva a la hora de construir convivencia entre iguales. El hombre de octubre jamás buscó el poder por el poder. Su inserción en la vida de la nación estaba impregnada por las virtudes del hombre común, porque sólo en la conciencia mundana reside el ingrediente mágico que nos hace una democracia. Siles se adelantó a los valores de su época, fue un precursor del talante fraterno en medio de una camada de revolucionarios inclinados al gatillo antes que a usar la fuerza moral persuasiva. 

Al inicio de su vida pública, como diputado. se negó a convalidar los crímenes de la logia militar Razón de Patria (Radepa), que tanto daño le hizo al gobierno de Villarroel con su desenfrenado ímpetu por fusilar al adversario. Se comprometió con el MNR en el destierro, pero también supo tomar distancia explícita de los excesos de aquellos justicieros expeditivos de uniforme. Vivió los quebrantos del exilio y en sus años en Santiago de Chile  coincidió bajo el mismo techo con el místico Óscar Únzaga de la Vega, cuya muerte justo cuando Siles ejercía como Presidente, padeció como compatriota lacerado por las oscuras circunstancias, que escaparon de su control. Quizás ahí, Siles sintió el peso de esa muerte en la misma frecuencia emotiva que Villarroel cuando se produjo el secuestro de Hochschild. Los mártires, en ningún contexto, son indispensables.  

Cuando a Siles le tocó conducir la insurrección de 1952, asumió su responsabilidad por los más de 900 muertos y estuvo dispuesto a rendirse con tal de salvar vidas. En 1964, varios testigos de las tres jornadas,  como Israel Téllez, Daniel Meruvia, Enrique Mariaca o Alfredo Candia, salieron a denigrarlo para intentar socavar su prestancia moral. Lo acusaron de cobarde e ingenuo, de indeciso y cosechador de esfuerzos ajenos. Una pila de falacias. Siles condujo la victoria con su habitual ánimo conciliador. “Venceremos y perdonaremos”; qué poco se usa y usaba esa frase en un mundo impregnado por la funesta consigna guevarista de “Patria o Muerte”.  

Sí, el legado de Siles empezó a construirse cuando en 1964 se opuso con una huelga de hambre, en la mina San José, a la reelección de Paz Estenssoro. Como ya se ha reconocido, la suprema ambición del jefe del MNR fue el inicio de la ruina de la Revolución. En esos meses de angustia, a diferencia de Guevara y Lechín, Siles buscó la reconciliación entre las corrientes enfrentadas del partido, una vez más. Es sabido que no hay mediador que pretenda erigirse en juez de los dispersos. Siles ensayó seriamente salvar la unidad, así fuera un poco tarde, en el exilio de Montevideo, pero la ruptura ya era irreversible.

Tras el fin del doble sexenio revolucionario, don Hernán no cayó nunca en la tentación de aliarse con los militares, como sí lo hicieron Guevara (con Barrientos) y Paz (con Banzer). Pero tampoco se dejó seducir por el comunismo autoritario salido de La Habana o Moscú, tan cercano al corazón de Lechín. Cuánta lucidez y don de la anticipación. Siles nació y murió nacionalista revolucionario. 

Por todo ello, en 1978, fue elegido por la siguiente generación política como el líder demócrata e intachable del proceso de abril. Por eso encabezó la UDP, nadie más estaba calificado. Más que un cálculo, aquel fue un homenaje colectivo. Por eso, este 18 de octubre, la rutina electoral de estos 38 años nos debiera recordar al hombre común, aquel que sin dobleces era consecuente con sus amigos y fumaba. 

Rafael Archondo es periodista.

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