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No habrá más penas ni olvido

Maximiliano Benitez

Corría el año noventa y nueve. Vivía en una pensión en la calle Corredera baja de San Pablo, uno de esos viejos hostales ya desaparecidos. Ya casi no existen este tipo de hostales para gente sola. Al parecer, la gente prefiere piso con internet o con las comodidades de la casa de mamá y papá, a compartir alacena, baño y cocina con un puñado de extraños; pero para mí se trataba de todo lo contrario porque precisamente había volado del nido un par de años atrás. Todo era nuevo para mí, hasta las paredes desconchadas por el tiempo. De manera que, por pequeña y oscura que fuera la habitación (no tenía ventana), se trataba de mi hogar, mi refugio, mi primera trinchera. Iba muy encaminado a ser, por mi propio carácter, un solitario empedernido. Así pues, visto de una u otra forma, las veinticuatro mil pesetas al mes que costaba la habitación de tres por dos eran lo único que podía permitirme pagar a mis veintitrés años.

Entonces escribía poco, bebía mucho y sobre todo pintaba. Me pasaba las horas muertas mirando la vida desde el prisma de Van Gogh o el ángel de Chagall. Todo era exceso y comunión, una búsqueda incierta, pero búsqueda al fin. Acababa todas las noches durmiendo en el suelo de la habitación, pero no dejaba de pintar, de escribir, de leer. Mi día libre estaba consagrado a la limpieza de la trinchera. Una tarde, al finalizar mi media jornada laboral, me llevé del restaurante el suplemento dominical de El Mundo O El País, no recuerdo exactamente de cuál de los dos matutinos. Ahí, en el papel, por primera vez, supe que existías. Acababas de ganar uno de los certámenes más importantes de poesía al que un poeta pudiera aspirar, y solo tenías dieciocho añitos. Yo tenía veintitrés. Me pasaba escribiendo textos sueltos y pintando óleos demasiado ambiciosos para mi precaria formación, pero tú, con cinco años menos, habías dado forma a un poemario bellísimo. Tu nombre, tus sonetos y tu foto en blanco y negro fueron suficientes para que me enamorara febrilmente de vos. No podía ser cierta esa sensibilidad, esa mirada, esa poesía encerrada (como en una jaula de cristal) en sonetos, ni más hermosa ni más sincera. Hasta tu nombre me enamoraba. Te llamabas Carmen, y tu apellido (que me costó años recordar) era Jodra. Carmen Jodra.

Fueron meses de una soledad infinita, de desasosiego, de frustración, porque sabía que jamás conseguiría conocerte, verte, oírte, leerte. Cada noche, cada copa, cada intento de adormecerme o perder la conciencia con el alcohol me acercaban más y más al fuego de lo que nunca sucedería. Durante dos años te amé hasta la tortura, te quise como (creía) jamás llegaría a querer y necesitar a nadie. Y cuando pinté, lo hice siempre pensando en vos. Llegaba a preguntarme qué pensarías de uno u otro óleo. Imaginaba conversaciones sobre si acaso te gustaría o no algo de lo que escribía, si tu formación tan clásica toleraría el esperpento de mis humildes cuadros.

Pasó un tiempo en que la soledad se dio de bruces con el amor, o con el deseo aún no lo sé, y entonces te olvidé, me esforcé mucho en conseguirlo, y creo que lo logré definitivamente. Nublado por la obstinación del alcohol, te dejé a un lado, como si todas las lágrimas en la habitación del hostal no hubieran significado nada, como si despertara de un mal sueño. Años después quise recordarte, traerte a mi corazón en un momento de amarga soledad, pero había olvidado tu apellido, ese condenado apellido que me costaba recordar. También perdí, entre tanta mudanza, los recortes que guardaba con tus poesías, con tus fotografías en blanco y negro en la que tan guapa te veías con esa mirada hacia el suelo como si buscaras una respuesta en la tierra fértil. Entonces decidí que nunca habías existido, que todo era parte de la nebulosa de mis años solitarios y tan locos en la Malasaña de fines de los noventa. Sucedieron tantas cosas que te borré de la memoria, o al menos lo intenté. Pero fracasé.

Esta tarde, durante mi gris jornada laboral, eché un vistazo a las redes sociales, esa especie de amalgama donde se mezclan los grandes con los insectos, y vi tu foto, y tu nombre, sí, tu nombre, que ahora regresaba a la memoria de mi corazón como un mazazo en el pecho. Acababas de morir. De morir. Tantos años después, creyendo que había enterrado el vergonzoso recuerdo de un amor que jamás supo ni conoció nadie, te vi. Ya no tenías dieciocho añitos, pero seguías igual de magnética. Una puta enfermedad cobraba ahora especial importancia porque, en lugar de matarte, te instaló, a mis cuarenta y pocos años, nuevamente en mi corazón, en el cofre de lo más terrible y hermoso que me ha pasado en lo que llevo de vida. Mis compañeros ni siquiera advirtieron mi ausencia pero bajé al vestuario y lloré, lloré como en aquella habitación del hostal, como si volviera a perderte. Entonces, con las lágrimas corriéndome por las mejillas, sonreí, y lo hice con ganas, casi con ganas de reír. Tu apellido, que tanto me costaba recordar, ahora estaba grabado a fuego, para siempre, veinte años después.

Ahora sé, Carmen, que algún día llegaremos a vernos, a hablar, así, como quien no quiere la cosa. Me costará un poco hablarte, porque en el fondo sigo siendo ese muchacho tímido de la habitación del hostal; pero sé que te hablaré, y te haré reír, y que, como dice el tango, No habrá Más penas ni olvido.

Allí, donde sea, espero verte, Carmen Jodra.

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