Podemos deducir ahora que el Vice hace años pensó que Paz Estenssoro no tenía neuronas suficientes por ser derechista. Y tal vez porque tampoco quedó registrado si Paz sabía la definición de sinapsis, el Vice condenó al desván el busto del expresidente que residía en el Parlamento.
Pero Víctor Paz tuvo una carrera muy lograda para tenerlo por gil, así no se coincida con él. El otro día el propio Vice citaba a Zavaleta y a Almaraz, ministro y viceministro del gobierno de Paz Estenssoro en los años 60, no creo que por crudos, aunque luego se distanciaran de él.
Al desafiar quién sabe más por intelectual y jacobino, quizá el Vice quiso insinuar que una élite de ese corte gobierne definitivamente a los giles, incluidos los derechistas y los que no son intelectuales, pero son de izquierda. En ese caso mi inferencia es peligrosa, pero la insinuación vicepresidencial es más alarmante. Podría ser malentendida por alguien más poderoso que el Vice.
Puse el ejemplo de Paz y de esos sus funcionarios de lustre en la izquierda porque interesan más las complejidades que los juegos de mesa de qué es una sinapsis, cuál es la capital de Senegal o dónde se halla la silla turca.
Es que el desdén vicepresidencial confirma una regla. No hay aquí políticos que gocen del reconocimiento general ni siquiera en una faceta particular, salvo si se comparte su filiación. Es como si el alma tribal o el eslogan le ganaran siempre al entendimiento.
En el caso de Paz Estenssoro siquiera se podría convenir en que era un diestro, un estadista o un estratega, pero al ser de derecha no califica ni para medirse con esos militantes de izquierda que frecuentan las radios y se desnucan de ministros por falta de atributos intelectuales o de olfato político.
Esa manera de ordenar el mundo se parece a la del hincha, para el cual la virtud cardinal es la de la barra brava. Por ejemplo, cuando el Presidente se empeña en caricaturizar su legado, el coro infantilizado sólo atina a aclamarlo y consentirlo. La hinchada funciona así.
Todo esto me lleva no a adivinar de qué color es el salmón noruego, como quisiera un fan del programa español de TVE Saber y ganar. El tema no es quién gana un premio, sino cómo prevalecen la superstición y la consigna sobre la comprensión del entorno, incluso la de cranear cómo son los contrincantes, tarea política eminentemente intelectual, si la hay.
Si el Vice piensa como dice, se entiende por qué para el boliviano promedio Olañeta es el traidor por antonomasia, aunque ya quisiera alguien negociar como él, sin armas, con un ejército extranjero en la frontera, y salirse con la suya. Si Olañeta fuera francés, competiría con el Talleyrand del Congreso de Viena. La carta de Olañeta a Linares, advirtiéndole de su inviable dictadura, sería paradigma del ojo político y del mensaje público antes de morir. Pero el matrero Olañeta no contaba con el desprecio de sus paisanos, ése que comienza por sí mismos.
Si los demás sólo tienen virtudes cuando son del club, entonces no hay cualidades generales, sólo las de una facción en guerra. Otros países reverencian a sus figuras por las condiciones públicas que consideran ideal extender. Pero nosotros preferimos la santería, para la cual el maleficio de los insultos basta para borrar la valía ajena. En eso el Vice se hermana con los menos intelectuales de sus antagonistas.
Así se explica por qué cada nuevo ciclo político entierra a los personajes previos, para que ningún nombre sobreviva y embrome la nueva –y efímera– galería de héroes privada, la de un club. Al grado que al final se cree que en el país sólo hubo rufianes, audaces y taimados, salvo por los que cada hinchada glorifica caprichosamente por turnos. Y es así porque nos corroe la duda íntima de que no hay valores que enaltezcan al país entero, por sobre sus diferencias e injusticias.
El consuelo es que hay una equidad también tribal en todo esto. Por cómo tratamos a las generaciones previas y a los del frente, ya sabemos cómo nos tratarán a nosotros. No da ni para quejarse. Una pena, Vice.