Mauricio Ochoa Urioste
I
Vladimiro Sánchez trabajaba en su despacho ubicado en el Ministerio de Comunicación de la ciudad de La Paz, ubicado en la calle Potosí # 1220, muy cerca de la emblemática Plaza Murillo, lugar dónde se hallan la Catedral Metropolitana, el Palacio Quemado, y el Parlamento. Mientras masticaba hojas de coca, leía las noticias por Internet, y aguardaba con expectativa el noticiero del mediodía de Radio Panamericana. En ese sitio, el ruido ensordecedor de las bocinas de los automóviles, los colectivos, y los minibuses, se entremezclaban con una muchedumbre de transeúntes que paseaban con vivacidad o parsimonia.
Cuando el reloj marcó las doce horas, escuchó las notas del “Sagrado Himno de Bolivia”, y el locutor relató el principal titular de la jornada: “En la madrugada de este día 19 de abril fue secuestrado el empresario cruceño Joaquín Paz…”. Vladimiro reaccionó con estupor, y espetó: “¡carajo, que noticia de mierda!”. Se tocó la barba gris y ondulada, luego se la rascó, como intentando acallar un grito. Luego reflexionó: “¿quién está detrás de todo esto?”. Tomó una copa de chuflay que tenía escondida dentro de sus baúles con el semblante pálido y las manos temblorosas, y repitió una y otra vez, cómo presa de algún delirio, la interrogante: “¿quién está detrás de todo esto?”.
El trabajo de Vladimiro en el Ministerio de Comunicación consistía, según el manual de funciones, en cooperar en la difusión de las políticas del gobierno y de la imagen del Estado Plurinacional de Bolivia. Para este fin, monitoreaba todas las noticias del ámbito nacional desarrolladas en los medios de comunicación nacionales y extranjeros, y reportaba diariamente, lo que él denominaba una “línea discursiva” para atender estos cometidos. Pero en realidad, su preocupación principal, cómo la de otros funcionarios del Ministerio, consistía en mantener y en lo posible elevar los índices de popularidad del Presidente Pánfilo Laura a través de una incesante propaganda gubernamental.
Llamó entonces al Director de la Agencia Boliviana de Información (ABI), para conocer la versión real de lo sucedido – si es que acaso al poco tiempo era posible encontrar una pista fidedigna del caso –. Pero no obtuvo respuesta alguna. Después de pasados cinco minutos intentó nuevamente, esta vez con mayor fortuna.
– Hola Juan, te estoy llamando hermano hace minutos atrás. ¿Qué novedades tienes? –.
– Hola Vladimiro, aquí nomás, sin noticias del secuestro, por si eso quieres saber. No tenemos nada para publicar en los medios de comunicación más de lo que hasta el momento se dijo: fue secuestrado al promediar las 4:00 a.m. en el Barrio Equipetrol de Santa Cruz de la Sierra, después de la celebración de un cumpleaños. Tal como lo han dicho la Radio Panamericana, Erbol y la Agencia de Noticias Fides, la víctima habría salido del lugar sin chofer, y sólo se sabe de una llamada telefónica en la que el empresario Paz dijo con voz trémula a su esposa: me secuestraron, ignoro dónde estoy”. En consecuencia, de nuestra parte esperaremos algún comunicado oficial de las autoridades nacionales –.
– Bueno Juan, me mantienes al corriente de todo lo que pasa -, replicó Vladimiro, parco y sin mayores palabras por su consternación.
Desde su ingreso en el Ministerio de Comunicación por influencia de su amigo, el Ministro de la Presidencia, Vladimiro contaba siempre y a todo el mundo, su amplia experiencia como dirigente sindical en los tiempos de la dictadura militar de García Meza, que le valió el exilio en Suecia junto con otros compañeros de lucha. Hombre de sesenta años aproximadamente, era escuálido, con los brazos cortos, pero tenía una manifiesta barriga, que le hacía parecer en su conjunto, un pingüino. Usaba unas circunspectas anteojeras y un poncho aymara, que evocaba a uno de los muchos intelectuales de la Facultad de Humanidades que deambulan buscando libros en las ferias de barrios populares.
Transcurridas unas horas, Vladimiro escuchó por la Radio Patria Nueva: “el Ministro del Interior, en un comunicado hecho público aseveró que el Estado Plurinacional, en cumplimiento de sus funciones y su alta responsabilidad de protección de la sociedad civil en su conjunto, dará con los responsables del secuestro del empresario Joaquín Paz, y para ello ha dispuesto a todas las unidades policiales del país, fortalecer sus efectivos a lo largo y ancho del territorio boliviano…”. A continuación, Vladimiro, junto a sus otros compañeros de equipo, realizaron un meeting para establecer la “línea discursiva” que emplearían los medios de comunicación estatales. Y todos coincidieron que el Comunicado de Prensa del Ministro del Interior, debía sonar firme y contundente.
Concluida su jornada laboral, Vladimiro retornó a su casa, sita en la calle Víctor Sanjinés, justo al frente de la Plaza España. Esta vez no tomó un trufi ni un minibús – como solía hacerlo – sino se fue caminando en una marcha que duró algo más de cincuenta minutos. Casi llegando a la Avenida Mariscal Santa Cruz, oyó una protesta callejera con cachorros de dinamita de los mineros cooperativistas que reclamaban meses antes, mejores condiciones sociales y económicas para expandir sus empresas. Y pensó: “qué país de mierda. Nadie se contenta con lo que tiene”. Cortó camino por la calle Camacho, para no ser víctima luego de los gases lacrimógenos, y desde allí divisó al mayestático cerro nevado que es emblema de la ciudad: el Illimani. De andar cansino, se dijo a sí mismo: “quién sea que es culpable del secuestro debe ser conocido por la población ya, a menos que exista una oferta por el rescate y las cosas vayan por otra vía. Seguramente la familia Paz, ha confiado en las autoridades de Gobierno. ¡Pero a qué precio!. La vida de este hombre corre peligro…”.
Hizo una pausa en su caminar en el Mercado Camacho, dónde bebió un jugo de mango.
– Buenas tardes caserita – dijo a la vendedora.
– Buenas tardes don Vladimiro – respondió aquélla. ¿Qué grave lo del señor Paz, no?. Pobrecito, y su familia debe estar sufriendo mucho siempre. Voy a pedírselo a la Virgencita para que no le pase nada.
– No se preocupe, doñita – repuso Vladimiro. Las cosas van a salir bien.
– ¡Ay, Diosito le escuche! -.
– Bueno doñita, aquí tiene lo que le debo. Mañana juega el Bolívar, vamos a ganarles a esos tigrecitos, ya lo verá caserita – dijo el comprador.
Y su interlocutora respondió: “sí don Vladimiro, así se dice. ¡Viva el Bolívar!. ¡Tigre chacra!”.
Luego de despedirse cordialmente, como era habitual entre ellos, Vladimiro se dirigió por la calle Bueno, rumbo a la Avenida 16 de Julio, más comúnmente conocida como El Prado por sus verdes pastos y flores que le adornan. A lo largo y ancho de El Prado, vio pasar raudamente a los niños voceadores que indican las rutas de los minibuses, sobrepasó como fuera posible a los vendedores ambulantes que negocian todo tipo de cosas, y en especial, libros, CD’s, DVD’s, software piratas, así como a los canillitas que venden periódicos y revistas.
Llegando a la Avenida Villazón, se encumbra el edificio principal de la Universidad Mayor de San Andrés, el Alma Máter de Vladimiro, quién había estudiado años antes la carrera de Ciencias Políticas. Frente al edificio, observó locales comerciales de vendedores de pollos, y pensó con ironía: “¡Qué rico!, mejor apuro el paso porque sino asalto la pollería”.
Mientras más lóbrega se ponía la noche, las estrellas centellaban a lo lejos, y pensó con cierto aire arcano, como si algún augurio futuro marcaría su vida. Se interrogó una y otra vez: “¿quién mierda secuestró a Paz?”; y luego empezó a cavilar: “la mafia narcotraficante, un grupo de pillos de media calaña, o una banda criminal organizada…”. Y así caminó por las ondulantes calles de subidas y bajadas hasta llegar a su apartamento. Ahí le esperaba Nélida Fuentes, su esposa, quién le recibió con un cándido abrazo, como siempre solía hacerlo. Nélida, quién era una simpática peruana nacida en Lima, se dedicaba al profesorado de literatura en la Escuela de Secundaria “Miguel de Cervantes”, y había conocido a su marido en Estocolmo, en un pequeño restaurante de comida latinoamericana.
– ¿Cómo te ha ido papito?. ¿Qué te parece la noticia de Joaquín Paz?. ¿Crees que realmente dejarán suelto al secuestrado sin dinero a cambio?. ¿Qué hará la Policía Boliviana si es que los agarran con las manos en la masa? – inquirió Nélida.
– Mira, mi amor, no estoy con ganas de hablar de este asunto que me trae loco. Pero seguro darán con los criminales. Yo confío mucho en nuestro Gobierno -.
– Y yo confío en nuestra Virgencita de Urkupiña -, replicó Nélida.
– La Virgencita de Urkupiña es un vil invento de nuestros invasores los españoles. Para no entrar en un debate acalorado, te diré una vez más que soy orgullosamente marxista, indigenista y ateo; aunque aprecio mucho la cosmología andina y los sahumerios de los Kallawayas. Y aunque no adoro a la Virgencita del Socavón, si me encanta el Carnaval de Oruro -, dijo Vladimiro.
– ¿Otra vez el mismo tema amor?. ¿Es que no sabes que la Virgencita del Socavón es morena y todos los bolivianos, o al menos la mayoría, son católicos? – interrogó Nélida.
– Sí, sí, nuestro conflicto de siempre Nélida -, contestó Vladimiro, y argumentó: “si bien las encuestas dicen que la mayoría de los bolivianos son católicos es por una imposición radical del clero, del papado, y de la Corona Española. Es más, si yo fuera español, seguramente sería republicano, y crearía una Estado laico como lo es Francia”.
– Bueno, bueno, mi querido hombre revolucionario – dijo con ternura Nélida. Ya es hora de la cena y no vamos a entrar en debates parlamentarios, ¿o sí?. Y Vladimiro, que se había enamorado justamente de la jocosidad de su esposa, soltó una ciclópea y estentórea carcajada. Ambos se sentaron en la mesa dispuestos a cenar una pollada, plato típicamente peruano.
Los días siguientes, la opinión pública y los medios de comunicación, debatían sobre el paradero del empresario secuestrado, las causas y las consecuencias de este hecho criminal. Vladimiro reflexionaba: “¿porqué los familiares dieron parte a la Policía del secuestro?. ¿No era mejor transar con el grupo mafioso antes que poner en riesgo la vida de Paz?”. El último día de la semana laborable, se dispuso partir rumbo al boliche “La Tómbola” para hacer su viernes de soltero, junto a sus más fieles compinches de trabajo y juventud. Se empilchó con un pantalón de tela, una camisa rosada, un sacón gris, y un sombrero fedora de color gris. Salió de su casa alrededor de las 10 p.m., se despidió cariñosamente de Nélida, y emprendió caminata hasta llega a la calle Belisario Salinas, muy cerca de la Plaza Eduardo Abaroa. En su trayecto encontró a dos borrachos meando en frente de una casa añeja, los raudos automóviles de otros curdas que circulaban sin precaución, y encendió un habano de marca Cohiba, y pensó: “qué placer se siente al encender un Cohiba en esta noche fría…”. Antes de llegar a La Tómbola, encontró dos guardias de seguridad, unos corpulentos hombres, que controlaban la no proliferación de drogas ilegales, pero que sobre todo se encargaban de echar a los pugilistas embriagados. Vladimiro les saludó cordialmente.
La Tómbola era un lugar lúgubre, con luces que apenas podían alumbrar sus pasajes y recovecos. Las cajas acústicas explosionaban con la morenada “Idilio”, que invitaba a los comensales bailar en una pista casi sempiterna, y beber enloquecidamente. Vladimiro empezó a bailar al mismo tiempo que se acercó a la mesa de sus amigos con los brazos abiertos.
Eran en total cinco hombres en su viernes de soltería, todos con sus copas de cerveza Huari.
– Buenas noches licenciado Sánchez. ¡Salud hermano! – dijo uno de ellos.
– Buenas noches cumpitas – respondió Vladimiro.
Ya sentado en la mesa, pidieron al mozo más cerveza para compartir el encuentro.
– Vlady: ¿te acuerdas hermano de nuestro archiconocido amigo Pablo Mejía?. Pues bien, va a venir esta noche para compartir su soltería con nosotros. ¡Y no te imaginas!. Viene recién llegado de España donde culminó su tesis doctoral en ciencias políticas, pese a ser un abogadillo. ¡Es un capo “El Cate” (apodo con que solían llamarle)! – aseguró otro.
– Sí, como no recordar a ese buey – replicó Vladimiro. De un tiempo a esta parte lo único que hace es jodernos la vida con sus artículos de opinión en los diarios El Deber y Página Siete. Lo leo permanentemente, y te diré que discrepo tenazmente de las trastabilladas cosas que dice.
– Bueno Vlady – entrecortó uno de ellos. Es hora del cacho.
Y empezaron a jugar al cubilete con apuestas por dos y hasta tres botellas de cerveza, después bailaron con cuatro mujeres que van a ese sitio a la caza de algún hombre, y junto con ellas continuaron jugando cacho hasta las 3:00 a.m. A esa hora, con semblante calmo, con jeans y una remera de la banda británica The Who, el pelo corto y una barba delineada, se acercó Pablo Mejía al buró donde le esperaban sus viejos amigos de infancia a quiénes había conocido cuarenta años antes. De mediana estatura, con anteojeras redondas y el cabello gris, Pablo era el arquetipo del mestizo de clase media alta que viaja por el mundo. Era desde hace algún tiempo catedrático en la Universidad Católica Boliviana, y recientemente, profesor invitado de la Universidad Privada de Santa Cruz. Mejía prefería los bares de música rock o jazz, pero su inestimable amistad con los contertulios de siempre, le hacían encontrarse en cualquier sitio. Habían pasado ya cuatro largos años que no veía a Vladimiro – a quién tenía mucha estima – por razón de sus largas estancias en la ciudad oriental y Europa.
– ¡Salud Pablo, hermano!. ¡Sí, salud! – añadieron muchos de ellos. Y tras un fuerte abrazo con cada uno, se sentó, algo incómodo por el estado de ebriedad de sus compinches.
– ¡Mozo! – gritó uno de los borrachos. ¡Un fardo de cerveza para la mesa!. Y continuaron junto con Pablo la juerga del cubilete y las apuestas.
Transcurridas tres horas, los seis embriagados amigos se retiraron rumbo a “Las Velas”, lugar donde cohabitan los ajumados, los prisioneros del alcohol. Allí había espacio para hablar serenamente y comer unos anticuchos.
Vladimiro empezó a pregonar los grandes logros del Gobierno, y dijo: “ahora somos un pueblo digno. Después de décadas de gobiernos neoliberales, llegó el día de los pobres, de los indígenas, de los sin rostro. Después de décadas de silencio, ahora somos un pueblo noble en el que los hermanos indígenas originarios toman partido del Estado que les escupió en las mejillas durante siglos. Y ahora es el tiempo de cambiar nuestra historia con nuestro Presidente, el hermano Pánfilo”. Y luego de haber dicho esto gritó: “¡Viva el Estado Plurinacional de Bolivia!. ¡Viva el hermano Presidente Pánfilo!. ¡Mueran los gringos y los imperialistas!”.
Vladimiro – dijo con respeto Pablo Mejía – no olvides que Pánfilo llegó al poder gracias a un largo proceso de inclusión social iniciado en la Revolución Nacional de 1952. Con el mayor respeto, mi hermano, creo que nuestro país va a la deriva: la generalizada corrupción, la falta de independencia de los poderes del Estado, la ineficacia de las normas jurídicas, el control del poder en pocas manos, el exilio masivo de más de mil personas, las denuncias de narcotráfico que vinculan a altas autoridades del Ejecutivo, el incremento del cultivo no tradicional de la hoja de coca con destino al comercio ilegal; son asuntos de mi mayor preocupación.
– ¡Muera el Rey de España! – espetó Vladimiro, y continuó con otras diatribas. ¡Muera el imperialismo!. ¡Vivan los originarios del país y mueran los blanquitos arrodillados a los gringos!.
Cuando Pablo se aprestaba a decir más cosas, recibió una fuerte patada por la espalda. ¡Y muere tú también españolito de mierda! – gritó Vladimiro, autor del golpe.
Entre ambos protagonizaron, entonces, una batalla homérica, lanzándose vasos, sillas, y puñetazos en todas partes del cuerpo, hasta que uno de los acompañantes exclamó: ¡ya basta carajo, todos somos bolivianos!. Y se puso en medio de los pugilistas quiénes poco a poco y con la ayuda de los demás, terminaron sujetados de los brazos y de las piernas; inmovilizados, para no acometer peores desmanes.
La mañana siguiente, Vladimiro despertó con una resaca seguida de malestar estomacal y vómitos. Compró un sobre de Digestán y comió un fricasé en la Plaza Triangular. Repuesto ya, se lamentaba del hecho estrambrótico que había protagonizado en la madrugada.
El secuestrado, Joaquín Paz, era un hombre que rondaba los cincuenta años. De estatura mediana, caucásico y atocinado por la falta de ejercicio y las incansables horas de trabajo, tenía una colosal fortuna. En efecto, era accionista principal del Banco América S.A., y emperador del rubro inmobiliario en Santa Cruz de la Sierra, a través de una empresa llamada El Piraí S.A. en la que contaba con acciones que superaban el 80%. El Piraí S.A., había tenido un crecimiento a ritmo acelerado y sostenido, gracias al incesante flujo migratorio a esta urbe. De cuna rica, Joaquín desde muy joven había emprendido negocios, y se trasladó durante buenos años de su existencia al Reino Unido, lugar dónde concluyó la Universidad y su MBA. Pero regresó a Santa Cruz de la Sierra, por un amor desenfrenado hacia su familia, y en especial, a su novia: Rosa Velarde, quién luego de algunos años se convertiría en su adorada esposa.
En el laberinto fantasmagórico de su encierro, Joaquín esperaba la muerte, aterrorizado, mientras sus trémulas manos y pies, le servían para ir al inodoro o tomar un pedazo de comida y un vaso de agua. Vivía ya una semana en un baño con la luz tenue que entraba a ese recinto por un pequeño agujero en la parte alta de la pared. No tenía más luz, ni nada con qué pasar el tiempo. No sabía dónde se encontraba y se interrogaba: “¿cuál será el valor de rescate que pedirán estos maleantes?; ¿cómo estará mi familia después de lo sucedido?; ¿dónde diablos estoy ahora mismo?”. Mientras todo esto pasaba por su mente, los cuatro secuestradores que vigilaban la casa y daban comida y bebida a Joaquín, pasaban el tiempo en sendas borracheras aunadas con carcajadas. Todos ellos habían planificado el crimen y conocían el valor de rescate: cobrarían una suma no inferior a un millón y medio de dólares, y harían primero desesperanzar a los familiares al grado de ponerles en estado de zozobra quince días, pasados los cuáles llamarían por teléfono y desde una cabina telefónica pública, conminarían a la parentela de Joaquín la entrega del secuestrado a cambio del dinero acordado.
– ¡Cállate, carajo, maricón de mierda!. Ya estarás libre si nos entregas el dinero o a tu esposa – interrumpió los sollozos de Joaquín uno de ellos, el séptimo día pasado el secuestro.
– Por favor tengan piedad de mí – respondió Joaquín con voz aquejumbrada y dolorida.
– ¡Jajaja!, este marica no ha ido al cuartél – espetó otro.
Enterados como estaban de la conferencia de prensa del Ministro del Interior, hubo entre ellos una calma inusitada, y Joaquín, sin haberse enterado de aquello, pensó: “mi vida corre peligro, si dan con los secuestradores y se produce una balacera, seguro me matan a quemarropa antes de darse por vencidos. Y mis hijos, mis pobres hijos estarán huérfanos de padre a tan temprana edad. ¡Qué horror!”.
II
Rosa era una fémina escultural, de treinta y ocho años de edad. Rubia, con los senos grandes y una fina cintura, poseía los ojos azules, casi celestes, una sonrisa nívea, y dejaba encantado a cualquiera por la sutileza de su modo de hablar, de tono dulzón y cantado, su estatura de un metro y setenta y cinco centímetros, y su siempre perfumado aroma de mujer. A la edad de diecinueve años había ganado la corona a Miss Santa Cruz, y desde entonces era una celebridad del espectáculo, y portada de diversas tapas de revistas y páginas sociales del diario El Deber de la misma ciudad. Había estudiado relaciones internacionales en la Universidad, y aunque de clase media alta, logró conquistar rápidamente al amor de su vida: el acaudalado Joaquín Paz.
La llamada telefónica por la que su esposo le comunicó que había sido secuestrado le dejó en un estado de shock, al grado que sufrió una incontenible taquicardia y sólo atinó a llamar a la policía, sin pensar siquiera que esta decisión podría agravar la situación de la víctima. Ese mismo día lloraba de manera incontenida junto a lo brazos de sus progenitores que fueron raudamente al encuentro de su hija. Rosa interrogaba en medio de sollozos: “Padre, ¿por qué tuve esta mala racha de perder así a mi esposo?; ¿quiénes son los desgraciados que tienen a mi querido Joaquín?; ¿dónde estará él ahora y en qué penosas circunstancias?”.
– Hija, no te amargues la vida, hay gente de toda clase en la viña del Señor. Él está ahora en las manos de Dios, y se encargará de protegerlo – repetía una y otra vez su padre septuagenario -. Y la madre le decía: “mi hijita ponga mucho ánimo, Joaquín es un buen hombre, y ya estará pronto con nosotros. Así que mi nena no se aflija más y confíe en lo que su padre le dice”. Los hijos de Rosa y Joaquín no estaban menos consternados por la noticia, y se aprestaron a viajar desde Estados Unidos y Brasil – lugares donde residían – al encuentro con su madre.
En la casona de los esposos Paz – Velarde, de estilo arquitectónico ecléctico, había siete habitaciones y tres baños, una sala de estar, un hall, un salón de juegos, un living, y un comedor suficiente para recibir a quince comensales.
El teniente de la policía boliviana, Pedro Mamani, de la División de Crimen Organizado, había dispuesto por órdenes del Ministro del Interior, realizar una exhaustiva búsqueda de los secuestradores. La tarea era harto complicada: no habían pistas dactilares en el vehículo de Joaquín, ni otro indicio para avanzar en la investigación.
Mamani era un hombre de mediana estatura, tez morena, con los cachetes inflados y una panza descomunal. Gustaba mirar películas pornográficas en sus momentos de ocio a sabiendas de sus colegas que se mataban de risa. Dada su pésima condición atlética no era capaz de correr detrás de un delincuente, y siempre repetía: “en este mundo de cabeza hay que saber ganarse la vida con el salario ínfimo, pero sobre todo con las mordidas[1], aunque sean pequeñas”. Con ojos chiquitos y una voz disonante, parecía un detective poco entrenado para su tarea. Ganaba un miserable salario de cuatrocientos dólares que no le alcanzaba para comer y mantener a su numerosa familia, pese a lo cual sus mordidas ampliaron su caudal económico desde su asunción como máxima autoridad de la División de Crimen Organizado, hasta los doscientos cincuenta mil dólares americanos en tan sólo tres años.
El doctor Anastasio Rubio, fiscal adscrito a la misma unidad, entró a la oficina del teniente Mamani, con traje oscuro, mocasines negros y una coloreada corbata. Era un hombre alto, de un metro y ochenta y cinco centímetros, y tenía el pelo rizado, los ojos marrones, los labios grandes y gruesos. Educado en su hablar y muy discreto a la hora de entablar comunicación. Escaló rápidamente al puesto que ocupaba por la militancia oficialista de un primo suyo, y después de hacer juramento de trabajar en asuntos delicados, juntamente con el Gobierno, había sido sospechado de involucrar criminalmente a personas de la oposición política con insuficientes elementos probatorios.
A resultas del fracaso en la investigación del secuestro, el doctor Rubio dio parte al Ministro del Interior. Entró a su despacho ubicado en la calle Ingavi # 3343, y espero unos quince minutos aproximadamente antes de la entrevista.
– Doctor Rubio – dijo el Ministro Miguel Archondo, apuntando con su lapicera al fiscal, en medio de su gran escritorio y enormes ventanales, adornado por fotografías suyas con el Presidente y el Vicepresidente. Como verá, prosiguió, la investigación no nos llevará a ningún puerto y la opinión pública espera que el Gobierno atrape a como de lugar a los secuestradores. Una muy mala impresión causaría que después de tanto tiempo transcurrido, ya son diez días del crimen, el Ministerio del Interior, sí, mi persona, pero también nuestro Presidente Pánfilo Laura no den con el paradero de estos delincuentes, ¿no cree usted?.
– Sí señor Ministro – respondió Rubio algo timorato.
– Mire doctor Rubio, hemos llegado a la conclusión de la solución final. Vamos a ser algo más concretos. ¿No quiere una taza de café?.
– No gracias, estoy algo mal del estómago señor Ministro – replicó el fiscal.
– Bueno Rubio, ya le dijimos antes de que ocupara su alto cargo que tendría que pasar por momentos desagradables -. ¿Qué quiere decir con todo esto señor Ministro? – dijo Anastasio Rubio algo perplejo.
– No se asuste doctor. Mire, es muy fácil. Hay una banda de atracadores con antecedentes penales muy serios. Ya están libres, pero al haber sido varias veces reincidentes, les tenemos en la mira. Lo que debe hacer usted con los policías de la división, es involucrarlos a ellos como autores intelectuales y materiales del secuestro de Joaquín Paz. Recibirán una buena recompensa.
– Pero, pero – dijo Rubio temiendo lo peor.
– No se asuste doctor – repitió el Ministro, esto quedará entre nosotros. Respecto al paradero de Joaquín Paz, de eso no se preocupe, es un asunto aparte. La idea es meter a la cárcel a alguien, cueste lo que cueste. Así al menos, la población dirá que este no es un Gobierno de ineptos y no pondremos en peligro el proceso de cambio, ¿no ve?.
– Las mentiras de ese grueso calibre tienen patas cortas, con el debido respeto, señor Ministro – atinó a decir Anastasio, algo consternado.
– No se preocupe Rubio – la verdad la tendremos nosotros con los medios de prensa estatales, se lo aseguro. Y vamos al grano: un millón de dólares para usted y medio millón más para sus policías. Si no aceptan los metemos a la cárcel, así de simple.
Rubio – prosiguió el Ministro dándole una palmada en la espalda – su tarea es con la Patria, nuestro hermano Pánfilo y el proceso de cambio. Ya hemos hecho negocios juntos, pero ahora le pido no de un paso atrás.
– Bueno, bueno – asintió el fiscal, y luego de algunos minutos más se retiró del despacho ministerial.
Rosa, al cabo de una semana de intensa amargura y depresión, se dispuso ir de paseo por el Parque Urbano de Santa Cruz de la Sierra. Eran las diez de la mañana, se duchó, se cambió de ropa, se deshizo de la amargura poniendo a un rincón inhóspito todas las viejas fotos que tenía con Joaquín. De esta manera, ella depositaba en cofre cerrado todo el baúl de añorados recuerdos de su matrimonio, de sus hijos, y de los amigos que le acompañaron muchos años de su vida.
Sí, ella deseaba más que nada en el mundo estar sola, despertar sus sentidos a la vida nueva que le podía tocar, mientras esperaba con fe y devoción a la Virgen María, llegar a ver nuevamente a su esposo atrapado por delincuentes.
Después de una caminata de más de una hora, aprovechó la mañana para visitar la Plaza 24 de septiembre. El día era claro, sin nubes, ni chubascos. Las palmeras de esta plaza ondeaban con aire fresco los atardeceres que otrora le recordaban a ella la belleza de la arquitectura barroca de la Catedral Metropolitana, y el estilo colonial del centro histórico de la ciudad. Pero esta vez ella vio todo el conjunto arquitectónico diferente: ya no estaba más su fiel acompañante de vida.
Luego, se propuso entrar en la Catedral, y asistir así a la misa de las once de la mañana. Habiendo ingresado en el lugar, observó paso a paso sus bóvedas de madera y la decoración pictórica que las cubre. Suspiró, como queriendo alcanzar el cielo, al observar el altar mayor que conserva una parte del recubrimiento original de plata labrada de la misión jesuítica de San Pedro de Moxos.
La Catedral fue objeto de restauración en su fachada en la segunda mitad del siglo XX, en este proceso se removió el revoque de cal y arena para dejar al descubierto las piezas de ladrillo cerámico que dan forma a cada detalle arquitectónico, tras la remoción se aplicaron aditivos para garantizar su conservación. La imagen característica de la catedral con sus ornamentos, cornisas y relieves en ladrillo, son producto de esa intervención.
La misa se llevó a cabo de manera normal y sin precipitaciones, que suelen ocurrir por la cantidad de espectáculos o manifestaciones urbanas. Rosa se sentó y escuchó el Evangelio y el sermón, con una afincada percepción interior que le hacía por momentos llorar de emoción. Es patente que a estas alturas de la vida y por los acontecimientos relatados, Rosa debía sentirse más firme en la fe, para no caer en un desahogo intempestivo que perjudicara su estado de salud.
Acabada la misa, Rosa se acercó a Monseñor Claudio Martorell – Capellán del Papa Juan XXIV – para buscar consuelo espiritual y apoyo familiar.
-Padre Claudio – dijo casi suspirando por una incontenible emoción -.
-Querida Rosa, cómo se siente usted – respondió el sacerdote.
– Padre, paso las noches y los días orando por mi esposo. La Divina Providencia querrá que vuelva a verlo, sano y salvo. Los días y las noches son muy tristes sin él, y yo no se hasta cuándo podré aguantar este suplicio de la vida.
– Ten fe y paciencia hija, mucha paciencia – exclamó sutilmente Claudio Martorell. Sabes, hija, la vida nos enseña a amar hasta nuestros enemigos, y el don de la paciencia se consigue por medio de la oración, encomendando la vida a María Santísima, y cómo no a San Expedito y el Padre Pío. Tú bien sabes, hija mía, que los milagros ocurren siempre por intercesión de muchos santos de nuestra Santa Iglesia, y así como vienes a esta misa, debes recordar el Salmo que dice: “el auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la Tierra”. Por otra parte, es bastante claro, querida Rosa, que los malhechores pagarán sus cuentas si no confiesan sus terribles pecados al Altísimo Jesucristo, y devuelven a su esposo con su amada.
Los cristianos hemos sido siempre perseguidos desde los primeros siglos del cristianismo primitivo. Es cierto y justo decirlo, que por pecadores dentro de la Iglesia, nuestra Santa Iglesia, hemos pagado los justos por los pecadores, pero has de saber muy bien, que no hay nada imposible para Dios, y que María Santísima, intercede ante él para que así como Bernardita, o los niños de Lourdes, nada, absolutamente nada sea imposible.
-Padre, muchas gracias por su consuelo – interrumpió Rosa. Yo soy fiel a nuestra Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, y mis donaciones han sido siempre en beneficio de los pobres de la ciudad y la restauración de la Iglesia de San José de Chiquitos. Estoy altamente acongojada este momento, pero aun así admito que sus palabras me reconfortan. Si Dios está con nosotros, quién contra nosotros.
Debes saber que yo oraré por ti, siempre. Ora por mí también – dijo el cura -. Y dio un beso en la mejilla y un abrazo a Rosa.
-Oraré por usted, Padre -. Que la Virgen María sea siempre con usted y su generosa ayuda espiritual.
– Has de saber, hija mía – respondió Claudio, que en la vida y en la muerte Dios está con nosotros, y también con los pecadores. No por nada hay un verso en el que Jesucristo dice: “estaré con vosotros hasta el fin del mundo”. Ciertamente, Dios está con los que sufren, con los pobres de espíritu, y también con los hombres en momentos de tribulaciones y pecado, hasta el fin del mundo. Sólo basta la fe para que él nos cubra con un manto en momentos de soledad y tristeza. Por eso, no temas hija. Ahora me despido de ti, porque bien conoces que mañana se celebra el día de la Virgen de Lourdes precisamente, y yo debo preparar todo con antelación.
– Gracias, Padre – dijo Rosa, tras soltar una lágrima. Y repitió: “gracias por todo”.
III
Pánfilo Laura, inauguró una cancha de fútbol con césped sintético, en Curahuara de Carangas, en medio del altiplano inundado de paja brava y el silencio cósmico de los Andes. Los campesinos, le llevaron, por cuenta del Alcalde, un fardo de cerveza, un charque de llama, y mozas dispuestas a ser entregadas como ofrenda.
Laura comenzó su discurso diciendo: “vamos a cambiar, hermanos y hermanas, aquí antes sólo se sembraba papa, ahora seremos semilleros de nuevos futbolistas, como el hermano Diego Armando Maradona. Antes los gringos, el imperio, querían destruir nuestros cocales, ahora nosotros seremos millones de futbolistas para ganar el próximo mundial de China”. La multitud entera embriagada por los cántaros de cerveza Huari, aplaudió a borbotones.
Luego del discurso presidencial que duró algo más de quince minutos, la televisión oficial del Estado Plurinacional de Bolivia, transmitió en vivo y en directo, un encuentro amistoso entre los pobladores de Curahuara de Carangas y el equipo presidencial. El Ministro de Comunicaciones, había ordenado contratar por un alto precio a un relator de fútbol profesional, para que sea locutor del encuentro deportivo.
Y en el relato se escuchó decir: “avanza por el lateral izquierdo Francisco Borja, toca el balón el Presidente del Estado Plurinacional, avanza, hace un quiebre de cintura y desplaza al defensor contrario, prosigue la marcha, patea, y gooooool. Gooooool del Presidente del Estado Plurinacional”. Entre idas y venidas, el encuentro transcurrió sin mayores contratiempos.
Al culminar el partido de fútbol, el Presidente Pánfilo Laura, se reunió con el Ministro del Interior. Éste le comentó que todo el plan macabro había sido interferido por agentes de inteligencia extranjeros, y era preciso otro plan inmediato, antes de que los medios de comunicación se enteren de que detrás del secuestro estaba la mano negra del proceso de cambio.
Pánfilo Laura, exclamó: ¡entonces mátenlo!. A las cuatro de la madrugada del día siguiente, murió Joaquín Paz. No hubo paz en su tumba, al ver a Rosa caída en el suelo, junto al féretro. Se apresó a los bandidos, pero no a los culpables.
[1] Mordida en lenguaje popular boliviano significa “coima”.