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Montañas de Bolivia

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Subíamos en medio de soberbias alturas no nevadas y un algo raleado bosque de eucaliptos hacia Potolo, departamento de Chuquisaca, Nelson Tovar Ortuño y yo, en un auto chino que respondió muy bien a semejante odisea. Lo digo así porque cuando uno está al otro lado de la cordillera de Los Frailes, ya en los valles, mirando arriba, parece increíble haber descendido esa distancia. Se duda si será posible volver y, otra vez, el vehículo del oriente lejos responde.

Tierra de hermosos tejidos jalq’as, de sofisticada figuración. Monstruos, o lo que fueren, seres mitológicos, oníricos, estampados en fondos rojo y negro, como las montañas que acabamos de bajar. De la cumbre se observan tonalidades carmesíes de polvo, ríos de agua gredosa, tormentas de viento, árboles típicos de los valles bolivianos, maíz, quinua, papa. En la plaza de Potolo figuras de yeso de muy mala calidad representan héroes locales. Me recordó Tarabuco y las mismas representaciones burdas de sus triunfos ante España, tan distintas a la finura de sus textiles, más en Potolo que en Tarabuco, Yamparáez o Candelaria, pero también. Leo ahora el libro de Lindaura Anzoátegui de Campero, esposa del general Narciso Campero, acerca de Manuel Ascencio Padilla y me ubico, en parte, en esta geografía que recorremos hoy.

Con lentes de sol por la brillantez del aire, imagino tanto que desconozco. Cerros en forma de ráfagas recuerdan hechos históricos. De muy joven quise escribir una novela que tratase del viaje, a pie, de Tomás Katari de Macha a Buenos Aires con justas demandas económico-burocráticas. Devino en rebelión y en esas montañas que contemplo, desbarrancaron al caudillo. Hubo flores y chicha en el triste festejo de su muerte, cuando lo sacaron del fondo del abismo. Mientras tanto, habían lapidado y extirpado los ojos de su asesino, dejándolo insepulto por ahí, por donde mis ojos caminan como si tuvieran piernas y la imaginación es más viva que la sed. Aquellas páginas no se escribieron, la vida llevó hacia otros derroteros y hoy es tarde para dármelas de investigador con un largo proyecto literario. Pero es bueno ver esto, bueno saber, mal que mal en esta guerra racial que consume Bolivia hoy tenemos que aceptar que nuestra historia es tanto compartida como propia, nos pertenece a todos, así no lo acepten los adláteres de alguna confusa pureza de raza.

En la otra vertiente, en las curvas del camino por el que subían empolvados minibuses cargados de gente, aparecían casas solariegas que parecían vacías mas no abandonadas, de bucolismo tal que harían las delicias de cualquier cochabambino. Pequeños pueblos, nombres de embrujo, piedra de los ríos, olor a eucalipto, sendas con un destino anotado apenas en un peñón al lado. Con Nelson conversamos que en otra ocasión los seguiremos, hasta los todavía mágicos lugares de Potosí norte, las pampas acuíferas, la ruta de la plata, el oro y la diablada.

Estoy con El macizo boliviano, libro de Jaime Mendoza; lo estoy disfrutando. Seguirá Raúl Botelho Gosalvez y ensayos sobre el país. El autor nombra localidades, lugares que busco con avidez en la red, en los mapas de Google. He pasado una tarde tratando de ubicar picos de la cordillera occidental fronterizos con Chile, fuera de los famosos Licancaur, Ollagüe, etc. Sin éxito. No dudo que todavía existan, volcanes apagados muchos, pero les habrán cambiado nombres. Conocí a la hermana de un amigo a quien los militares deportaron a Ollagüe por actividades subversivas, al lugar más inhóspito del mundo. Majestuosamente bello, sin embargo.

El geógrafo-escritor deambula, con largos párrafos y capítulos según su estilo, por una altiplanicie y orografía a las que poco falta para ser fantasía pura. Tiempos idos hoy que el capitalismo brutal de las mafias ha infectado el largo y ancho de la república. Hablamos de vistas de fines de los años veinte; el saqueo medioambiental, la falsa retórica indigenista, una historia corrupta y desalmada han casi acabado lo que quedaba. De profundo negro, el futuro. Como las oquedades del Tata Sabaya en donde se escondieron tanto indígenas chipayas como chinchillas azules, perseguidos por aymaras y blancos por igual. Relata Jaime Mendoza que los aymaras utilizaban hurones (serían comadrejas) para cazar las últimas chinchillas. El Tata, la montaña, los dejaba penetrar por sus resquicios y ya adentro los mareaba para que no saliesen más. Llorará el volcán Sabaya por sus hijos muertos, porque el viento feroz y helado ya no trae vestigios de vida. Tengo en mi colección de antiguos tejidos andinos tres fabulosos chullpas. Me dijeron “del Desaguadero”. Preguntas sin respuesta, solo adherirse a la belleza, al imperecedero arte de los contradictorios hombres. En 1980, viajando a Chile, auge de la dictadura de García Meza, nos detuvimos a tomar un baño a orillas del otrora gran río Desaguadero. Luego, caminando, me aproximé a un grupo de chullpares muy excavados por los ladrones de tumbas y me enteré que eran baños públicos en la inmensidad de la nada… Seguimos hacia Tambo Quemado, en otra ocasión lo hicimos por Turco, cruzando Curahuara de Carangas, de triste recuerdo para mis tíos falangistas. Frío y notable iglesia. Café destilado en vasos de metal. Queso y pan marraqueta.

El Sajama es una de las cosas más impresionantes que he visto. Solitario, misterioso, hatos de cientos de llamas alrededor, uno que otro pastor. En el vivac de los camioneros bolivianos en Arica, Chile, se contaban historias de terror y espectros acerca del gigante que crece como seno de mujer en la llanura. Narra Mendoza que un dios envidioso de que alguien le hiciera sombra al Illimani, lanzó un potente hondazo contra la montaña rival descabezándola y enviando la parte superior muy lejos en el altiplano. Así quedó sin cabeza el Mururata y la testa fue, y es, el Sajama, lejos de cualquier envidia divina, en la torre de marfil de las maravillas.

Ha pasado mucha agua, demasiada sequía en realidad, y ya no existe el Poopó y no sé si los nativos que se cobijaron en la falda del Sabaya, a orillas del lago Coipasa, continúan latiendo o no. De las chinchillas olvídense. De las vizcachas, igual. Cuando cruzamos la frontera en Tambo Quemado fue como penetrar a otro mundo, con la estética agreste de nuestro entorno, tan feraz y atractiva como la nuestra pero con profusión de especies animales: vicuñas, vizcachas, ñandúes, zorros ya invisibles en Bolivia. Los Payachatas, dos, impertérritos, observaban el camino pavimentado chileno que iba hacia Putre. Cuando retornamos, la frontera boliviana no tenía a nadie en oficina. Estarían de fiesta o de defecada a la intemperie. Lo cierto es que sellamos nuestros pasaportes nosotros mismos y vamos a Patacamaya. No sin antes tomar en el pueblo una grasienta sopa de asnito, asno, sí, de los miles que Jaime Mendoza alega vivían a la vera del Tata Sajama. Con burro rebuznando en el estómago bordeamos la masa helada, tan imponente que dan ganas de rezar. Pedro no estaba en el pueblito de Sajama y hablamos de cómo les estaría yendo a nuestros amigos presos por el golpe de estado en las cárceles del DOP de La Paz. Sesiones de manguera en culo hasta que llegaron los suecos y se los llevaron al paraíso sexual de Malmö donde olvidaron la revolución.

Por ahora hablo de la cordillera occidental y del gran vacío entre las dos cadenas que se bifurcan y se unen debajo en los Lípez creo. En esa parte oriental que comienza con la increíble Cordillera Blanca y va achatándose y expandiendo en el sur, está Potolo. Hablaré en otra ocasión de ella. En mi sexta década voy a adentrarme en la profunda Bolivia, lectura y viaje, y al morirme es posible que haya encontrado los orígenes de mis contradicciones. De nada servirá cuando el fuego consuma la calavera pero supongo que habrá un instante de sosiego anterior que traiga silencio melancólico semejante al paraíso.

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