En la televisión
Estéfani Huiza – Bolivia
Te veo desde este cuarto pequeño, desde el vidrio que da a lo enajenado, desde los cristales de mis lentes que se reflejan a través de la televisión. Te hago señas, te miro fijamente, te saco la lengua, te grito, te canto, te leo un poema, pero nada resulta. No me ves, total, en tu mundo soy un número más que espera, todos los días, que el reloj de las siete de la noche.
Hado
Claudia Sánchez – Argentina
Aquel día supe que las predicciones se estaban cumpliendo. La luz alternaba con las sombras minuto a minuto. Finalmente, los planetas se estaban alineando. No sentí miedo, ni siquiera cuando las gárgolas cobraron vida y sus casas desaparecieron. Tampoco lo sentí cuando una luz cegadora me arrancó de la tierra.
Nunca supe qué fue lo que me salvó ni por qué. Sé que, desde entonces, me rodean seres extraños, la mayoría alados, en un lugar como el que debió ser la tierra en sus orígenes.
No sufro. Pero, cada tanto, el gigante descorre la cúpula celeste y derrama agua salada de sus ojos, cubriéndolo todo. La sal, para siempre, permanece en nuestras alas.
Los duendes de la radio
Adriana Azucena Rodríguez – México
Les gustaba escuchar en la radio un programa casi ingenuo: “Pesadillas para antes de dormir”, en el que el conductor leía las historia que —decía— los radioescuchas le enviaban: historias de miedo, en las que se reconoce la intervención de la literatura y el cine con la presencia de monjas diabólicas, posesiones demoniacas, casas embrujadas. Al terminar, les procuraba un pretexto para abrazarse, como si en verdad les diera miedo lo que se podría ocultar en la oscuridad de la noche: las voces que a veces se encimaban en la transmisión, la estática que producía sonidos como de risas roncas, y los silbidos que, cuando se perdía la sintonía, parecían gritos de pena. Pero dormían entrelazados, a salvo de la conciencia de que eran ellos quienes atraían esos extraños fenómenos; los que encendían misteriosamente la radio todas las noches, a la misma hora, para horror de la familia que los hospedaba.
Los límites del amor
Carlos Gutiérrez Andrade – Bolivia
El niño se fue de casa con la intensión de que sus padres se preocuparan por él. Sentía que lo ignoraban. Su padre murió a los 10 años con una tristeza infinita. Su madre, agonizante en la cama de un hospital se quedó atónita al verlo mayor y barbudo. Cuando ella le preguntó que qué le había pasado, él dijo. Quería saber hasta dónde me querían.
El trato
Elena Bethencourt – España
Antes de ver lo que Arturito, el repetidor, llevaba en su caja de compases, acepté cambiársela por la mía. Primero pusimos dentro las cosas que nos dolían y nos comprometimos a llevar la carga del otro, seguros de que la nuestra era peor.
En mi caja metí el beso que Lucía —mi Lucía— le dio a mi vecino y la noche en que mi padre se fue. Al abrirla, Arturito se sintió huérfano de repente y se volvió desconfiado como yo.
En mi caso, desde que abrí la suya —hace ya tres años— estoy en quinto, coladito por los huesos de la maestra, dispuesto a repetir curso eternamente, sufriendo lo indecible por amor.