Maurizio Bagatin
Retornar a Carlos Medinaceli. En la inocencia de los visionarios hay muchos análisis, viajes que deslumbran caminos atrofiados por estancadas estadías en el mismo lugar. Como para los irlandeses que tuvieron que ir a Inglaterra para verse al espejo y reconocerse. Hay una atracción de encanto, un anzuelo imposible de evitar. En nuestra literatura fueron antes de todo Adolfo y Claudina. Un encuentro esperado e inesperado a la vez, dinámica de la historia.
Sin sobornos, esta “tarde de sol, paz de aldea” marca la lucidez del burgués y de la chola de antaño. Ellos que van a sorprender quienes nunca fueron buscando detrás de sus orígenes unas polleras y los callos en las manos, y en las arrugas donde encontrarían el manuscrito de su mestizaje. Una tutuma de chicha, un vaso de alcohol que nos hablará del gran viaje.
Entramos en esta chichería y tomamos el licor, el quechuismo que engatusaba con su dulzura empalideció. La chichera ahora tiene dificultades en trasmitir a su misma sangre el arte que heredó; la Claudina ha dejado la cueca y el huayño, su pollera y la camiseta bien bordada. Hay quienes han vuelto de todas las migraciones posibles, es una choledad que para moros y cristianos ofrecerá una mejor postura del estigmatizado mestizo. En biología no hay un solo camino, y la sociología tal vez reconozca esta falencia, mucha sangre y mucho esperma han recorrido este mundo.
Una identidad no se puede reconocer en el olvido, recordar es la cuestión más ética del ser humano, y la literatura tiene aún este don, recordar y recordarnos en recordar.
Imagen: «Mestizaje» Oswaldo Guayasamin