Hay ciertos periodistas que no creen que pueda existir una prensa independiente, y esto se debe a que tienen una idea errada de lo que significa la independencia periodística. Creen que, como todo periodista y todo medio poseen una serie de convicciones y creencias políticas —legítimas, dicho sea de paso—, eso de la independencia queda en un discurso hueco, en una hipocresía incluso. Pero en realidad la independencia periodística sí existe porque tiene que ver con otra cosa: es la afirmación autónoma del oficio frente a influencias o, mejor aún, condicionamientos externos, los cuales podrían provenir de empresas privadas, iglesias, religiones o partidos políticos. Esto, ojo, no quiere decir que un medio no pueda estar financiado por una empresa, una iglesia o un partido (de hecho, sobre todo en los tiempos que corren, es casi imprescindible que una corporación lo financie). Quiere decir que el periodista que recibe financiamiento le dice a la corporación que le paga el salario: “Tú financias y yo hago periodismo. No puedes sesgar mis titulares, ni mis reportajes, ni mis entrevistas. Tú financias y yo hago periodismo”. Eso es independencia periodística.
Como dijo el premio Cervantes Sergio Ramírez en el prólogo del libro Contra viento y marea, que narra la historia y el cierre del periódico paceño de circulación nacional Página Siete (2010-2023), «la democracia la construyen también los medios de comunicación que asumen su papel crítico y vigilan al poder político con integridad ética». La democracia moderna no puede prescindir de aquel contrapeso, que no es el Órgano Legislativo ni el Judicial, sino el flujo de una información más o menos veraz, sumada a una tribuna de opinión con personas que emitan opiniones con seriedad y rigor analítico. La prensa, así, deja de ser una prensa combativa, como solía ser en siglos anteriores, para convertirse en un espacio moderno y civilizado de debate de voces disidentes entre sí sobre la base común de un tácito pacto democrático.
Sin embargo, dado que la historia es experta en dar giros inesperados y debido a los populismos hoy nuevamente en boga, una parte de la prensa ha vuelto a ser combativa. Un ejemplo de esto es el sesgo que hoy adoptó el periódico madrileño El País, que antes, incluso estando —legítimamente— en posiciones progresistas, tenía un mayor rigor (prueba de esto es que fue valorado incluso por intelectuales liberales, como Vargas Llosa o Savater). Es que cuando la prensa se vuelve condescendiente con el poder, aquella ha perdido su valor en el marco de una sociedad democrática; entonces es una extensión más de lo convencional, de lo que afirma y reafirma la masa, de lo que no pone en duda o interpela, y ya no un punto de resistencia crítica o una torre de vigilancia.
El poder, que tiende a durar y reproducirse, tiene un freno que se llama Constitución Política del Estado, que, en palabra sencillas, es —o debería ser— un sistema de límites al poder. Pero además necesita ser fiscalizado por aquel vigilante llamado prensa independiente, que casi siempre —sobre todo en regímenes autoritarios o corruptos— le será incómodo. En la fiscalización, no son suficientes los senadores y diputados (que, de paso, aquí en Bolivia ni hacen bien su trabajo); se hace imprescindible el control de los buenos periodistas, de los que no adoptan posiciones políticas (entiéndase, partidistas) y no intoxican la opinión pública, que son los que investigan y señalan, sin temor a la censura del poder, la paja en el ojo ajeno. ¿De qué vale, pues, un periodista metamorfoseado en propagandista? Pero sí vale, y mucho, el periodista que duda de la legitimidad de la causa masivamente defendida o de la buena fe y la competencia de los dirigentes.
Antes, los regímenes autoritarios, convencidos de que la crítica constituía indisciplina o traición y de que la fe ciega en ellos era sinónimo de estabilidad a largo plazo, mediante la censura periodística podían direccionar o distorsionar la información más fácilmente que hoy, porque no había internet. Hoy las redes sociales impiden que este tipo de gobiernos callen las voces críticas u oculten lo que no quieren que se sepa. Sin embargo, la utilización de la justicia como arma política de hostigamiento hace que muchos periodistas o medios de información se autocensuren, quitándole a la prensa su misión más alta: la información crítica. Por todo ello, es necesario que las facultades donde se enseña periodismo y los mismos periodistas vuelvan a tomar conciencia cabal de lo que constituye «el mejor oficio del mundo».
Ignacio Vera de Rada es escritor y periodista