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Mauricio Rodríguez Medrano / Cuento

Jilaña

Escapé de casa por amor. Fue a finales del 2003, una semana después de que Alejandra viajó a organizar un mitin en la mina de Catavi. En los primeros días de lo que fue Octubre Negro. Ella estudiaba Sociología. Era socialista, a veces anarquista. A veces cristiana evangélica. Yo tenía dieciocho años y cursaba las primeras materias de la universidad. Dejé La Paz como ayudante de chofer en un minibús provincial. Era un Nissan blanco percudido de 1990 llamado Gran Pagador. Tenía el parabrisas trizado y las luces traseras descompuestas. La carrocería algo oxidada. En mi segunda semana de trabajo el minibús fue alquilado para transportar a la banda Real Continental: quince músicos con sacos fosforescentes y pantalones blancos. Don Emilio, mi jefe, al principio se negó. Terminó aceptando por el dinero: veinte veces de lo que ganaba en una jornada. La carretera a Oruro está bloqueada, dijo. Iremos por el sendero del contrabando. ¿Cargo los bidones con gasolina?, pregunté. No seas pendejo. Iremos por la ruta de los contrabandistas. Encendió el motor. Luego de un rato, mirándome de reojo, sonriendo, dijo:

—En Taucachi llenaremos los bidones. Los alistas.

La segunda parada fue en Ayo Ayo. Mi padre fue compositor, me contó uno de los trompetistas. Lo besó el diablo. Lo templó como deben templarse los instrumentos. Mi padre se perdió en este laberinto de tierra. Fue cuando era niño. Fue en Huari. Lo buscaron toda la noche, pero ningún paisano lo encontró. Lloró de miedo. No del miedo que todos tenemos ante la oscuridad. Lloró al descubrir el horror que te invade al darte cuenta de que estás perdido desde hace mucho tiempo. Desde que naciste. Desde que sabes que nada tiene remedio. Luego está el beso del diablo. De eso jamás me quiso hablar. Cada vez que estaba borracho me contaba la misma historia. Me decía que bebía como el diablo le había enseñado. El caso es que compuso cien morenadas porque fue templado.

—También robó cincuenta composiciones a su tío —dijo el platillero riéndose por lo bajo.

En todo el camino hacia Ayamayo los músicos cantaron morenadas que trataban de la soledad. De la soledad y el amor. De la soledad y el engaño. De la soledad y el alcohol Caimán. De la soledad y de mujeres extraviadas o raptadas en el altiplano. Pensé en Alejandra y mi garganta estaba seca. Mira a tu izquierda, dijo don Emilio. ¿Ves ese pueblo? ¡Carajo! Yo era joven cuando se inundó. Recuerdo el agua como un espejo que reflejaba todo. Recuerdo los techos oxidados donde esperaba la gente. ¿Qué esperaba? ¿Ayuda? ¿Piedad? ¿Caridad? Nada de eso. Esperaba como esperaron sus abuelos en la sequía, como esperaron sus padres luego de la granizada que destrozó las cosechas. Pero llegaron unos evangelizadores en una barca. Acogieron a la gente en ella. Hablaron de ayuda, piedad, caridad. Y se llevaron a los más jóvenes. ¡Fueron salvados! En agradecimiento cambiaron de nombre al pueblo por el de la barca: Belén. La inundación pasó. Los jóvenes sólo regresaron para recoger sus cosas. Se despidieron de sus abuelos, de sus padres. De su tierra. Se fueron. Yo también me fui con ellos.

—Ahora es un pueblo de viejos. Ya desaparecerá.

Sol, tierra seca y polvareda: Angostura. Jiska Pampa. Chata. Challavito. Chuiña. Machaca. Colliri. Tirata. Chorocasi. Catuyo. Quisipata. Estancia Rosa Pata.

Cerca de Andamarca el radiador del minibús se averió. Se está saliendo el agua, dijo don Emilio. No llegaremos a ningún otro lado. El sol alumbraba poco. Empujamos el minibús hasta la plazuela central. Había un toro de bronce en el centro. Cuando anocheció buscamos alojamiento y ningún poblador nos abrió sus puertas. Estamos esperando una reunión, nos decían. En La Paz dos hermanos murieron. Los militares los mataron. Entonces golpeamos la puerta de una iglesia. Un arqueólogo español llamado Aníbal nos abrió. Cojeaba. Era manco, también tuerto. Esto no es mío, dijo. Pero os dejo pasar la noche con tal de que compren cerveza. Con una caja de cerveza os acepto lo que queráis.

—Este pueblo está muerto.

Los músicos tocaron hasta el amanecer. Bebimos y nos emborrachamos. Aníbal me contó que en la Guerra Civil su hermano era un rebelde. Intentó escapar por una sierra, pero los militares lo encontraron, lo prendieron, dijo. En La Muiña pararon para comer en una taberna y lo ataron a una argolla que se utilizaba para amarrar al ganado. Después se dirigieron por un macizo en dirección a Montecubeiro, que había sido declarada zona de guerra. Ascendí a escondidas detrás de ellos. Los militares subían alegres haciéndose chanzas, cantando zarzuelas, coplas, como si la guerra hubiese sido parte de la escenografía de papel de una obra escrita por chavales, dirigida por chavales, actuada por chavales.

—¡Me cago en la leche!

Llegaron hasta la punta de aquel cerro y empujaron a mi hermano al suelo, lo desvistieron, lo voltearon, y su rostro miraba al sol, joder, cantaban con una inocencia que jamás vi, que jamás volví a ver. Luego le quitaron los ojos, le cortaron la lengua. Siguieron cantando. Y lo remataron a palos y a tiros de escopeta.

—Fue en septiembre de 1936.

Salí tambaleándome de la iglesia al amanecer. Algunos pobladores se reunían en la plazuela y decían que marcharían a La Paz. ¿Era la revolución? Reventaron unos petardos y unos cachorros de dinamita. Y quise llorar como jamás había llorado, pero nada salió. Estaba seco y pensé en dejarlo todo y no regresar a casa. Y caminé sin mirar atrás, perdiéndome por algún sendero del altiplano.

Biografía

Mauricio Rodríguez Medrano enseña literatura en el colegio Vida y Verdad. Nació en La Paz, Bolivia, en 1985, y ganó un concurso de cuento en España convocado por el diario «El País» (2013). Ganó el concurso Adolfo Costa Du Rels de escritura dramática (2009). Fue finalista dos veces en el concurso de cuento Franz Tamayo. Es periodista y editor freelance y publica artículos sobre libros y cine en el diario Opinión, de Cochabamba.  

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