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Matar a los tiranos en un buen uchu

¿Cómo eludir a los majaderos gobernantes? Rajoy se va cabizbajo y patizambo al preámbulo del basurero histórico. Felices aquellos, allá, en la península del fin del mundo. Nosotros, en sur y norte, en norte y sur según la perspectiva momentánea y local, no tenemos visos halagüeños.

Me he refugiado en la comida, en matizar salsas y acariciar mejorana fresca cuyo olor me trae infancia, Cochabamba florida, los queridos fantasmas del ayer que eran del hoy entonces. En las sazones mueren los tiranos. Ellos jamás hollaron un espacio que les ha sido siempre imposible: el de la comida popular, sujeto de estudio este, porque abarca sociología e historia, geopolítica y etnias.

Hasta mi esposa afirma que posiblemente la pimienta negra, e incluso la blanca, ha de salvar el matrimonio. Será que mientras mixturo polvos hecho un nigromante, olvido detalles nimios que siempre son causa de desastre; de amor hablando y de hastío, claro.

Mi cocina es refugio donde ni el prosaico Trump ni el metafórico Morales, Donald y Evo (malhaya la suerte perra), ingresan. El ajo los mantiene alejados. Huelen a azufre igual a “W” Bush, de acuerdo a la épica chavista. No es que el infierno sea mal lugar, es que algunos parroquianos simplemente debieran ser desechados hasta de ahí…

La vida suele ser simple, igual a sabores, olores y colores. En apariencia. Complicados, contradictorios, ajenos el uno al otro pero convivientes, en realidad. Lo único sencillo es la muerte. Triste andar lo nuestro para hallar la piedra filosofal del buen vivir solo cuando se muere. Un bien vivir que no tiene nada que ver con el malviviente presidente boliviano, que se apropió hasta del léxico como lo hace su rubicundo gemelo en Washington.

Pero donde no ingresan los sátrapas, o creo no haberlo leído en texto ningún, es en el detalle de sazonar un plato. No recuerdo prohibiciones al respecto aunque debe haberlas. Supongo, únicamente supongo, que la comida negra del sur de los Estados Unidos se prohibía en los pálidos salones. En vano, hoy el arroz sucio (con molleja de pollo desmenuzada), los frijoles, la cayena, el pollo frito son inmensamente conocidos y disfrutados. Preparo, voy preparando, un texto sobre una comida nigeriana en específico, y sus connotaciones políticas. Comparto mesa con Matthew, de Benín, y me conversa al respecto.

A lo que voy es a que en los mesones en que trabajo, uno verde y otro azul oscuro, no ingresan mis enemigos. Espacio prohibido para vampiros nada románticos, succionadores de sangre carentes de sentido mítico. Delincuentes comunes, revendedores de entradas. No podrían en una eternidad llegar a la sofisticación del orégano, a las profundidades marrón oscuro del comino. Cuando agarro pinzas y cuchillos y hago a un lado con el mango los periódicos que traen sus grotescas sonrisas, delimito la frontera. Mueren allí Chinahuata y la Casa Blanca, las veleidades de la coca y de la raza. “Vámonos”, canta Bonny Alberto Terán…

Tanto dar vueltas para decir que cuando cocino no leo. Y si no leo, no los veo sin que ese sea argumento en contra de lectura y conocimiento. Claro que en casos clínicamente obsesivos como el mío, en que imagino muertes y accidentes al mejor estilo de Angiolillo, se sugiere alejar por temporadas diarios y revistas, cerrar ordenadores y dejar anuncios de supermercados con el precio bajo de la naranja y el tamaño de ciertas paltas casi melocotones. Encima de un tejido de Caripuyo para distraer más con el notable entramado.

Recordé, pensando en mi amiga Magda Thames, un fideosuchu cochabambino que combinaba entre sus dedos con maestría. En su casa al lado del canal que guarda una de las torrenteras del norte nuestro, el sol todavía brilla en la ventana, y el aceite en las costillas. Tiene que ser fideo chino, dice, para que sea cien por ciento cochabambino.

En aquel uchu se ahogan los tiranos y yo recuerdo con ganas lo jóvenes que fuimos.

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