Santos Domínguez Ramos
“Cuando era pequeño, solo existía una ambición permanente entre mis compañeros de Hannibal, Misuri -nuestro pueblo-, situado en la orilla oeste del Misisipi: ser tripulante de un barco a vapor. Teníamos ambiciones temporales de otro tipo, pero solo eran pasajeras. La llegada y partida de un circo siempre dejaba en nosotros el ansia de ser payasos. El primer espectáculo de variedades que llegó a nuestra zona nos hizo sufrir de deseo por probar esa clase de vida. De vez en cuando teníamos la esperanza de que, si vivíamos y éramos buenos, Dios nos permitiría ser piratas. Esas ambiciones se esfumaban una a una, pero la de ser tripulante de un barco a vapor siempre permanecía en nosotros”, escribe Mark Twain (seudónimo de Samuel Langhorne Clemens, Florida, Misuri, 1835-Redding, Connecticut, 1910) en el cuarto capítulo de los sesenta en los que organizó La vida en el Misisipi, que publicó en 1883, entre Las aventuras de Tom Sawyer (1876-1878) y Las aventuras de Huckleberry Finn (1884), que tendrían también el río como elemento vertebrador de las andanzas de Huck Finn y Jim en la novela.
Organizada en dos partes, la obra se plantea en sus primeros veintiún capítulos como las memorias de su juventud como aprendiz de piloto de un buque fluvial de vapor en el Misisipi antes de la Guerra de Secesión, memorias que había publicado en 1876 en el volumen Viejos tiempos en el Misisipi.
Hay en esos capítulos varios viajes del protagonista río abajo y río arriba, primero a bordo del viejo vapor Paul Jones en un recorrido inicial de Cincinnati a Nueva Orleans con la ambición pronto descartada de completar la exploración del Amazonas y en un itinerario de regreso cauce arriba hasta San Luis, ya como viaje de aprendizaje de la navegación por el Misisipi, por sus formas cambiantes con las crecidas y las bajadas y su corriente de una milla de anchura, para aprenderse el río de memoria con un excepcional maestro, el experto y audaz piloto Bixby, a quien acompañará también en otras navegaciones con vapores más grandes y modernos.
En el capítulo veintiuno, titulado ‘Una parte de mi biografía’, que marca la transición de una parte a otra, escribe Mark Twain, un narrador portentoso que interesa al lector desde la primera página:
En su momento, conseguí la licencia. Ya era piloto titulado. Empecé con empleos eventuales y, como no sufrí desgracia alguna, el trabajo intermitente dio paso a compromisos estables y prolongados. Transcurrió el tiempo, sin dificultades y con prosperidad, y yo me imaginé -tenía esa esperanza- que seguiría el curso del río durante el resto de mis días y moriría ante la rueda de un timón cuando mi misión en este mundo estuviese completada. Pero al final llegó la guerra, se suspendió el comercio y me quedé sin trabajo.
Tuve que encontrar otra forma de ganarme la vida. Así que busqué plata en las minas de Nevada; fui reportero en un periódico; busqué oro en las minas de California; fui reportero en San Francisco; fui corresponsal en las Islas Sandwich; fui corresponsal ambulante en Europa y Oriente; fui abanderado de la instrucción en las tarimas de las aulas; y por fin me convertí en escritor de poca monta y en elemento fijo e invariable entre las demás sólidas rocas de Nueva Inglaterra.
He dispuesto en pocas palabras de los veintiún años lentamente transcurridos desde la última vez que miré desde las ventanas de un cuarto de derrota.
Ahora, sigamos adelante.
A partir del capítulo veintidós el libro se transforma en la narración del regreso al río veintiún años después, en un libro de viaje sobre la travesía del Misisipi -“el cuerpo de la nación “, como lo definía un artículo del Harper’s Magazine en febrero de 1863- desde San Luis a Nueva Orleans.
La autobiografía y las descripciones de paisajes y de personajes pintorescos, la información histórica y geográfica sobre el Misisipi y las múltiples historias y peripecias, muchas de ellas humorísticas, las barcazas y las gabarras, los balseros y los viejos marineros, los pueblos y las madereras de las orillas, las plantaciones de azúcar, las islas y los cabos, las barras, los salientes y los recodos se suceden en el agilísimo y absorbente relato de la navegación a través de un río difícil y peligroso por sus remolinos y sus fuertes corrientes, sus escollos y sus bancos de arena y en el vívido reflejo de la realidad social sureña que predomina en la segunda parte del libro.
Parece que fue el primer libro que un escritor entregó mecanografiado a un editor y ahora acaba de recuperarlo Reino de Cordelia con una nueva traducción de Susana Carral en un volumen espectacular, ilustrado con las más de trescientas ilustraciones de la primera edición norteamericana, publicada en Boston con los estupendos grabados de Edmund H. Garrett, John Harley y A. Burnham Shute.
“El Misisipi nunca dejó de ser el aliento literario de Twain, lo que es lo mismo que decir de la literatura norteamericana. Sin el autor de La vida en el Misisipi tal vez no hubieran existido William Faulkner, Erskine Caldwell, Tennessee Williams, Carson McCullers, ni posiblemente J. D. Salinger, Thomas Pynchon o Cormac McCarthy.”, afirman la traductora, Susana Carral, y el editor, Jesús Egido, en su Presentación de esta magnífica edición del libro, cuyo primer capítulo, ‘El río y su historia’, comienza con estas líneas:
Merece la pena leer sobre el Misisipi. No se trata de un río común y corriente, sino todo lo contrario: resulta excepcional se mire como se mire. Si tenemos en cuenta que el Misuri es su afluente principal, se trata del río más largo del mundo porque mide cuatro mil trescientas millas. También podríamos decir, sin equivocarnos demasiado, que es el río más tortuoso del planeta, ya que en una parte de su recorrido utiliza mil trescientas millas para cubrir un tramo que en línea recta solo supondría seiscientas setenta y cinco. Vierte el triple de agua que el San Lorenzo, veinticinco veces más agua que el Rin y trescientas treinta y ocho veces más que el Támesis. Ningún otro río tiene una cuenca de desagüe tan inmensa; extrae su suministro de agua de veintiocho estados y territorios, desde Delaware en la costa atlántica y de todo el país entre ese estado e Idaho, en la vertiente del Pacífico, lo que implica una extensión de cuarenta y cinco grados de longitud. El Misisipi recibe y lleva hasta el Golfo agua procedente de cincuenta y cuatro ríos inferiores a él, navegables para los barcos a vapor, y de varios cientos de ríos por los que pueden navegar chalanas y barcazas. La zona de su cuenca de desagüe es tan grande como la extensión combinada de Inglaterra, Gales, Escocia, Irlanda, Francia, España, Portugal, Alemania, Austria, Italia y Turquía; y casi toda esa amplia región es fértil. El valle del Misisipi propiamente dicho resulta excepcionalmente fértil.