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Mario Vargas Llosa, ese cómplice silencioso que siempre estuvo ahí

Hay escritores que uno lee. Y hay otros con los que uno crece, discute, se pelea, se reconcilia, se emociona. Mario Vargas Llosa es de estos últimos. No fue solo un autor en la estantería ni un nombre en la solapa de una novela premiada. Fue, para muchos de nosotros, un compañero. De esos que no llaman, pero aparecen. De los que no juzgan, pero cuestionan. De los que no consuelan, pero acompañan.

Vargas Llosa no fue el primero que leí, pero sí fue de los que me enseñó a leer con otros ojos. No solo la literatura, sino también la vida. Hay algo en su prosa que no solo narra, sino que forma. Algo que va más allá del estilo —que es impecable—, y que tiene que ver con una manera de mirar el mundo con severidad y con belleza a la vez.

Lo conocí —como se conoce a los grandes escritores— en una tarde cualquiera, en una librería sin nombre. La ciudad y los perros. Esa fue mi puerta de entrada. Y desde entonces, no hubo vuelta atrás. Su literatura me mostró que la novela podía ser muchas cosas: una denuncia, una catarsis, una venganza, una herida abierta, un espejo. Aprendí que la ficción no es lo opuesto a la verdad, sino otra forma de llegar a ella.

Después vinieron Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo, y claro, Travesuras de la niña mala. Cada una con su peso, su color, su herida. Cada una como una estación distinta del alma. Me asombraba su capacidad para habitar tantos registros sin perder jamás el control del lenguaje. Su disciplina, su rigor, su fuego frío.

Leía a Vargas Llosa con la misma devoción con la que se escucha a un maestro. Incluso cuando no estaba de acuerdo con él. Porque uno puede disentir con Vargas Llosa y aun así seguir amándolo. Porque hay en él una coherencia rara, una ética de la palabra que hoy escasea. Dijo lo que pensaba, escribió lo que creía necesario, defendió su derecho a incomodar, y en eso fue ejemplar.

Pero si tengo que elegir, me quedo con el Vargas Llosa íntimo, el que escribe sobre el amor sin caer en cursilerías, el que se atreve a mostrar la fragilidad del deseo, el que narra el abandono con la dignidad de los que han perdido sin rendirse. Travesuras de la niña mala es, para mí, su novela más humana. En ella está todo: el amor que duele, la vida que cambia, el tiempo que se nos escapa, las ciudades que nos transforman.

No lo conocí en persona, pero eso no impidió que fuera parte de mi vida. Su literatura estuvo ahí cuando más lo necesité. Me dio palabras cuando las mías no alcanzaban. Me enseñó a nombrar emociones que no sabía que tenía. Me regaló ese raro consuelo que solo da la buena literatura: saber que no estamos solos.

Le presté sus libros a amigos, los recomendé a estudiantes, los regalé como quien entrega algo valioso. Vi en sus páginas lo que otros vieron en las de Cortázar, en las de García Márquez, en las de Borges. Un refugio, una provocación, una promesa. Un lugar donde encontrarme cuando me había perdido.

Hay escritores que te ofrecen historias. Vargas Llosa te ofrecía un mundo entero. Desde un colegio militar hasta los pasillos de la política latinoamericana, desde una casa en Miraflores hasta las avenidas de París. Con él aprendí que un escritor podía tener ideología, pero que la literatura debía ser honesta antes que complaciente.

No lo leí para estar de acuerdo con él. Lo leí para pensar mejor. Y ese es, quizá, el mayor elogio que se le puede hacer a un escritor. Que sus palabras nos obliguen a cuestionarnos. Que nos iluminen zonas oscuras. Que nos incomoden justo donde creíamos tener certezas.

Dicen que con el tiempo uno olvida los argumentos de las novelas, pero no lo que lo hicieron sentir. Y yo, cuando pienso en Vargas Llosa, recuerdo la emoción de seguir una historia que me atrapaba hasta el amanecer. La sensación de tener entre manos algo verdadero, aunque fuera inventado. El asombro, la admiración, el agradecimiento.

Sus personajes se quedaron conmigo: Zavalita y su pregunta que aún retumba; la niña mala, que todavía no suelta; Lituma, que sigue perdido entre los Andes; Leoncio Prado, con su brutal lección de obediencia y rebeldía. Todos, pedacitos de ese universo que Vargas Llosa construyó con paciencia y coraje.

Hoy, mientras algunos lo critican, lo olvidan o lo malinterpretan, yo solo puedo decir: gracias. Gracias por escribir, por insistir, por no claudicar. Gracias por recordarnos que la literatura no es solo entretenimiento, sino también resistencia, belleza, política, memoria.

Entre Verne, Poe, Cortázar, Hemingway, Faulkner, García Márquez y Vargas Llosa he tenido siempre una mesa redonda. A veces ríen, a veces discuten. Pero siempre están ahí. Y cuando el mundo se vuelve insoportable, ahí regreso. Porque con ellos, como con Vargas Llosa, uno aprende a vivir un poco mejor.

Tal vez por eso, sus libros han estado en mis maletas más que mis camisas. En mis mudanzas, más que mis muebles. Porque su compañía era de las que no pesan, pero sostienen. Porque con él, el mundo no era más fácil, pero sí más comprensible.

Y quizá, solo quizá, eso es lo que se espera de un escritor: que nos dé palabras para nombrar el mundo. Que nos haga sentir menos solos. Que nos deje, para siempre, un lugar donde volver.

A Vargas Llosa, con gratitud, con cariño y con un libro abierto sobre el corazón.

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