Guillermo Almada (Cuento corto)
A veces sucede que uno se encuentra ante el síndrome de la hoja en blanco, y sobreviene un bloqueo mental que impide producir ideas. Yo tengo ideas, lo que me está costando muchísimo era unirlas en una historia.
Me pareció que buscar un lugar diferente, cambiar el paisaje, podía ser una solución. No debía dejarme estar mucho tiempo porque esa ansiedad que estaba sintiendo, si se prolonga en el tiempo a convertirse en frustración, lo que me dejaría a un paso minúsculo de una posible depresión, con el agravante de que eso podría llevar el síndrome a un tiempo indeterminado.
Sin dudarlo lo comenté con mi familia. Mi hija, en seguida me mostró unas fotos, en IG asegurando que ese sería un lindo lugar para inspirarme. Con un hermoso paisaje de playa, en unas cómodas cabañitas individuales muy bien equipadas, con WI y todo, y me pasó la dirección por whatsapp. Mi mujer no se manifestó en desacuerdo y compartió la idea, así que me puse en contacto para salir cuanto antes. De todos modos pensaba estar solamente hasta romper el bloqueo.
Mi hija me llevó, en el auto, hasta el lugar del continente desde donde zarparía el “Surprise”, que era el yate que me llevaría a la isla. Llegamos temprano y nos acomodamos en un cafecito para tomar algo hasta llegada la hora de abordar. No supimos en qué momento amarró en yate, la cosa es que, de repente, ya estaba un puente extendido, con un hombre vestido de camisa y pantalón blanco, con gorra de capitán, y una chica, también de blanco, con un pañuelito azul en el cuello, esperando a que abordara. Nos abrazamos, con mi hija, nos deseamos suerte mutuamente, y nos recomendamos cuidarnos.
Siempre, alejarme de mi familia, fue, para mi corazón, un desgarro. A pesar de haberlo hecho un importante número de veces y a diferentes destinos. Solo pensar en la posibilidad de que algo nos pudiera separar de manera definitiva me lastimaba.
Una vez instalado en la embarcación, el capitán dio la orden, al timonel, de zarpar, y la chica, que después supe que se llamaba Leticia, me preguntó si deseaba beber algo, qué música me gustaría escuchar, o si prefería ver algo de cine, indicándome con el dedo la presencia de un monitor a mi disposición.
La verdad es que he navegado tan pocas veces en mi vida, que preferí disfrutar del vaivén de la embarcación, y se lo hice saber. Ella me respondió con una enorme sonrisa aclarando que, si necesitaba, tenía Dramamine. Y el que sonreí fui yo.
Verdaderamente me encontraba disfrutando la experiencia cuando se me acercó Leticia portando una bandeja con diversos bocadillos. Extrajo de la misma estructura del yate una especie de bandeja o mesa, al tiempo que me aclara que el viaje durará aproximadamente dos horas y que estamos a mitad del camino. Y pregunta si quisiera acompañar los bocadillos con vino, champagne, jugo, o agua mineral. Champagne está bien, le contesté, y ella se dispuso a servírmelo de inmediato. Si lo desea, agregó, puede acercarse al puente a hablar con el capitán, lo que agradecí, aunque en realidad no sentí esa necesidad.
Al llegar a la isla ya estaba esperando Abigail, la dueña del lugar, con quien había hecho los arreglos telefónicos, una elegante mujer haitiana que había enviudado convirtiéndose en la heredera de la isla, y había construido esa pequeña aldea de seis bungalós, que administraba desde hacía diez años. También era propietaria del bar, de la proveeduría, Y el Surprise. Me abrazó como si nos conociéramos de toda la vida, y tomándome del brazo me guió a seguirla hasta una unidad, la número seis. Acá es, me dijo. Es la más aislada, con una excelente vista, tiene todo lo que has pedido, y además le hice instalar una computadora de escritorio, para que te fuera más cómodo. Aquí nadie te va a molestar, ni a golpearte la puerta, ni a hablarte por teléfono, salvo yo, para contarte el menú y tomarte el pedido a la habitación, y cualquier cosa, me llamas con el cero. Dicho lo cual, me entregó la llave y se fue.
Todo tal cual lo relatado, era. Todo tal cual lo prometido, estaba. Y allí pasaba yo las horas sentado frente a la computadora, leyendo, probando, buscando inspiración, y nada. Hasta que una tarde vi, por encima del monitor de la computadora, una figura de mujer caminando por la orilla del agua, con el calzado en la mano, y un vestido celeste que casi se confunde con el cielo, a no ser por su cabello negro y corto. La miré ir, y si no hubiera sido porque estaba en absoluto convencimiento de mi perfecto estado mental hubiese llamado a Abigail para decirle que acababa de ver pasar a un espectro. Pensé que si salía a mirarla iba a quedar terriblemente desubicado, así que decidí esperar por si volvía. Pero anoté la frase del espectro, una frase más, pensé.
No la vi regresar. Me distraje o volvió por otro lado. Pero esa tarde la vi de nuevo. Salí a la puerta, para hacerme ver por ella que levantó la mano como al pasar, y yo hice lo propio. A la tarde siguiente le esperé, mirando desde la ventana. Y pasó. Indiferente, sin mirar si yo estaba afuera o no. Al otro día caminé hasta la playa, me hice el que estaba tirando piedritas, y cuando estuvo cerca, le hablé de lo nublado que estaba. Ella solo respondió: es muy posible que llueva, esta noche o mañana. Pero siguió caminando sin detenerse, y lo único que me dejó fue su fisonomía de rasgos orientales.
Efectivamente, llovió copiosamente, así que la esperanza de volverla a ver se había diluido en algún charco entre la arena y mi deseo. Me pregunté eso ¿Cuál era mi deseo? No era la conquista, ni el sexo. Creo que era la curiosidad o la novedad de conocer a alguien diferente. Lo que se había acrecentado al observar los rasgos de su etnia. Aún así, yo seguía sin poder hilar una historia. Probaba verbos, pronombres, adverbios, tratando de conformar una narración que se pudiera leerse coherentemente, pero nada. De repente alguien me sobresaltó tocando a mi puerta. Era un golpe tímido, liviano. No tenía la contundencia de alguien que llama con una urgencia o una necesidad. Era, más bien, el golpe de alguien que dudaba en hacerlo. Al abrir, estaba allí, de pie frente a la entrada la mujer que caminaba todas las tardes por la orilla del agua. La invité a pasar, ella negó con la cabeza y me dijo que solo venía a invitarme a caminar en la lluvia. Salió de mí, el ser más urbano, al responder automáticamente “no traje paraguas”, lo que provocó en ella una carcajada, para aclararme que la gracia de caminar en la lluvia era disfrutarla, no evitarla, pero que entendería si no me gustaba, a lo que respondí que iría con gusto.
Ese fue el primer encuentro con esta mujer que me dijo que se llamaba Hana, que significa flor, en japonés, y que, aunque nació en Argentina vive en Brasil, que es la colectividad más grande de japoneses en el mundo. Y así fue yendo nuestra conversación. Qué haces, qué hago, qué dices, yo pienso, qué crees, yo intuyo. Luego cenamos juntos en el bar de la isla. Abigail se sentó con nosotros y conversamos nos divertimos mucho. Bebimos cerveza japonesa que ella había traído en su equipaje. Nos fuimos a dormir de madrugada, aún no se veía el sol pero ya se había disipado lo negro de la noche. Nuestras sombras se recortaban en la costa como una publicidad de aperitivo.
A la mañana siguiente comencé a encontrarle sentido a las frases que había escrito. Cambiando algunas palabras, agregando, quitando, a veces alternando el orden. Hana, sin pensarlo ni proponérselo, había creado un personaje en mi imaginación que me estaba llevando por un camino de mucha creatividad.
Comencé a construir la narrativa de lo que deseaba contar, había logrado iniciar una historia con las poquitas cosas que hablamos aquella noche, y eso que no ahondamos en la vida de ninguno. Nunca le pregunté si era casada o no, si tenía hijos, tampoco hablamos de mi vida. Es que esas cosas, uno las pregunta cuando los intereses son diferentes. Nos conocimos, porque nos preguntamos la música que solemos escuchar, con qué color nos sentimos identificados, cuál es nuestro autor preferido y por qué, qué flor nos tienta para hacer un ramo en la primavera. Nos conocimos. Claro que nos conocimos. Como con nadie.
Me concentré escribiendo hasta corroborar que ya no quedaba ni pisca del bloqueo. Me entusiasmé tanto con la historia hasta notar que hacía un par de día que no la había visto pasar. Corrí a hablar con Abigail, y de paso pedirle que cerrara mi cuenta, y fue ella quien me confirmó que se Hana había ido. Lo lamenté mucho porque me hubiera gustado despedirla. Y a ella también le hubiera gustado despedirse de ti, me respondió. Pero no quiso interrumpirte, temía cortar tu inspiración. Me animé y le pedí que me pasara el contacto de ella en Brasil. Eso no será posible, me dijo Abigail. Porque Hana viajará pronto, ella vino a despedirse ¿A Japón? Le pregunté. No, me dijo compasiva. Es un viaje sin regreso, abandonado el padecimiento de una larga enfermedad.