II Concurso literario sobre el racismo organizado por el Banco Mundial en Bolivia – Segundo Lugar, categoría A
Rebeca Borda Hurtado
Hace calor, siempre hace calor aquí abajo, con el horno encendido y sin nada más que una ventana muy pequeña. Podría abrir la puerta, pero entrarían mosquitos y lo último que quiero es causarle problemas a la señora Rojas.
De todos los humanos que he conocido en mi vida, ella es mi persona favorita. Es la única que, a pesar de tener muy poco, siempre tiene algo de caldo para invitarme. Debo admitir que los humanos me asustan, no hay día que salga a la calle y no escuche: “Qué feo”, “Perro deforme”, “Mestizo”, “No dejes que se acerque al nuestro”.
La verdad… duele. Nunca me he sentido muy bien conmigo mismo. No tengo un color puro como un labrador, tengo manchas, pero no como un dálmata, soy… raro. Pero la señora Rojas, ella… ella es como yo, tiene una piel que nunca antes había visto en otro ser humano. Sí, he visto a bastante gente de todo tipo, claro, pero nunca había visto a uno con manchas blancas antes. Es hermosa.
Es triste que la gente no lo note y la tengan encerrada todo el día con este horrible calor, trabajando hora tras hora. Entiendo que le pidan siempre sus exquisitos platos, ella cocina delicioso, te lo dice su cliente favorito, pero me parece que al menos podría tener un lugar más bonito.
De todos modos, no parece molestarle, siempre luce feliz. Mi parte favorita del día es cuando prende su tocadiscos y pone “salsa”, así es como ella le llama. Aunque yo no sé por qué, sus ojos se iluminan cuando escucha ese ritmo pegadizo. A mí me pone feliz verla así.
Un delicioso aroma a pan recién horneado me hace agua la boca. La señora Rojas debe haber hecho sus sabrosos panes. Mientras tararea, saca una bandeja enorme del horno llena de humeantes bollos dorados. El calor aumenta, desearía que la habitación tuviera más ventanas.
–Se ven bien, ¿no crees, dulzura?
Agito la cola, contento, yo sé dónde va a terminar una de esas delicias.
–Claro que tendrás uno, pero tienes que esperar a que enfríe…
Ella me hace sentir especial, me hace sentir seguro. Continúa tarareando y empaca un par de panes en una bolsa de papel.
–Uh… ¿Escuchas eso? Justo después del estribillo: el puente de la canción. Creo que es la mejor parte. Si quiero animarme, bailar o dejar atrás las preocupaciones o tristezas, es en el puente de la canción que todo mi día mejora– dice, sonriendo con sus dientes frontales separados.
Y luego me da la bolsa, cuidando que no se rompa.
–Toma, dulzura. No lo comas en el camino, ¿nos vemos mañana? – y, abriéndome la puerta, se despide con su bella sonrisa.
Ya afuera, siento una gota. No tengo adónde ir realmente. Ahora otra gota. El parque no es una opción. Va a llover, tengo que buscar un refugio.
Corro por las calles a medida que la lluvia empeora. Llego a un canal y acelero al ver mi salvación. Me protejo bajo el paso de autos, hambriento. Suelto la bolsa antes de que mis panes se enfríen del todo. Me siento seguro: “Las penas se dejan atrás, estoy justo en el puente”.
Rebeca Borda Hurtado – Santa Cruz