Sagrario García Sanz
Eran las diez de la noche cuando Ángela llegó agotada y encabronada al portal de su casa, le quedaban las fuerzas justas para subir al cuarto piso en el que vivía, su bloque era de construcción antigua y no disponía de ascensor. Mientras buscaba infructuosamente las llaves por todos los rincones de su bolso, recordó que en pocos meses disfrutaría de un ascensor ya que habían aprobado su instalación en la última junta de vecinos, eso le levantó un poco el ánimo.
Las llaves aparecieron, habían quedado camufladas bajo un maldito paquete de pañuelos de papel y el adhesivo de su abrefácil había complicado la labor de búsqueda. Cuando consiguió hacerse con ellas, junto con el amasijo de celo y el plástico del envoltorio incluido, introdujo una llave en la cerradura y atravesó el portal.
Cual alma en pena, inició el ascenso hacia el último piso como si arrastrara tras de sí unas enormes cadenas y, a la altura del segundo, se encontró con Damián, uno de los vecinos, que salía a tirar la basura. No le hizo mucha gracia verle, era el que más problemas había planteado para poner el ascensor, no había hecho más que poner pegas absurdas y todo porque no quería soltar la pasta, todos los vecinos sabían que podía pagarlo, pero era más agarrado que un chotis. Tras varias reuniones tremendamente tediosas en las que Ángela había aprendido a odiar más si cabe a sus vecinos, por fin habían sido mayoría los del sí al ascensor, así que Damián no había tenido más remedio que aceptar porque la ley le obligaba habiendo mayoría simple. Curiosamente, pocos días después de eso, su mujer se rompió una pierna y no podía salir de casa. ¿Justicia divina?
Probablemente.
−Buenas noches, Ángela.
−Buenas noches, Damián.
Por fortuna, no había necesidad de mantener una trivial conversación porque no se agradaban mutuamente, así que Ángela siguió arrastrándose escaleras arriba, y Damián y su basura, escaleras abajo.
Cuando al fin llegó jadeante al descansillo del cuarto y se disponía a atravesar el umbral de la puerta de su casa, el plástico del envoltorio de los pañuelos de papel, que seguía enredado en el llavero, le jugó una mala pasada y las llaves cayeron al suelo. Fueron a parar al borde del hueco de la escalera con el llavero de la Virgen del Pilar colgando por fuera, el cual, con motivo de su tamaño y peso, sentenció la caída libre del conjunto de las llaves más el trozo de plástico los cuatro pisos abajo.
Ángela no daba crédito, no sabía si cortarse las venas o dejárselas largas y utilizarlas a modo de soga para pescar las malditas llaves. Mientras miraba enfurecida por el hueco de la escalera, oyó cómo alguien entraba en el portal, siendo Damián que regresaba de tirar la basura. Ángela aprovechó para darle una voz y pedirle que recogiera sus llaves, así que ambos se encontraron a mitad de camino y el vecino se las entregó con una sonrisa burlona, junto con el jodido plástico que seguía ahí pegado y traía de regalo, además, un amasijo de pelusas.
Ángela cogió sus llaves con toda la dignidad que pudo y le dijo un escueto “gracias” al vecino, el cual amplió su sonrisa mientras ella daba media vuelta y volvía a iniciar el ascenso al cuarto, deshaciéndose de las pelusas disimuladamente.
Esta vez se cuidó mucho de no volver a tirar las llaves al suelo y entró en su casa mientras forcejeaba con el plástico de las narices, al que acabó haciendo trizas en un ataque de furia, pero que se llevó de recuerdo una de sus uñas por delante.
−Hay que joderse, justo ayer me hice la manicura permanente.
¡Vaya día de mierda!
Precisamente, el día había estado lleno de contratiempos y, visto lo visto, no parecía tener visos de acabar. De hecho, Ángela estaba pensando en irse directamente a la cama para evitar nuevas sorpresas, pero estaba muerta de hambre y decidió comer algo antes.
Mientras se preparaba una cena ligera, no pudo evitar rememorar el día tan desastroso que había tenido. Había llegado tarde a la oficina y la reunión a primera hora con Smith & Co. había empezado de mala manera a causa de su retraso. Mierda de puntualidad inglesa, pero es que luego no había mejorado la cosa. Así que le había caído una bronca monumental y su jefa había estado con cara de perro todo el día. Para intentar compensarlo, había trabajado toda la jornada en una propuesta comercial muy atractiva para atraer a los británicos y por eso había salido de trabajar tan tarde, pero, poco antes de salir, la estirada secretaria de Smith & Co. había llamado para decirles que no habría acuerdo de colaboración con su empresa.
Y todo porque por la mañana se le había escapado el tren habitual en las narices y el siguiente había tardado casi veinte minutos en llegar a causa de una avería, por lo que, además, el trayecto habitual de quince minutos posterior se había transformado en más de media hora. Nunca se le olvidaría la cara de su jefa cuando entró en el despacho para la reunión, veinticinco minutos tarde, colorada y sin aliento, totalmente sudada y con la chaqueta del traje hecha un desastre gracias al hacinamiento sufrido en su horroroso viaje en tren. Ya estaba visualizando claramente la carta de despido sobre su mesa al día siguiente.
Entonces se acordó de que al llegar a la estación de tren se había parado un momento a darle una ayuda a un hombre que solía pedir allí y este, en agradecimiento, le había regalado un paquete de pañuelos de papel de los que solía vender, eso había supuesto el tiempo justo para que se le escapara su tren habitual.
−¡¡Maldito paquete de pañuelos de papel!! −La oyó gritar todo el vecindario.