Alabados sean Dios, achachilas, mallkus, licenciados y orinocos. Nada podía ser mejor para la hija predilecta de Bolívar, la traicionera Bolivia, que la aparición de la recua sagrada, una secta de pluridimensionales de largos dedos de pianista y amplios bolsillos de payaso. Alabado el día en que bajaron del cielo en una odisea falsa como las de Erich von Daniken.
De ellos, el Supremo, el individuo más burdo y desclasado de la especie, el llamado Evo, mezcla de imaginaciones y deseos insatisfechos, el que quiso ser blanco y lo castigaron, barbado y lo pusieron lampiño. Sin embargo no es tonto, sabe que el dinero lo compra todo, hasta lo inimaginable. Se ha abierto un nuevo paradigma: el de la mentira, el crimen organizado. Total, aunque se den cuenta los otros, le ponen colores chillones de Mamani Mamani y esperpentos musicales de los hermanos Hermosa y así pasa con sabor a fiesta.
Los alcances de esta gente son impredecibles. Su retórica bordea en la divinidad de sus líderes. Su inconsciencia en que la destrucción del país no les afecta, a pesar de que las generaciones que vienen después son mayoritariamente de la clase y/o etnias a las que dicen defender.
El capitalismo en su etapa más salvaje, de un primitivismo que literalmente arrastra a las mujeres de los cabellos y las viola en un hemiciclo parlamentario. El poder omnímodo; lo mismo la desfachatez. Esto es nuestro, era nuestro y será nuestro bajo las renovadas tablas de la ley de los profetas lampiños y sus adláteres amanerados.
Posible, claro, porque hay toda una manada de supuestos intelectuales que prestan mamotretos teóricos a la falacia, a los que compran con dádivas, cargos y quién sabe qué obscenidades y vicios añadidos, que aquí, en la Sodoma andina se hicieron pan de cada día, pan comido.
¡Ay de ti, Gomorra! En Calabria o en La Paz, que el dinero los junta y la abyección los entrelaza. Roberto Saviano, periodista italiano, no menciona mucho, o casi nada, a Bolivia en Zero Zero Zero, la crónica del negocio más lucrativo del mundo: cocaína. Pero nosotros sabemos.
Sin embargo, la gente común sigue viajando al Chapare de vacaciones, a Chimoré a tener sexo a escondidas de sus parejas. En suma, al paraíso, a los hoteles con nombre de tucán y a la cerveza helada, sin querer saber que se encuentran en el ojo de la tormenta, en el centro destructivo de lo que fuera un país, en la terminación definitiva del trabajo, la “decencia” (palabra pesada) y, lo que es peor, de la esperanza.
Ser joven en Bolivia, y casi todos lo son, equivale a suicidio. Peor que aquel dogmático y místico de la Guyana, ya hace mucho. Acá hablamos del matadero y de los jóvenes colgando patas arriba como gallinas desplumadas mientras el rebaño mugiente y amenazador corretea por las calles en surreal sanfermín.
Sus alcances… Pronto lo decoran, condecoran, posesionan, entronizan, canonizan, beatifican al Supremo. Ya Brasil dejó de ser o mais grande: Evo es o mais grande. Y el más chingón, el mero mismo, el que se tira hasta toros de lidia mientras otros le abren y cierran el zipper. Pues, adónde más en esta historia latinoamericana que Eduardo Galeano no hubiera querido, y no hubiera, retratar y retratado, porque hay que suponer que a la revolución y revolucionarios se les perdona todo, se les concede la gloria. El acto heroico de las masas embravecidas y alcoholistas parece ser el de eternizarse bajo la sombra de un falo morado por los siglos a venir. Carecen de perspectiva histórica y se han entusiasmado con lo que más fácil atrae a los imbéciles: poder.
Dios te salve María, reza una oración. A María no la salva nadie que vienen los camisas azules dispuestos a todo. ¿La Falange?, me preguntan. ¿Mussolinianos?, me preguntan. Las huestes verdes, respondo, los acullicados del infierno.