Albert Espinosa es un escritor, guionista, director y actor de 48 años que sonríe siempre, a pesar de todo. Cuando tenía solo 14 fue diagnosticado con osteosarcoma, un tipo de cáncer que padeció, como él cuenta, durante una década, hasta los 24.
Esto no quiere decir que haya salido adelante sin tropiezos (a los 46, por ejemplo, se rompió la cadera). Con la escuela de una vida plagada de enseñanzas desde la adolescencia, sostiene que cuando uno cae en el pozo de la depresión es imposible salir de ahí sin desearlo; y que para salir, hay que estar preparado a caer.
Yo lo “conocí” en YouTube, en ‘Aprendamos Juntos’, esa magnífica serie de entrevistas que, como proyecto de educación, BBVA España desarrolla junto a El País de Madrid.
Albert siempre habla de su “madre hospitalaria”, una mujer de 93 años que lo cuidó siendo él casi un niño, en una de sus tantas internaciones en las que aprendió a despedir, uno a uno, a sus compañeritos, otros que como él luchaban contra el cáncer. A ella le adjudica esta frase: “No existe la felicidad, pero existe ser feliz cada día”.
Asegura que ellos vivían felices junto a sus padres hospitalarios. Habían hecho un pacto: que la vida del que se moría se repartía entre los que quedaban y se sumaba a la que cada uno ya tenía. Y entonces, con su habitual sonrisa, sacó cuentas: “A mí con 15 años me tocó vivir 3,7 vidas en los 10 años de enfermo; más la mía, 4,7 en total”.
Ojalá nos contagiara a todos su mirada positiva. Suele decir que no perdió una pierna, sino que ganó un muñón, y que no perdió un pulmón sino que aprendió que podía vivir con la mitad de lo que tenía.
Escuchando su “ternura brutal” (frase suya que extraigo de otro contexto) se te forman constantes nudos en la garganta, y, aun así, él nunca pierde el sentido del humor. El primer tumor que le detectaron estaba en la pierna izquierda; se la amputaron dos años después. El cáncer se le reprodujo en un pulmón (tuvieron que extirparle uno) y en el hígado (perdió una parte de él). Entretanto, él mismo se encargó de enterrar su pierna amputada. Hoy, se jacta de ello: “puedo decir que tengo un pie en el cementerio (…), pero como perdí la pierna izquierda también soy el único que puede decir que siempre me despierto con el pie derecho”.
A Albert, prácticamente en la misma lógica del “memento mori” (recuerda que morirás), no le parece algo terrible morir. Es consciente de que en el próximo sexteto de años perderá a su madre. Por una cuestión de edad. Es —dicen— la ley de la vida; y dicen que hay que aceptarla. ¿Cómo se acepta la muerte de una madre o de un padre?
“Voy a perder a mi madre y estaré perdido, muy perdido. Porque al final, cuando pierdes tu faro en la vida y a la persona de la que has heredado la felicidad, la alegría, es algo que me va a costar mucho”, reflexiona aguantando el llanto. Dice que su gran motivación es querer aprovechar cada segundo de los próximos seis años junto a ella. Está convencido de que el día que la pierda “será un golpe, pero me he preparado”.
También habla de su padre, de cómo murió y de cómo le había dicho que quería morir: en un día de cielo bonito. Y así fue. Es hermoso escuchar a Albert emocionarse, al borde del quebranto, cuando lo cuenta. Mientras esperaba la hora de visitas en el hospital, tomó una foto de un cielo increíblemente bonito media hora antes de que su padre muriera; él no lo sabía, por supuesto, fue y se la mostró. Su papá le había pedido además que después de que todo ocurriera, le tomase una foto (sí, una foto de él ya muerto) y que la mirara una vez al año “para recordar cómo es vivir”.
Con el argumento de que su cáncer se hereda en el 99% de los casos, Albert adelantó que no tendrá hijos. No le teme a la muerte, pero sí al sufrimiento, por eso defiende la eutanasia. Hace un par de años declaró, proféticamente: “me moriré el 23 de abril de 2023”. Yo creo que ahora cambió de idea y que aguantará un poquito más.
Mientras se prepara para eso, como lo viene haciendo desde los 14 años, gana tiempo escribiendo libros (ha vendido millones de ellos y lo han traducido a 49 idiomas); también filmando películas y series. Pero, lo más importante, vive. Vive sonriendo de su felicidad diaria.
Ojalá fuera así para todos.
Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor