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Llorar en un atardecer de fuego

Andrés Canedo

La vida tiene sus complicaciones y ellos lo fueron aprendiendo con el rigor que la misma suele imponer. Pero al principio, desde que se conocieron, todo fue una apoteosis de amor. Las conversaciones, las comidas, las lecturas compartidas, la música, tanta (el Réquiem, de Mozart; las sinfonías de Beethoven y de Tchaikovsky; algo de Mahler; el Concierto de Aranjuez; el Bolero de Ravel; el Adagio, de Albinoni; los Brandenburgueses, de Bach; un poco de Kachaturian,  Ligeti y Penderecki…), el buen cine, escaso, pero conseguible; los cuadros de los pintores que amaban; el mirar el atardecer deshaciéndose en trazos bermellones y naranjas y trasladándolos a reflexiones hondas; y, claro, las hondas, intensas, abismales, sesiones de amor. Eran jóvenes, agudos, bellos y con la sangre espesa y ardiente. Él solía decirle, al contemplar su cuerpo moreno, “mi bella reina egipcia, mi Nefertiti”; ella le decía al compararlo con Endimión, (el de Borges) “mi hermoso pastor griego”. Cuando ella viajaba por trabajo, él sentía como si se hubiese llevado toda su sangre y agonizaba hasta su regreso. Ella, cuando por alguna razón él se ausentaba, sentía una sed inagotable que le quemaba la garganta y, al evocarlo, le ardían los pechos, los muslos, la boca y la hendidura mágica en el núcleo de sí misma.

Ambos sabían, sin embargo, con una sabiduría engendrada en lo más secreto de sí mismos, que el amarse absolutamente, como pretendían hacerlo, con total entrega y renunciamiento, era abrirle puertas a la tragedia, ya que lo absoluto es negado a los humanos. Pero ambos le esquivaban a ese conocimiento. Vivir la alegría y gozarse mutuamente era la premisa inicial de sus vidas. Y para alejar el miedo, se cobijaban bajo la cúpula de sus manos unidas, como aquellas de la Catedral, de Rodin. Los dos sabían que el conocimiento es peligroso, pero que hay que aprender a soportarlo, y para ello recurren al arte y a la sexualidad. Es así como van viviendo, Elena y Rafael, y de esa manera en un fluir completado con exaltaciones, transcurren los tres primeros años.

Él, un día al regresar a la casa, tuvo un no muy importante accidente de tránsito, y su cabeza, a pesar del cinturón de seguridad, golpeó contra el volante. Los estudios médicos dijeron que no había lesión alguna, pero él empezó a sentir cefaleas intensas que fueron aumentando en intensidad, y a partir de ellas su carácter empezó a cambiar. Eran dolores esporádicos, se presentaban cada diez días (y luego fueron incrementando su ritmo) y le duraban algunas horas, mientras que los analgésicos recetados y cambiados no tenían efecto y había que esperar hasta que el dolor cediera espontáneamente. Pero durante esos episodios, se generaban en él, una especie de ira irracional y una especie de rencor hacia los demás, hacia los más próximos.  Entonces, al principio de estos ataques, cuando Elena se acercó a tratar de acariciarle la frente, él le espetó: “¡Vete puerca! No me molestes”. Elena se sorprendió, pero con comprensión asimiló su pequeña dosis de dolor. Al ceder la crisis, Rafael se acordó de lo que le había dicho, y le pidió disculpas, expresando que no entendía de dónde le habían surgido esas palabras. Esa noche, una sesión de sexo, borró las huellas del incidente. No obstante ello, él sintió que no era el amor ni el deseo puro lo que lo movilizaba, sino una suerte de inquina, un impulso extraño de dañarla. Elena que se entregó con la generosidad de siempre, percibió que algo raro, extraño, había en las arremetidas de Rafael, y empezó a preocuparse.

El dolor de cabeza de Rafael volvió a la semana siguiente y cuando ella se acercó con una medicina y un vaso con agua, él le golpeó la mano en que llevaba el vaso y le dijo: “¡Puta de mierda, no te me acerques!” El recipiente de vidrio se rompió contra el piso, como también empezó a fragmentarse el corazón de Elena. Y esta vez Rafael no le pidió perdón cuando se calmó, y no lo hizo porque lo había olvidado. Ella acudió a la razón para perdonarlo. Los episodios (y los agravios) se repitieron con más frecuencia, el olvido de los mismos por parte de él, también. Pero permanecía en él, durante los días de normalidad, de lucidez, un resabio que le indicaba que algo estaba mal. El neurólogo primero y luego el psiquiatra, se debatieron en su impotencia y nada pudieron aliviar con el correr de los meses. Durante ese transcurrir, inclusive en los periodos de lucidez y calma, el alma de Rafael se fue endurando y sus expresiones hacia Elena, si bien no eran directamente insultos como durante las crisis, eran crueles, con una refinada capacidad para zaherir, lo que la mortificaba y la agotaba cada vez más. Ella, al principio, intentó cuidarlo, pero esa tarea se le volvía cada vez más difícil y poco a poco la fue abandonando, empezó a temerle y del miedo fue pasando, sin notarlo, al odio por aquel al que había amado con toda su vehemencia. Ella reflexionaba y se decía que tenía que vencer el miedo que la aplastaba. Cuando recurría al refugio del pasado, este se le iba diluyendo cada vez más, y se convencía que no tenía nada más que el horroroso presente y un futuro tal vez realmente aterrador. Se sorprendía de sí misma, sentía que había perdido su unicidad y que se iba convirtiendo en varias personas a la vez. Y el temor a caer en la psicosis, se fue apoderando de ella.  Se decía “es horrible la multitud de mundos y de vidas mías, mías o ajenas, ya no lo sé, que atravieso en cada momento de meditación”. Se decía que tenía que perdonar, pero empezó a sentir que la vida es cruel, tramposa, y que para ella ya no era posible el perdón verdadero, pues había sido demasiado vejada, humillada.

Por su parte, Rafael, que por lo general era ajeno a sí mismo, no dejaba de percibir la tristeza en los ojos de su mujer, su precoz deterioro, y sabía, desde una conciencia lejana que apenas se abría luz entre las tinieblas de su mente, que él era el responsable de ese daño a su mujer y todo esto lo derrotaba en tinieblas cada vez más espesas. Se decía: “Este amontonamiento de ideas, de pensamientos, de conocimientos que voy adquiriendo, me ha quitado la posibilidad de acceder a la belleza, de reconocer lo maravilloso de las cosas y de la vida. Y ahora sé también, con el más enorme dolor, que soy responsable del deterioro que le produzco a la mujer que amo. No merezco vivir”.

Por supuesto que ya no existían ni las caricias, ni el sexo consolador, ni los libros, ni la música, porque, aunque en él subsistía el deseo como una marea intrascendente y lejana, se había apoderado de Rafael, la terrible dicotomía entre el deseo y la realización. Aunque hubo todavía algunos intentos de hacer el amor, para alejar, para limpiar el dolor, Elena, frustrada hizo el balance de los hombres a los que amó, y se dio cuenta de que ya no sabía siquiera si había sido más apreciada por sus instintos en la cama, por su don de ser hembra, que por sus emociones o por su inteligencia. Ahora, era nada. Así de vacía había quedado.

Una tarde, en uno de los escasos diálogos que todavía sostenían, él le dijo:

─Siento que te estoy dañando, aunque no entiendo por qué, pero al ser de ese modo, no merezco más vivir.

Ella no sintió piedad, sino que fue asaltada por un pensamiento que sólo quedó en su consciencia, pero que no llegó a pronunciar: “Claro que no lo mereces”. Simplemente le dijo, que no hablara de esa manera. Él permaneció en silencio. Ella, en el tiempo de un relampagueo, sintió que estaba avanzando ineludiblemente hacia el desastre, hacia la catástrofe.

Esa misma tarde, Elena salió a hacer las compras. Al abrir la puerta de la casa, se encontró con una luminosidad distinta y notó, a medida que caminaba, que la ciudad era la misma, pero que, en realidad no lo era. Las casas y las calles eran las mismas, pero algún ángulo, alguna forma, no se correspondían. Fugazmente pensó que estaba enloqueciendo, pero en seguida desechó ese pensamiento. Rumbo al supermercado entró, sin pensarlo ni dudar, en una armería y compró un revolver que guardó en su cartera. Luego, mientras adquiría alimentos, notó que las personas allí, aunque eran las mismas de siempre, parecían no serlo. Algunos gestos, una pequeña variación en los labios, en la nariz o en las manos, la sobresaltaron por un instante. Después se dirigió a la casa por la ciudad que respiraba como si estuviera metida en otro tiempo y en un diferente espacio. Al entrar a la vivienda que compartía con Rafael y que también encontró extraña, percibió que el vestido que llevaba no era el mismo con el que creía haber salido, y a él lo encontró vivaz, cariñoso, sin rastros de su enfermedad. Además, hablaba y gesticulaba como en el pasado de la felicidad enajenada. “Ya llegó mi hermosa, Nefertiti”, le dijo cuando ella ingresó a la cocina donde él se preparaba un café. Se sintió halagada y feliz durante algunos minutos, pero era tan grande el peso de su dolor antiguo, que pensó que él estaba fingiendo, que detrás de esas sonrisas se escondía su enorme y ya vieja crueldad. Sacó el arma y le descerrajó tres tiros en el pecho. En ese mismo momento se horrorizó de su acción. Dejó caer el revólver y salió desesperada. El peso de lo que había hecho, le destrozaba el alma y la consciencia.

Afuera, la calle volvió a ser como siempre, y también las casas, las cosas y la gente. Notó, asimismo, que el vestido que llevaba, era el que correspondía a su recuerdo. Un alivio enorme la colmó. Reflexionó que todo lo anterior, la ciudad distinta y su crimen, habían sido sólo (pero nada menos) que una especie de alucinación. Es que los lugares, las personas, los objetos con los que se había topado, o creía haberlo hecho, no eran los mismos. Se consoló con el mal menor. Ella no había matado, no era capaz de matar, y eso era lo más importante de todo. El atardecer era un fuego que bañaba todas las cosas, tan bello como aquellos que solían contemplar con Rafael en los tiempos de la alegría. El rojo intenso del horizonte al final de la calle, derrochando arreboles, le incendió la vista por un brevísimo tiempo. Entró a la casa que era la misma de cada día: el tipo y la intensidad de la luz, los muebles con su desgaste, cada cosa donde la recordaba, ese suave olor acre que se desprendía de las paredes. A pesar del miedo que no la abandonaba, se tranquilizó, se sintió en una relativa paz. Se dirigió a la cocina y allí vio a Rafael. Estaba tirado en el piso, con tres huecos de bala en el pecho, con la sangre alrededor, con su gesto duro de los últimos quinientos días. Tuvo tiempo de constatar que no había ningún revólver en el piso, mientras caía al lado de su marido muerto y empezaba a llorar con desconsuelo.

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