Rolando Revagliatti
Parido es el niño el día de su santo.
Su tío materno, sólo él, lo duerme con facilidad.
Ya camina. En un hotel de Santiago del Estero se escabulle por los corredores.
Queda constancia fotográfica de su satisfacción montando burrito en Río Ceballos, sostenido por su papá.
Se entretiene rompiendo papeles, arrojando monedas y jugando con un cesto de mimbre y broches para la ropa. Sigue costándole conciliar el sueño.
Hace palotes un poco antes de cumplir cuatro años, guiado por una maestra jubilada. Lo operan de las amígdalas.
La mamá cuenta en una postal gigante, con motivo ciudadano, enviada a una cuñada, que su hijo extraña cuando el micro del jardín de infantes, los días feriados, no lo viene a buscar tempranito. El hijo, en cambio, disfruta mórbidamente quedándose en la cama, en especial, durante esas mañanas de calamitoso invierno.
Cursa el colegio primario salteándose primero inferior.
Sufre cuando su padre abandona el hogar y la madre llora y maldice. Lo operan de un sobrehueso en una sien.
Se alegra cuando el padre retorna. Persisten sus dificultades para descansar mientras duerme. Lee Robinson Crusoe.
Recibe como regalo de reyes su primera bicicleta. Lo sorprende y emociona. Estrábico, acude a un oftalmólogo, quien detecta astigmatismo. Usa lentes.
Estudia piano y flauta dulce. Pero, con intensidad, sólo prosigue el estudio del piano. Lee a Evaristo Carriego.
Inicia el colegio secundario. El y su primita, en secreto, se imaginan casados y papis. Las pesadillas lo hostigan.
Compone un tema musical. Colecciona estampillas. Aprueba materias con notas mínimas. Se corrige su estrabismo, operándose.
Es desflorado sin contemplaciones por una amiga de su prima, mucho más práctica. Se reitera con la misma persona la experiencia genital. Vende su colección de estampillas. Lee el tomo uno de En busca del tiempo perdido.
Fallece la madre. Anda por las calles durante la noche en que es velada. Amengua su interés por el piano. No atina a ocuparse de los trámites de internación de su padre en un sanatorio.
Se aleja por completo de la música. Culmina con zozobra el colegio secundario. Intenta en vano concentrarse en la lectura del Quijote.
Zafa del servicio militar. Trabaja en una empresa inmobiliaria. Mantiene contactos aislados con algunas chicas.
Después de pasar un domingo de sol en el country donde su patrón había inaugurado una formidable casa de tejas azules, y percatarse de que cada miembro adulto de la familia del patrón dispone de su propio automóvil, queda perturbado. Segundo intento con el Quijote.
Escribe, a un amigo radicado en Austria, frases que a éste llaman su atención en la relectura de la carta. “Redacción eleganteen ese breve tramo”, califica su amigo en la posdata. Este es el tramo: “Oh, por cierto, dormirme no es muy sencillo para mí. Antes debo leer. Cansarme leyendo. Casi siempre. Ha ocurrido que me he quedado leyendo por horas, antes de deponer mi condición vigilante”.
Trabaja en el Banco de Galicia: con sus respuestas al interrogatorio al que es sometido en el examen ideológico previo a su ingreso, logra que no se sospechen sus simpatías por el socialismo. Fallece su padre. Conoce a Beatriz. Se enamora. Pero no es debidamente correspondido. Concluye con la lectura del último tomo de la novela de Proust.
Es operado por un cirujano odontólogo de abscesos en ambos lados de la base de la nariz. Se desmoraliza cuando se convence de su carencia de talento para ganar “dinero grande”. Fallece el tío materno que lo dormía con facilidad.
Consigue un segundo empleo atendiendo un kiosco. Se angustia asistiendo a la proyección de un film en el que una camarilla de oligarcas escarnece a un hombre humilde. Recuerda a otro infeliz con el que también se había identificado: en una festichola de copetudos, Luis Sandrini era dejado en calzoncillos.
Traspone los límites de Argentina: visita Asunción. Cuando supera, con inconvenientes, las quinientas páginas del Quijoteen su tercer intento, y en franca rentrée con aquella Beatriz que parece ahora atraída por él, fallece, mientras es operado de peritonitis.