Claudio Ferrufino-Coqueugniot
He comenzado a preparar mi biblioteca. Tengo cajas y bolsas con libros míos esparcidas por la ciudad. Mucho perdido. Hay que reanimarse y colocarlos como ladrillos en los estantes. Uno a uno, con argamasa de sueño. Los que han sido albañiles lo entenderán; cuestión de oficio. Deben saber que mezclar cemento con arena y grava, a pala, es tremenda labor. Parece fácil. Primero se levanta como un volcán al que se le va echando agua en el orificio. Cuando esta quiere escaparse por todo lado hay que palear a velocidad para evitarlo, volcando el material constantemente. Al fin, preparado ya el concreto, los brazos caen de agotamiento. Falta la terrible carretilla, instrumento de tortura, para acarrear la pesada muestra a donde se necesite, a veces sobre tablas dispuestas como puentes y caminos para hacer más liso el trayecto. El cemento fresco se mueve dentro de ella como espeso caldo gris, desbalanceando al que lo transporta, arrebatándole la fuerza de los brazos hasta niveles imposibles. Los muslos duelen en la parte delantera, los tobillos todo en derredor, los pies se deslizan sudados dentro de las botas en exceso grandes. Así se han construido las ciudades. Ahí pienso en Durruti y acomodo con calma los volúmenes. No es que sea el mismo tipo de trabajo pero hay muchas cargas subjetivas en obras que no he mirado por décadas; hay nombres y olores, borracheras y sexos. Arlt me lleva a G; Istrati a Francine; Tolkien a E. Gustav Meyrink escribía en la frente del Golem el nombre de Dios. Estas letras mías, modestas, también despiertan paraísos y avernos.
Memorias de Guderian, de Victoria Kent, los Trópicos de Henry Miller, Thomas De Quincey, Badenheim 1939, Pavese, Borges, Ehrenburg, Zweig, El terror bajo Lenin, escritos de Herzen, Stepantchikovo, prosas de León Felipe, Dumas, Manuel Puig… Cajas roídas de humedad y de ratones. Seis tomos de Anaïs Nin; Retrato de grupo con señora. Páginas irreconstruibles, deshechas, ni estuco las ayudaría. Voy armando la casa como a mí me gusta, ecléctica, desordenada. Encima de la biblioteca deposito rollos de afiches que debo enmarcar. El mueble es de tres metros, cabrán cinco cuadros ya escogidos: Di Cavalcanti, Van Gogh, Jawlensky, Grosz, Alfred Kubin. Cerca de la puerta, del lado izquierdo, entrando, el largo Modigliani de hule que estuvo enrollado por veinte años. Al frente pondré un póster del Museo de Jersey City: Ben Shahn and The Passion of Sacco and Vanzetti, September 12-December 16, 2001, resabios de una otrora gigante colección que tuve que abandonar. Extrañaré a Chagall, a los mogules de la India, a Diego Rivera y a los naïfs franceses. Pero ahora tengo otro espacio, otro rumbo, cama vacía y música de sobra.
“Bonito tu cascabel, vida mía ¿quién te lo dio?”. “Ay, cómo rezumba y suena”.
Pregunté desde Puebla, a Elena y Omar, acerca del océano en Veracruz. Andaba yo entre Cholula y Tlaxcalantongo, lugar donde quemaron al cabrón Primer Jefe, Carranza. Pregunté más a mis compañeros de trabajo que habitaban en la frontera de Oaxaca y el estado de Veracruz. Conozco muchos sones y danzones, he visto el mar de Cancún que supongo parecido. Mis amigos, de ese borde vegetal en el escondido sur, eran pequeños como pigmeos, cabezones, trabajadores como chinos: Eladio, Remberto, la pareja de Eladio, muchacho cuyo nombre no recuerdo, y varios tantos y sus mujeres: Caritina… con quien amasé pizzas en las noches de la Tower Road y Liverpool Street.
Encontraré, espero, un librito de Alianza Editorial sobre la muerte de don Venustiano. Lo escribió Martín Luis Guzmán, nombre que me liga a mi padre y sus lecturas que me apropié. Ahora Bolivia; no hay mexicanos, como si parte de mi entorno hubiese desaparecido. Retomaré la infancia, rememorar los campos que se extendían más allá de la Phajcha, desandar un camino pero no en sentido negativo. Obviar por hoy la notable influencia que tuvo México y su gente en mi carrera brutal de inmigrante. No fue de rosas aquel lecho pero no me quejo, no me lo reprochará el valiente Cuauhtémoc. Hoy me siento en un sillón negro y observo la cordillera. En las noches hay demasiadas luces pero a ratos me parece percibir faroles de camiones bajando de Morochata por el camino del Liriuni. En la niñez era acontecimiento, había misterio, tierras lejanas y legendarias, imaginar la soledad de los choferes, la carga humana, de ovejas y legumbres, amodorrada en la carrocería, inmune al tiempo. No más canciones de la cárcel de Orizaba, Chalino Sánchez y Nieves de enero. Me he ido de Michoacán y Nayarit, he dejado a Martín Trujillo-Rubio solo a cargo de Jalisco, en la entrada del Mictlán que no tiene a Cerbero como guardián sino a Juan Rulfo.
Divago, digresiono, hojeo páginas que huelen a guardado, chullpas de una literatura que me formó y sobrevivió en memoria mientras deshojaba alcachofas y cargaba papas dulces.
Un solo tomo de los Buddenbrook. El segundo me lo robó un comunista del PCB, sin embargo agregaré que tal vez no por comunista sino por culero. Recuerdo a Knut Hamsun, en Bakú, en cine, en el hambre. A Kierkegaard. ¿Dónde están aquellos libros y películas? Ser gitano tiene sus ventajas pero se necesita un peculiar espíritu del que carezco. En tanto movimiento perdí mucho y me arrepiento. Pero ¿qué otra cosa es este Gólgota? Historia del desvanecimiento. Evanescentes, hombres en baño María.
Más de un mes que no cocino, cerradas están las bolsitas de comino y urucú. Quise caminar un par de cuadras a comprar un kilo de Huaycha Imilla pero me quedé, permanecí con un vaso de agua tibio, pensando en cosas que hoy no explicaré. Ayer vi un hermoso poncho de Ravelo pero me contuve. Rayado, de púrpuras, índigos y negros. Si no me molestara la espalda tomaría una flota a Villa Abecia esta semana, o a Betanzos. Me han entrado ansias del sur. Debo esperar, cuánto no sé. Pero a terco, a veces bravo, no me ganan. También prometí a una amiga, en medio de la pampa húmeda, ir a buscar libros que guarda para mí: Jodasievich y Malaparte. Conversábamos ayer mientras ella hacía un potaje para su suegra Rosa, con zapallo, setas, y hierbas paranaenses. Si añadiera algo de bagre saldría una magnífica moqueca de peixe, pero ella sabrá.
Las once y cuarto. A las doce, almuerzo de pensión con Ronald. En Cochabamba, como fue en la capital, en Filadelfia y Nueva York, en el mercado de langostinos y con strippers. Treinta años en los Estados Unidos, cuarenta él, y mucho juntos vivido. Viajaba yo en mil novecientos ochenta y seis y miraba desde la ventana del bus los rascacielos de Presidente Prudente, en el Brasil. Viene a mi memoria porque escucho un corto tratado acerca de la prudencia. No me ha tipificado, por cierto, pero a palos mejoro.
Primera página de Las hermanas Vatard, de Huysmans: “Dieron las dos de la madrugada”. Aquí dan las once y media. Desempolvo el libro prologado por Vicente Blasco Ibáñez. ¡Ah, la literatura francesa!