Andrés Canedo / Bolivia.
Ella y él bailaban tango. Bailaban juntos, eran pareja. Eran amigos. Bailaban como profesionales. Eran profesionales. Pero el profesionalismo iba más allá del conocimiento y del dominio técnico. A estos, le sumaban la expresión de los sentimientos, la emocionalidad pura. Era eso lo que los hacía diferentes a tantas parejas de bailarines, y que lo mostraban al enamorarse en el transcurso de la coreografía, al amarse, aunque sea, en los personajes que representaban. Se estrechaban, se juntaban, se miraban intensamente; pecho contra pecho, vientre contra vientre, pubis contra pubis. Ella joven, él viejo. Pero el amor surgía, alentaba, vivía. Los pies y las piernas hacían prodigios, creaban figuras deslumbrantes, pero eso, más que técnica, venía impulsado desde el apego. El amor que el hombre y la mujer, desde la vivida simulación en el baile, sentían el uno por el otro, el amor que ambos sentían, también, por la música, posibilitaba el prodigio. En los momentos culminantes, los labios de él y de ella, se acercaban a un centímetro de distancia; él ajustaba el abrazo en los hombros de ella y la traía hasta que los labios casi se rozaban. Los espectadores ansiaban el milagro que no acababa de realizarse. Talvez ellos, secretamente, pregustaban de la boca próxima. Ella, de espaldas a él en un momento del baile, apoyaba su cabeza en el hombro del hombre, llevaba su mano de cielo hasta el rostro masculino, le rozaba la boca y la llevaba volando como una paloma de luz, hasta su boca ansiosa y aspiraba para absorber el aliento de su compañero. Cada uno en su mundo unido al del otro, sintiendo al otro. Así bailaban, así se deslizaban por la pista o el escenario, hasta que finalmente, con el último acorde, ella caía, rendida, a los pies de él. Pero a pesar de tantas emociones, sobre todo eran personajes.
En sus ratos de descanso, en los momentos de estar consigo misma, ella reflexionó sobre el riesgo de esas emociones, que no eran sólo de los personajes, sino de las personas; de ella y de él. No sabía si por el embrujo de la música, si por la magia de la danza, por instantes sentían que ya eran más que los que representaban; que sus individualidades, que Mario y Marta, eran quienes en realidad estaban envueltos, amenazados por las acechanzas del amor. Él, en cambio sabía, que era Mario y no únicamente el personaje quien sentía, que era Mario quien amaba, era Mario quien deseaba entregarse y poseer a la joven mujer que se enredaba con él en medio de las apasionadas piruetas del bailar; sabía que era más que eso, que lo que él entregaba en la danza, era, en verdad, una especie de confesión. Sin embargo, sabía también, que no podía decir nada; que el ser humano, más allá del artista, debería permanecer mudo, sofocar sus sueños y sus pulsiones, sufrir su amor en silencio. Ella, sin embargo, tomó una decisión y le dijo:
—Voy a seguir bailando contigo, todo el tiempo que quieras, pero con una única condición: debes prometerme que jamás procurarás que pase nada entre nosotros, que nunca ni siquiera lo sugerirás. Yo, por mi parte, estoy convencida de que así debe ser.
Él, razonable, herido, pero sereno, le aceptó el planteamiento.
Así siguieron bailando, entreverados en la ficción y con el amor rondando como el viento, buscando abrirse paso en medio de esa barrera de cuerpos fusionados, de almas colgadas la una de la otra. Una noche, sin embargo, un movimiento no exactamente medido, determinó que las bocas se rozaran, que un relámpago que sólo ellos sintieron les quemara los labios y estallara en sus corazones. Y el público que deliraba, que lloraba, que aplaudía más de lo que siempre lo hacía. Al terminar la función, no se dijeron nada, pretendieron que nada había pasado, o que, si algo había sucedido, debía ser y estar borrado, olvidado, eliminado para siempre. Al regresar al hotel, él hizo el gesto de despedirse frente a la puerta del cuarto de ella, ella lo miró como siempre, pero con un leve matiz diferente, y ambos simultáneamente se lanzaron a buscarse con avidez las bocas y luego, casi se arrancaron las ropas e hicieron el amor con la desesperación de náufragos agarrados a un madero, con la alegría de avizorar finalmente la costa, con la certidumbre momentánea de haber encontrado la salvación. Navegaron así, por el mar del deseo tanto tiempo contenido y finalmente liberado. Se amaron toda la noche, con arrebatado ímpetu primero, luego con la más delicada de las ternuras. Los esbozos del amanecer, les vieron por fin cerrar los ojos y descansar.
La noche de ese día bailaron, y bailaron muy bien. Talvez se sumó a la perfección de su danza un resplandecer inédito. La fuerza, la emoción, vinieron desde la verdad. Ella, más hembra, más bella, más deseable que nunca. Él, más altivo, más confiado, más desafiante. Caminaron y giraron en el escenario, accionados por los ángeles y demonios que los habitaban, con gracia, con fuerza, desparramando luces. En las noches de hotel, se siguieron entregando con voracidad al principio, con mansedumbre total, al final. Pero con el transcurrir de los días, el baile empezó a fallar. Es que los sentimientos entorpecían, por momentos, a los movimientos. Un pie que avanzó cinco centímetros demás, una pierna que giró a destiempo. Y así, la coreografía se fue desajustando porque el amor, ya no quería la simulación, sino el arrebato verdadero. El público empezó a ralear, el baile, finalmente, fue suspendido. Pero ellos, claro, tenían su amor y se empecinaron en vivirlo. Y lo hicieron durante un tiempo, hasta que la penuria empezó a acosarlos. Debían bailar, que es lo que sabían hacer, pero no debían, no podían hacerlo juntos. El amor que los unía se interponía al éxito. Tendrían que buscar nuevos acompañantes. Se despidieron sin estruendos, con enorme cariño, con la terrible certidumbre de que la necesidad, con mucho de injusticia, los dirigía.
Volvieron a bailar, con parejas nuevas. Eran dueños de una técnica perfecta y pudieron hacerlo. El dinero regresó, aunque no como antes. Bailaban, recibían aplausos y vítores, pero se les había vaciado el alma. Luego de la presentación, en una noche de tristeza, Mario empezó a creer en el destino ilógico, incomprensible, que plantearon los trágicos griegos. Sabía que estaba pagando. Marta, en su soledad reflexionó qué clase de mundo, qué clase de vida era esta, que estimuló su egoísmo, pues para comer, debió traicionar al amor humano, que era más grande que el amor a la danza, a las proteínas, a los carbohidratos, y al tango mismo. Pero sabía que ese amor disfrutado, como el tango, tuvo un marcado y rotundo final, y que, ahora, nuevamente danzando, ella caía rendida a los pies de alguien, de otro, que no significaba nada.