Claudio Ferrufino-Coqueugniot
De espectros lleno el aire que revolotea en el vacío, las delgadas cortinas de tul en tiovivo por sobre mi cabeza. Dormito sol de junio, calienta el cuero del sofá, dulzor de años mozos en las piernas oreadas. Espacios vacíos de los muros para cuadros que descansan y vendrán.
Disfruto de la belleza en líneas del trágico Vsévolod Garshin, mientras veo un video de la invasión de los hijos de Gengis Khan a Rus, en las regiones de Kursk, Donetsk, Chernigov, donde ochocientos años después se sigue combatiendo sin piedad.
He conseguido varios libros usados estos días, en recuerdo de mi hermana María Renée. Ahora que se acerca el sábado podríamos estar conversando en su departamento mientras ella hace solitarios. Café, Coca Cola, papa frita, pop corn, lujos de la modernidad, sencillez rápida y eficiente para discurrir acerca de la existencia, de lo que fue y pudo ser.
Escribe Robert Desnos, hablando de Isidoro Ducasse, “que se llamó a sí mismo conde de Lautréamont”: “Lautréamont ha muerto, ¡malhaya de su cadáver! Y ya que su obra está a punto de propiciar nuevas academias, arrojémosla al fuego.
Y estemos atentos, atentos para derribar todo nuevo ídolo”.
Es un texto traducido por Alejo Carpentier. Desnos… Las memorias de Ilya Ehrenburg le dedican un capítulo, oda al amor y a la muerte, haciendo el autor judío énfasis en la pasión del poeta por su pareja Youki, que fuera amante de Foujita. Para ilusionados e ilusos, el amor preserva de la muerte. El ensayo de Robert Desnos sobre Ducasse y su obra es breve, complejo, grato de leer y complicado de desentrañar. Tal vez no, quizá me confunde el oráculo encerrado en mi cocina cantando letanías, la sibila que creyéndome Pausanias anuncia lo letal del destino. Lo cierto es que leyendo me acuesto y en algo, poco, eso me protege de la deformidad de los sueños en donde vivos y caídos intercambian máscaras y un dibujante de cien años antiguo retrata caminantes en puentes con rostro cadavérico, Alemania, principios de siglo. Soldados zombies rusos atacando germanos en alguna torre de 1915.
Gloria me regala un facsímil de los Cantos de Maldoror. Luego viste malla enteriza blanca y se mete en la piscina de Quillacollo. Mojada, la tela deja ver su hermosísima sombra triangular, génesis de geometría, fascinación trigonométrica por la arista inferior, el triángulo de cabeza, síntesis del origen de la locura, el verbo en forma de bozo que nadaba por las aguas. Pierdo la cabeza, me ahogo, ella corre en desesperación y se arroja en manos de la policía. Me disparan, muero; subrepticiamente, en mi velorio la introduzco en el ataúd y lo clavo desde adentro. Quiero que ella sea el gato de Bierce, que viva de mi despojo por meses, cría de avispa negra de alas rojas, nina nina; vuelas, lachiwana gloriosa y fantasmal, tu vuelo es sutil, no de moscardón cabezudo, de pasos delgados buscando tarántulas en el campo que se extendía detrás de casa, terrones de greda, hormigueros. Tu forma detrás de la malla, tu metro setenta y ocho, veinte centímetros de vello rizado, brilloso, casi azul. Herida esparcida de rocío.
New York. Gotean las paredes del Chelsea, se diría que sangran, que remojan lo seco de los pasteles con que retratas, grafito, carbón de desnudos en silueta. La escalera interior guarda silencios aulladores, monos salvajes de abiertas fauces, dientes de tres pulgadas caníbales. Hay un lugar escondido por las nubes en el Congo, lo habitan poderosos hombres de espalda de plata, repentinas carreras de peludas piernas patizambas. Desaparece cuando las nubes se retiran. Misterio, siempre, desde que leí a Henry Morton Stanley, In Darkest Africa, y crónicas que contaban que los guerrilleros del Che caían de las canoas, se hundían en los lagos para ser devorados por hipopótamos. Mal sueño, otro de tantos, que ni la dulzura de los versos a Youki pueden borrar. Se esfuman, como las montañas secretas, pero están ahí, presentes, nada impide que transformen en cuerpo al momento, el preciso, el de tus cartas esfumadas, palabras dernieras que pronuncié y no me acuerdo. Amanece, cualquiera diría de lo majestuoso de la creación, de la luminosidad del viento. Pero no, quizá sea una más de las burlas del Maldoror. Hay otro splash en el líquido, un nuevo monstruo marino con pico de calao en extremo inflado y el color de la sangre, a veces de frutilla pero también de mora.
El Diccionario geográfico boliviano, de René Gonzales Moscoso, dice del Chimoré que es un río que nace en Misiones Abandonadas y desemboca en el Ichilo. Busco estas misiones en la red virtual, supongo que tienen que ver con las jesuíticas, pero no encuentro el peculiar nombre por ningún lado. Anoto las coordenadas, lo mismo, no hay rincón en que halle las tales fantásticas “misiones”. Continuaré indagando al paso de los días porque me extraña. O hay que dejarlo sin explicación, como un poema de Oliverio Girondo, o como los vértices de un sexo de alquiler de trazos surrealistas con claroscuros de pizarra y basalto.
Lo memorizo en viaje sin fecha cronológica, desde la altura del puente. Aguas en desvarío, oscuras, similares al lomo de una bestia negra que repta y enrosca, que engulle su cabeza y jamás muestra ojos. No se puede luchar contra pesadillas sin ojos. Pasé muchas veces y jamás me detuve, bastó una visión para que aprendiera del apocalipsis, además de que el fin tiene el tenue casi dulce sabor de tentación. Y, como Garshin, terminamos arrojándonos por el vacío, volando sin alas de arcángel ni garras de Lucifer.
Tediosa cerveza. Saudosa maloca. En el fondo suena Sultans of Swing. Nada alrededor fue antes. Rodeados de párvulos, pequeños cuervos emplumando, nalgas firmes de yunque metálico, caipirinhas de barato ron, cigarrillos Derby dos por un peso. No fumo pero me diluyo en los arabescos claros del humo en contraste con la noche. Me prometo llegar a casa y si es que el metanol no me ha hecho ciego, leer sobre Severino de Giovanni, cuarenta años tieso en mis lecturas. Rosas rojas frescas decoran la ignota tumba de Paulino Scarfó.
Boris Godunov. Mussorgski, el falso Demetrio. Hojeo Tientos y diferencias, ensayos de Alejo Carpentier publicados en Montevideo, 1967. Conversaban Becerra y el recordado Roberto Burgos Cantor sobre él y Lezama. La Habana, olas rompían en la pared del malecón. No rezo, no hay oración para mí. Plegarias de cien, doscientas páginas. Mi única y solitaria aproximación a lo sagrado este año ha sido una deliciosa tostada en el vestíbulo de las monjas clarisas, añadido un suave dulce de almendra. Monjas de claustro, a veces se ve una cofia, una sandalia. En la iglesia detrás de una reja han puesto un maniquí con la vestimenta de la orden que al cerrar los portones queda solo. No sé si baila entonces la sacra calva, de cera o carey, con Cristo o con los legionarios romanos. Un lado del edificio huele a refresco hervido de maíz tostado; el otro exhala coágulo.
“Montes chapeados: Montañas de la provincia Sud Cinti, al norte del río Pilaya”.
“Poconota: Yacimiento aurífero al sur del río Yura, provincia Nor Chichas”. Hermosos tejidos claros por allí. Awayos para ángeles.
“Misericordia: Cachuela en el curso del río Madera”. Dios te salve, María, y Gloria te salve, y Pilar te salve, y Silvia te salve. Geografía de sus glúteos, palabras fallecidas de inanición; no las grabé para no recordarlas. Mudas quedaron, pero pálidas y morenas. Piel de libro, dermis que leo y no acaricio.
Tiemblan tus muslos como resfriados. Lees a Saint-John Perse. Agria la mandarina, limón verde y color sol, “¡agrios cuerpos de las mujeres bajo las faldas!”. La otra, fiero cabello de crepúsculo, hidra de velas encendidas y a veces, algunas, delicado rosa de guayaba.
Dice el ciego Borges: “El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una desilusión”. Se ríe de nosotros en la tumba de Ginebra, con brillo pastel de dientes postizos.