La exigencia de “lealtad a ciegas”, la descalificación sin argumentos de las opiniones críticas, la animosidad con organizaciones y movimientos que escapan a su control, la ausencia de explicaciones ante denuncias de corrupción y la patética intervención para la asamblea general de la ONU, confirman que en la conducción del país no tenemos a un estadista.
Tampoco es un demócrata. El presidente Andrés Manuel López Obrador está comprometido con una nebulosa idea de justicia social de la que él se declara intérprete y ejecutor, independientemente de leyes e instituciones. No gobierna para todos, desatendiendo así su obligación constitucional. Su ejercicio del poder es autoritario, distante de la política que en las sociedades modernas es conciliación constante. Para nuestro presidente la pluralidad es un estorbo y por eso la desdeña o la combate.
Un estadista reconoce y auspicia la diversidad, entiende que la vida pública no es tal sin contrapesos, escudriña la realidad más allá de la coyuntura, no requiere fidelidades sino el cumplimiento de las leyes, trasciende el aldeanismo y el nacionalismo epidérmicos para asumir a la globalización como fuente de oportunidades y no como un peligro.
Un demócrata reconoce el papel indispensable de la prensa, con frecuencia incómoda pero que mientras más profesional es mejor indaga, devela y cuestiona, contribuyendo al escrutinio de los asuntos públicos. Instalado en la antípoda de esa certeza democrática, al presidente le molesta la prensa que no aplaude.
En un intento para documentar esa desazón, el licenciado López Obrador mostró un defectuoso análisis de contenido de la opinión publicada en siete diarios. Los artículos y columnas de un solo día fueron clasificados en una réplica de la apreciación maniquea que el presidente tiene de la sociedad: buenos, malos e incoloros o, como indicaban las tablas que presentó el viernes 25 de septiembre, positivos, negativos y neutros. Esa es la manera más elemental, e ineficaz, de análisis de contenido. Los matices que hay en el comentario de los asuntos públicos, así como los argumentos y datos que pueda ofrecer cada autor, quedan borrados en esa búsqueda del blanco y el negro. Así como quiere escindir al país entre partidarios y adversarios suyos, el presidente sólo encuentra aclamaciones y abucheos en la prensa de opinión.
El solo hecho de que un articulista se ocupe de su gestión le parece sospechoso (“somos clientes predilectos”). No puede ser de otra manera cuando los asuntos públicos más notorios siguen tan concentrados en las acciones y omisiones del gobierno. Los comentaristas políticos, por cierto, no necesariamente escriben sobre “la 4T”, que es una denominación que se usa para la propaganda, sino acerca del gobierno —lo que hace y dice el presidente, entre otros temas—.
El presidente quiso demostrar que como en la prensa hay opiniones críticas, entonces en el país se respeta la libertad de expresión. Al hacerlo, incurrió en nuevamente en estigmatizaciones contra medios y periodistas. Como señaló el viernes en El Economista el Dr. Jorge Bravo, presidente de la Asociación Mexicana de Derecho a la Información:
“Cuando un funcionario público descalifica, denuesta o le atribuye sobrenombres a periodistas, comunicadores, analistas o intelectuales no sólo exhibe un desprecio por la libertad de expresión, también alienta actos de violencia, discriminación, intolerancia, discursos de odio y abusos de poder. La situación es aún más grave cuando las descalificaciones provienen directamente del Ejecutivo Federal, porque otros actores se sienten legitimados o impelidos para atentar contra las libertades informativas si desde la tribuna más elevada se emplean expresiones denigratorias, se emiten burlas o se asignan etiquetas para demeritar el trabajo periodístico, opinativo o de análisis de profesionales y medios de comunicación, creando con ello un clima de intimidación”.
Esa explicación será considerada como “negativa” en los rudimentarios análisis de contenido que hacen el Palacio Nacional. La manía para ver sólo adherentes y rivales en los medios le impide a López Obrador apreciar las causas de la opinión crítica. El interés para mostrarse como víctima de una maquinación conservadora lo lleva a sostener que nunca “desde el tiempo de Madero” la prensa había cuestionado tanto a un presidente.
Una sencilla visita a las hemerotecas demostraría que esa apreciación es falsa. Los periódicos mexicanos, dominados por posiciones de derecha, fueron notoriamente críticos con el general Lázaro Cárdenas. Hacia la mitad del siglo XX se abrió una triste etapa de sujeción de la mayor parte de la prensa a los designios del gobierno pero ya en los años noventa teníamos periodismo de opinión, y más tarde periodismo de investigación, que reprobaron y exhibieron abusos y torpezas de los gobiernos del PRI y el PAN. Muchos de los autores que ahora disgustan al presidente porque publican textos “negativos” cuestionaron a Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y/o Peña.
Ninguno de esos presidentes se enfrentó con los medios como ahora hace López Obrador. Ceñido por la concepción polarizada que se empeña en construir, nuestro actual presidente no se pregunta por qué la opinión crítica es tan abundante. No lo hace porque, entonces, tendría que reconocer los numerosos desaciertos de su gobierno. Pandemia y economía siguen requiriendo acciones de Estado pero el encargado del timón se ocupa en otras cosas.
Lealtad absoluta: para el presidente los reclamos de las organizaciones de mujeres que denuncian el descuido en la política gubernamental para la igualdad de género y una violencia que no cesa, se deben a que están infiltradas por antagonistas suyos. Centenares de destacadas mujeres en posiciones de representación y gestión política, en los medios y en la academia, respondieron con inteligente sarcasmo: #LaInfiltradaSoyYo.
El presidente también insiste en politizar y polarizar el litigio por el agua en Chihuahua. En represalia por la protesta de los productores agrícolas, el gobierno federal suspendió las reuniones sobre seguridad pública que tenía con el gobierno de esa entidad. Los motivos de López Obrador para excluir al gobierno de Chihuahua de las sesiones en donde se define la estrategia de seguridad pública son inaceptables: dice que en esas reuniones se tratan “asuntos de interés nacional” y a ellas asistían personas de un partido de la oposición. ¡Pues claro que así ocurría, porque en Chihuahua gobierna el PAN! En la patrimonialista concepción del presidente, los funcionarios de partidos distintos del suyo no deben intervenir en decisiones importantes junto con el gobierno federal. Esa gravísima apreciación facciosa implica la abrogación del federalismo.
El 8 de septiembre la señora Jessica Silva, que regresaba a Delicias después de participar en una manifestación por la defensa del agua en Chihuahua, fue asesinada a balazos por elementos de la Guardia Nacional. Su marido fue gravemente herido. El crimen exacerbó la irritación contra el gobierno federal en esa zona de Chihuahua y el gobernador Javier Corral se comprometió a que habría una investigación completa para que la agresión no quedase impune. Ahora sin embargo el subsecretario de Gobernación, Ricardo Mejía Berdeja, le exige a Corral “una disculpa pública” a la Guardia Nacional. En ese mundo al revés diseñado con las anteojeras de la polarización, Mejía y el presidente López Obrador soslayan la responsabilidad de la Guardia Nacional en el mencionado crimen y, al mismo tiempo, demoran la solución al diferendo por el agua que se entrega a Estados Unidos.
El presidente no sólo considera que sus subordinados le deben lealtad a ciegas. Además exige que los gobernantes electos que forman parte de otros partidos le tengan disciplina absoluta y, cuando le haga falta, oídos sordos. El rechazo a la interlocución con los poderes locales y con quienes no están sometidos a sus puntos de vista llevó a López Obrador a prescindir del Consejo de Salubridad General que es el espacio, dispuesto por la Constitución, para el manejo de emergencias sanitarias como la que seguimos padeciendo.
Esa animadversión al desacuerdo suscitó la ira del presidente cuando Jaime Cárdenas Gracia renunció a la institución supuestamente creada para administrar los bienes recuperados por el gobierno y que, según el testimonio de ese jurista, ha resultado ser un instrumento de corrupción. El llamado instituto para devolver “lo robado” es antítesis de la cruzada moral que propone su paradójico nombre. Con el doctor Cárdenas Gracia se pueden tener muchas diferencias pero su honestidad en este caso ha quedado documentada. Los epítetos que el malagradecido presidente le dirigió a ese investigador de la UNAM no reemplazan a las explicaciones y, en su caso, las acciones judiciales para sancionar la malversación de recursos públicos que Cárdenas denunció en su renuncia.
Lealtad ciega, por fortuna, no hay entre todos los funcionarios del gobierno federal. Tampoco debería haberla por parte de ninguno de los ministros de la Suprema Corte que resolverán sobre la extravagante solicitud de López Obrador para que se someta a consulta el enjuiciamiento a los ex presidentes por delitos que no han sido definidos, comprobados ni juzgados. Si hay elementos de prueba para encausarlos, el mismo presidente López Obrador podría interponer una denuncia judicial. Pero no es justicia lo que busca, sino propaganda y polarización. De la Corte depende que la ley y sus procedimientos sean reivindicados, o que sea reemplazada por el cenagal y el espectáculo.
Al mencionar a Mussolini con un deslumbramiento elemental y provinciano, el presidente López Obrador exhibió ante el mundo mundial las limitaciones que, con su gobierno, padecemos los mexicanos. El penoso mensaje a las Naciones Unidas (con todo y la disparatada mención al avión que rifó pero siempre no) es palmario retrato de nuestra crisis. En el peor momento, con las peores dificultades (pandemia sin control, economía desastrada, inseguridad desbocada) carecemos de un gobierno con visión de Estado.