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¡Larga Noche de Comidas!



El ambiente era parecido al de una verbena, una feria o una kermés. Los viandantes, con anticuchos, latas de cerveza o manzanas acarameladas en manos, caminaban despreocupados pisando montones de basura acumulada en las aceras y la calzada de El Prado. Las ondas de la música a todo volumen, que salían de las tarimas improvisadas que había en la avenida, hacían vibrar el piso y los vidrios de los vehículos. No eran las notas serenas de Chopin, Gardel, Eagles o The Beatles. Eran los tonos chillones del reguetón y la cumbia, con sus respectivas letras picantes y rijosas. La Larga Noche de Museos (LNM) parecía una bacanal pública o una fiesta gastronómica, todo menos una plácida noche cultural.
Todo parecía indicar que, al igual que muchas otras cosas en la vida, este evento cultural había comenzado decaer. Y es que ¿qué tenía que ver la Basílica de San Francisco con la Cervecería Boliviana Nacional? ¿Cuál era la relación entre el Museo Nacional de Arte y las demostraciones gastronómicas que se hacían en la Plaza Riosinho? ¿No se suponía que debía ser una noche de museos y cultura solamente? Pero vayamos al meollo del asunto: ¿qué es la cultura? Al final, y también como muchas otras cosas de este mundo relativista, el concepto de cultura terminó abarcándolo todo y, por abarcarlo todo, terminó siendo nada. Porque si las cosas se relativizan hasta un banal extremo, tanto una composición de Bach como un algodón de azúcar pueden ser asumidos como cultura y situados en el mismo nivel.
El consumismo se apropió de un evento que más bien debería mantener un objetivo solamente espiritual e intelectual. Es que, ya que las tabernas y las fiestas no cesan de funcionar durante todo el año, el ciudadano debería tener una noche reservada únicamente para la buena cultura y el conocimiento. En ciudades bien organizadas como Buenos Aires, Montevideo, París o Madrid, las jornadas culturales son eso mismo: jornadas culturales, y están celosamente reservadas para la cultura; en ellas no tienen cabida el folclore populachero ni, mucho menos, el expendio de bebidas alcohólicas en las calles; en tales jornadas, son la arquitectura, los muesos y el buen arte los únicos protagonistas.
Yo no estoy en contra de que cocineros y comerciantes vendan sin parar hamburguesas, salchipapas y cremas chantillí en una fría noche paceña de otoño; tampoco estoy en contra de que jóvenes y adultos salgan a regodearse con la música de su preferencia y con el trago que quieran beber. Pero sí estoy en contra de que se mezclen la gimnasia con la magnesia. Es como si en un evento destinado a la comida, el licor, el reguetón y la euforia se entrometieran Mozart, El Greco y las librerías de literatura y filosofía. Sería una mezcla absurda, además de desagradable, y quien protestara por aquella intromisión de aburridos elementos ajenos al hedonismo estaría indignado con justa razón.
Pero, a decir verdad, pienso que la LNM nunca funcionó muy bien porque creo que nunca contribuyó mucho a la ilustración de la ciudadanía que asiste a ella, toda vez que cada año se registran filas de manzanos enteros para ingresar en un solo museo. Para colmo, una vez se está dentro, la bulla de las nubes de visitantes hablando al unísono hace que uno no pueda escuchar la explicación que brindan los peritos y los objetos que el museo atesora se ven con mucha presión, casi a vista de pájaro, sin el tiempo suficiente para apreciarlos con detenimiento y deleitarse, so pena de ser echado por los empleados de la institución. Entonces la experiencia no puede no terminar siendo frustrante. Así, ¿qué valor tiene entrar gratuitamente en una galería o una pinacoteca? Haciendo las sumas y las restas, aquel que realmente desea darse un baño cultural apreciando los objetos que guarda un repositorio, preferirá pagar su entrada yendo cualquier otro día.
Hace un par de años, Mario Vargas Llosa dijo que ver El jardín de las delicias del Bosco (exhibida en el Museo del Prado) un día en que no había nadie, estando solamente él frente al cuadro, le produjo una sensación particular; según dijo, pudo comunicarse íntimamente la pintura, captar su mensaje, en una comunión misteriosa. Es que las obras de arte ¿no están hechas para ser contempladas con algo mucho detenimiento, sin el ruido de la cumbia retumbando en la calle, sin el aliento etílico del acompañante o sin las masas de visitantes que vociferan al lado de uno?
Para prevenir esta situación, quienes organizan este tipo de eventos deben ser personas muy versadas en el campo cultural y humanístico, no populacheros que, además, rindan culto al consumismo. De no ser así, en futuras ediciones la LNM podría terminar siendo un evento chabacano, uno más de los que ya hay en el acervo boliviano.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario

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