Fueron las elecciones más apresuradas. Al verse perdido, Pedro Sánchez adelantó reparto de cartas. Típico de él, uno de los líderes socialistas españoles más audaces.
Al apurar las cosas, logró poner un freno al desgaste de su gobierno, lastrado por las actitudes infantiles de Podemos. Y es que Sánchez se conoce a sí mismo. Es un lobo de campañas y se mueve muy bien en situaciones límite, que él mismo precipita.
El panorama era gris y terminó lleno de luz. El PSOE no sólo recuperó vigor comparado con los comicios de 2019, reconcentrando el voto de izquierda a su alrededor, sino que usó letalmente el reproche de que un gobierno PP-Vox iba a ser un retroceso. La estrategia fue tan efectiva que el mismo PP corrió por esa senda, tratando, a su vez, de quitar votos a Vox para quedarse con todo el electorado de derecha. El bipartidismo se ha fortalecido.
Tienes éxito cuando el adversario te secunda. A Sánchez le acaba de pasar.
En las elecciones del domingo, España volvió a entramparse, pero hay más viento para la continuidad de Sánchez que para un recambio con Feijóo. Aunque el PP ganó los comicios, no tiene aliados disponibles. Si se junta con Vox, partido nacionalista incómodo, ya no podrá pactar con formaciones independentistas menores como el PNV o Junts. Es un camino lleno de piedras.
Para Sánchez las cosas se ven difíciles, pero más viables. Ahora podrá establecer un gobierno de coalición con un frente de izquierda que ha diluido a Podemos a su mínima expresión. Ha sido la propia Yolanda Díaz (Sumar) quien liberó a España de Pablo Iglesias. A ello puede sumar a alguno de los independentistas menos exigentes. No será un gobierno fuerte, pero Sánchez resiste cuando todos lo daban por vencido.
Dos partidos han quedado fuertemente heridos, Esquerra Republicana y Vox, que parece haber tocado techo.
Sin embargo hay una salida indigesta en la baraja: nuevas elecciones.
