Rafael Narbona
-Bonita piscina –comenta Victoria-. Gracias por invitarnos a la inauguración. Los canapés están buenísimos. Cuidas hasta el último detalle.
Victoria es una de las vecinas a las que Beatriz ha invitado a pasar la tarde para inaugurar la piscina con forma de riñón que acaba de instalar en el jardín. Con iluminación nocturna, es una de las más bonitas de la urbanización. Están muy ceca de Madrid, en uno de sus barrios más exclusivos. Entre sus vecinos, hay futbolistas, cantantes, actores, grandes empresarios. Gente importante. Gente de calidad. Su marido, Tomás, un alto directivo de la banca, siempre está dispuesto a complacerla. La piscina anterior no estaba mal, pero se había quedado anticuada. Parecía una de esas piscinas de los años setenta, con pequeños baldosines pasados de moda y un trampolín ridículo, pequeño y feo. La que han instalado ahora está revestida de cerámica de alta calidad, diseñada por una firma italiana. Y han prescindido del trampolín. Los trampolines son una vulgaridad. Ya nadie los utiliza, salvo que tenga el sentido del gusto averiado. Cuando le comentó a Tomás que era necesario renovar la piscina protestó, hablando de la avalancha de gastos de los últimos meses, pero no tuvo que esforzarse demasiado para convencerlo. No puede quejarse. Es un hombre muy bueno, muy atento, trabajador hasta decir basta y muy guapo. Alto, moreno, con los ojos azules y un rostro dulce y, al mismo tiempo, muy viril. Algunos dicen que se parece a Alain Delon. Todas sus amigas sienten envidia. Sabe que algunas han pasado por la humillación de descubrir que su marido tenía una amante. A ella nunca le pasará eso. Son un matrimonio muy bien avenido. Se quieren como el primer día. A veces, él se muestra muy apasionado. No le molesta. Saber que le gusta, que la desea tanto como al principio, constituye una alegría. Lo cierto es que los dos se conservan muy bien. Siempre les echan menos edad.
-Vaya tipo tienes –comenta Adela, otra vecina-. Nadie diría que has tenido cuatro hijos. ¿Cómo lo haces? Aunque creo que lo sé. Mucho sexo, ¿verdad? A ver si hablas con mi marido, que ya solo se interesa por la comida y los coches. Creo que se le ha olvidado cómo se hace.
¡Qué feliz es! ¿Por qué negarlo? Algunas de sus amigas sufrían mucho con sus hijos. Porque no estudiaban, porque se relacionaban con las personas equivocadas, porque fumaban porros y se emborrachaban. En cambio, sus cuatro hijos eran muy responsables y sacaban unas notas extraordinarias. Ya tenía ganas de que se hicieran un poco más mayores y le llenaran la casa de nietos. La vida le parecía algo muy hermoso. Todas las personas deberían disfrutar de las mismas cosas que ella: una gran familia, una bonita casa, salud, dinero. Dios había sido bueno con ella y nunca se cansaría de agradecérselo. ¿Qué le reservaba el futuro? Solo felicidad. Estaba segura. Dios nunca permitiría que le pasara nada malo.
Beatriz se levanta de la orilla del río y mira al agua, escrutando el fondo, lleno de piedras que parecen verdes bajo la luz del sol de junio. Ya ha llegado el calor. Afortunadamente, por las noches refresca. Ha comenzado a dormir con la ventana levemente abierta. Solo una ranura, lo justo para que la habitación se ventile. A veces escucha a los mirlos cantando. No sabe cómo describir su canto. Es un sonido parecido al de una flauta con tonos graves e intermitentes. Le llama la atención que canten de noche. Julián, muy aficionado a los pájaros, le ha dicho que de noche cantan las hembras para delimitar su territorio, advirtiendo a los machos que no se acerquen. Quizás les gusta la soledad. A ella la soledad le parece muy triste, pero no le ha quedado otra alternativa que acostumbrarse a ella. Su madre duerme en la habitación de al lado, con la puerta entreabierta. De noche oye su respiración. Una respiración lenta y pesada, que delata fatiga y vejez. Ha cumplido ochenta años y la vida no ha sido muy considerada con ella. Perdió a su marido a los cuarenta y siempre ha arrastrado problemas de salud: asma, artritis, mareos, depresión. ¿Por qué las hembras de los mirlos intentan preservar su soledad? ¿No es bonito que otros te amen, que busquen tu compañía, que estén pendientes de tus necesidades y velen por tu bienestar?
Beatriz mira al agua, complacida por su rumor, que se mezcla con el sonido de las hojas de los árboles, mecidas suavemente por el viento. Los mirlos también cantan de día. Ahora hay una bandada, balanceándose en las ramas, como niños que se columpian alegremente. Los mirlos que hay en el río no son como los del pueblo. Tienen el pico negro y el pecho blanco. Bajan constantemente hasta el agua, posándose en las piedras que sobresalen. De repente, se sumergen y, después de unos segundos, vuelven al exterior con algo en el pico. Julián, que sabe tanto, le ha explicado que son aves acuáticas acostumbradas a buscar su alimento en el fondo del río. Beatriz se preguntó cómo sería ese lugar. Seguramente, el tiempo discurría más despacio, como una oruga que se impulsa a duras penas, ondulando el cuerpo. ¿Qué aspecto tendría el cielo desde el fondo del río? Tal vez se confundiría con un estanque con gigantescas flores blancas y una concha amarilla que despedía un resplandor dorado.
A veces, Beatriz pensaba que iba a florecer como un árbol. Observaba sus brazos, inverosímilmente delgados, y se los imaginaban inundados de flores y hojas. No le importaría ser un árbol a la orilla del río, siempre anhelando la primavera y muy serio en invierno, confraternizando con el frío para que se mostrara considerado y no espantara a los pájaros, sus queridos compañeros.
Beatriz se ha puesto el bañador y se ha metido en la piscina. Nada muy bien y le gusta lucir su tipo. Está morena y la piel, con esa pelusilla rubia que evoca el tacto del melocotón, aún no sabe lo que son las estrías. Tomás aún no se ha sumergido. Habla con Victoria y otras vecinas con una copa de vodka con limón en la mano. Verdaderamente, se parece a Alain Delon, con esa mezcla de elegancia y golfería que tanto gusta a las mujeres. Si no supiera que está enamoradísimo de ella, no viviría tranquila. Seguro que Victoria o cualquiera de las otras se meterían en la cama con él sin pensarlo dos veces. Victoria ya ha engañado a su marido varias veces. Aunque tiene poco pecho y mucho culo, su cara es bonita y flirtea sin mala conciencia, intentando poner nerviosos a los hombres. Es aficionada a los juegos de palabras y a las ambigüedades subidas de tono. Se nota que le gusta sentirse deseada. Algunas veces le ha contado las locuras que ha probado en la cama con sus amantes, cosas que ella no haría jamás. A Tomás y ella les gusta lo normal. Victoria se comería a su marido, pero se quedará con las ganas. Entiende que esté loca por él. Ella perdió la cabeza la primera vez que lo vio. Salía de la facultad con los libros bazo el brazo, un jersey amarillo anudado al cuello y el bronceado del verano que acababa de terminar. Se subió a un Renault 5 azul celeste. Cuando arrancó y recorrió unos metros, se fijó en ella. No lo pensó dos veces. Se acercó y, con la ventanilla bajada, le preguntó si quería que la llevara algún sitio. Pensó que era un descarado, pero su audacia le agradó. Nunca le han gustado los chicos tímidos. Hipnotizada por sus ojos azules, tan celestes como la pintura del coche, no supo qué decir, pero cuando una de sus amigas hizo amago de contestar, intentando ocupar su lugar, se dirigió a él, aceptando la invitación. Tiró los libros en el asiento de atrás y se sentó en el puesto del copiloto. Bajaron por la Avenida Complutense, que estaba preciosa, con los plátanos en todo su esplendor. En ese momento, supo que serían novios. Enseguida advirtió que no era un niñato, sino un hombre de verdad, seguro de sí mismo y con mucha ambición. Le contó que iba a preparar las oposiciones de abogado del Estado, pero le aclaró que su meta era ejercer unos años para luego saltar a un gran banco con un sueldo hinchado por muchos ceros. Y ahora ahí estaba, con su vodka con limón, rodeado de vecinas que se le comían con los ojos, pero era suyo, solo suyo. De todas formas, convenía bajarle los humos de vez en cuando. Por eso, pasó a su lado y le salpicó con agua, mojando también a Victoria y al resto de mosconas. Todos se rieron y saltaron a la piscina, provocando un alboroto que por unos instantes sepultó las canciones de Julio Iglesias, pinchadas en un viejo tocadiscos del que no se habían desprendido por nostalgia.
Ofelia, por John Everett.
Beatriz alza la cabeza, sorprendida por el estruendo provocado por los pájaros. Los mirlos, los sormujos, los pinzones, los verdecillos, los gorriones, los abejarucos, huyen, agitando las alas con todas sus fuerzas. En unos segundos, la ribera enmudece. Solo se escucha el rumor del agua, saltando por encima de las piedras. Mira hacia arriba y ve a un azor planeado, buscando presas. Solemne, se adentra en la espesura y, al rato, vuelve al cielo abierto, con la paciencia del cazador veterano. Beatriz se tumba de espaldas, cruzando las manos detrás de la cabeza. ¿Por qué la vida funciona de ese modo? ¿Por qué hay que matar para sobrevivir? De repente, escucha un chillido. El azor ha cazado una presa. Lo ve alejarse con ella entre las garras. Poco a poco, los pájaros vuelven y la algarabía se restablece. Beatriz se incorpora y coge el libro que ha dejado sobre una piedra, no sin cubrirlo con un pañuelo para evitar que un pájaro deyectara sobre la portada. Ya le ha sucedido una vez y fue una pena. Un ejemplar de La Regenta con una mancha que ocultaba parcialmente la silueta de la adúltera bajo un parasol, recortada como una sombra chinesca. Ha leído La Regenta un par de veces. Le gustan las historias de adúlteras. Ahora está releyendo Madame Bovary. Su madre le recriminaba que lea esas cosas, pero ella se siente atraída por esas mujeres que no se resignan a la infelicidad. Tal vez su conducta no es ejemplar, pero nace de una insatisfacción legítima. ¿Es posible vivir sin un verdadero amor? La vida no dura mucho y ella duda que exista otra. Los muertos solo son polvo en el río del olvido. El padre Juan hablaba de la eternidad, pero sus palabras no transmiten convicción. Parece un hombre desgraciado y solitario. Le llama la atención que se haya hecho amigo de Julián, anarquista y ateo. Julián aparece de vez en cuando en el río, como si buscara a Raquel, la joven rumana con la que hizo amistad y a la que las malas lenguas acusaban de intentar engancharlo para vivir a su costa. En realidad, Raquel se llamaba Rahela, pero en el pueblo nadie había oído ese nombre y optaron por algo más sencillo. Alguien la llamó Raquel un día y desde entonces todos se dirigían a ella de ese modo. Julián era muy agradable, pero no le apetecía encontrárselo en el río. El río era su refugio, el lugar donde el mundo ya no la hería y no sentía la necesidad de colocarse un pañuelo sobre la cabeza para huir del escrutinio público.
Beatriz no se cansa de nadar. Su nueva piscina es fantástica. Tomás sigue bebiendo en el agua. Le han acercado el vaso y ya casi se lo ha terminado. Es su tercer vodka con limón. No le gusta que beba tanto. No va a engañarse a sí misma. Últimamente, bebía más. No sabía por qué. Se machacaba en el gimnasio para no engordar, pero en cambio bebía alcohol. Era absurdo. Acaba de cumplir los cincuenta. ¿Se siente viejo? Begoña, que está acabando psicología, le pregunta por qué no tiene barriga. «Todos los padres deben tener barriga», repite. «Todos los padres de mis amigas la tienen. ¿Quieres que me acompleje?». ¡Qué cosas tiene Begoña! Se parece a su padre. Es ambiciosa y perfeccionista. Físicamente, son idénticos: los mismos ojos azules, la misma nariz pequeña, las orejas diminutas y pegadas al cráneo, los labios algo carnosos. Victoria dice que los labios de Tomás son lo mejor de su rostro. «Unos labios hechos para besar», comenta, sacando levemente la lengua. ¡Qué descarada es! Y, lo peor, es que Tomás se ríe al escucharla. «Yo tendría cuidado con tu marido», advertía Victoria, dirigiéndose a ella. «Te aconsejo que lo guardes con siete llaves». Y Tomás riéndose, mientras ella le mira con ojos de niño delante de una pastelería.
Confía ciegamente en su marido, pero reconoce que a veces hace cosas raras. En una ocasión, bajó al congelador del garaje, buscando unos helados. Al abrirlo se encontró con un gato muerto. Soltó un grito que se escuchó en toda la urbanización. Subió corriendo las escaleras y le pidió una explicación.
-Lo encontré así, tieso –contestó él, con una sonrisa, como si le divirtiera la situación-. Lo metí en el congelador porque no quiero que se pudra.
-¿No pretenderás que nos lo comamos?
-Claro que no, tonta. Pienso disecarlo. Quiero utilizarlo como advertencia para otros gatos. Estoy harto de que entren en nuestro jardín y se meen en las flores. Es una manera de decirles: ¿queréis acabar así?
No sabía si le hablaba en serio o en broma. Afortunadamente, el gato desapareció. ¿Verdaderamente lo había encontrado muerto? Tuvo la sensación de que tenía un golpe en la cabeza. No le gustaba la violencia. Ni con los animales, ni con las personas. Tomás no era violento. Un poco chulo, sí. Como todos los hombres, pero eso iba en el ADN. De joven, le gustaba que fuera impulsivo, pero ahora le incomodaba. Bah, no había que prestar atención a esas cosas. Los detalles son importantes, pero lo esencial es el conjunto. Ella siempre había visto el vaso medio lleno y no iba a cambiar. Hoy es un día especial. La nueva piscina es preciosa. No consentirá que nada empañe la inauguración. Tomás sigue haciendo el tonto con Victoria y ha pedido otra copa. Se acerca a él y le da un pellizco en el trasero. Eso le hará entrar en razón.
Beatriz lee las páginas donde Madame Bovary se suicida y se queda muy triste, pensando que no hay una muerte más trágica. Un suicidio parece una impugnación de la vida, una enmienda a la totalidad. El sonido del viento desvía sus pensamientos hacia lo inmediato. Ha bajado la temperatura y se insinúa una tormenta de verano. El cielo es un mar de ceniza y los árboles, henchidos de pájaros, parecen cantar. Tiene la impresión de que mil ojos la observan. ¿Está aquel lugar encantado? Ana, la hija de Consuelo, suele aparecer por allí. Dice que ha enterrado una piedra azul y que no es una piedra, sino un corazón que late impulsando las aguas. Con sus ojos negros, Ana inquieta a muchos vecinos. No es una niña cariñosa. Evita el trato con los demás, incluso con los de su edad. Prefiere estar sola. Últimamente, repite que morirá pronto y resucitará a los tres días. Beatriz piensa en su padre. Sabe que no volverá a verlo. Se pasó casi un año en cama, agonizando malamente. Cuando al fin murió y se llevaron el cuerpo, se quedó mirando el hueco de la cama, que conservaba la forma de su padre. ¡Qué perplejidad produce la muerte! Hace que todo parezca un sueño. Ocupamos un lugar en el espacio y en el tiempo, pero antes o después lo desalojamos, convirtiéndonos en un recuerdo. Un recuerdo que se borra poco a poco hasta desaparecer por completo. Si no tienes hijos, nadie te echará de menos. Beatriz observa sus larguísimos dedos. Siempre le han dicho que tiene manos de pianista. Manos esbeltas como juncos, ligeras como una nota musical. ¿Quién recordará esas manos cuando muriera?
Tomás lanza un grito y su copa cae al agua.
-¿Pero qué haces? Me has pellizcado.
Beatriz le mira, echando fuego por los ojos. No esperaba que la dejara en evidencia. ¿Es que había olvidado que tenían invitados? ¿Y que la urbanización se parecía a un pueblo? ¿No sabía que las noticias volaban de boca en boca?
-No te pongas así, hombre.
Victoria y las otras vecinas, que han continuado rodeando a Tomás en el agua, fijan su mirada en ella, expectantes. Quiere ver cómo sale del paso. Victoria no exterioriza ninguna emoción, pero en el fondo de sus ojos aletea la malicia. Con las gafas de sol sobre la cabeza y el pelo recogido en un moño, observa la escena con insolencia, sin mostrar el más mínimo respeto por la intimidad del matrimonio. Entonces Beatriz lo entiende. Está liada con su marido. Son amantes. Probablemente desde hace tiempo, pues ese descaro solo podía comprenderse como la consecuencia de una intimidad compartida. Las mujeres notan esas cosas. Esos cuerpos, ahora separados por unos metros, se han explorado mutuamente, pulsando las cuerdas del placer. Se imagina a su marido jadeando sobre el cuerpo de Victoria, tal como jadea con ella. ¿Le dirá las mismas cosas? ¿Que la quería, que le gustaba hasta el último rincón de su cuerpo, que su olor le volvía loco? ¿Apoyaría ella su cabeza sobre su pecho, después de hacer el amor? ¿Se susurrarían secretos al oído?
-¿En qué piensas, Beatriz? –pregunta Tomás, agarrándola del brazo-. Cada día estás más rara. ¿Quieres estropear la reunión?
Victoria sigue mirando con impudor, mordisqueándose el labio, quizás para reprimir una sonrisa. ¿Sabe Tomás que ella ha tenido otros amantes, que es una mujer promiscua? ¿Dónde se citan para hacer el amor? ¿En un motel? ¿O lo hacen en el coche, como dos adolescentes, riéndose de los problemas para acoplarse en el asiento trasero? ¿Cómo ha estado tan ciega? ¿Cómo no lo ha visto hasta ahora?
-¿Se puede saber qué te pasa? –pregunta Tomás-. No montes una de tus escenas.
Beatriz no responde, pero mira con dureza a su marido. ¿Cómo se atreve a hablarle así delante de Victoria y de otras vecinas, que se han retirado un poco, pero siguen pendientes de lo que sucede?
-¿No habrás dejado otra vez la medicación? –inquiere Tomás, bajando la voz-. Ya sabes que a mí no me preocupa que engordes un poco.
Beatriz sale de la piscina, con un horrible sentimiento de humillación. No, no ha dejado las pastillas, pero se las toma cuando le apetece. A veces, se excede, buscando el aturdimiento que disipa sus miedos y preocupaciones, pero también pasan semanas y semanas sin acordarse de ellas. Ha acumulado infinidad de blíster, con ansiolíticos, antidepresivos, hipnóticos e incluso antipsicóticos. Pastillas de todos los colores y tamaños. Pastillas por las que siente amor y odio. Pastillas que casi acaban con su vida, pues en varias ocasiones las ha ingerido a puñados, deseando morir. Aún recordaba sus ingresos hospitalarios: el tubo bajando por el esófago, los médicos llamándola por su nombre, las semanas en planta. Tomás la visitaba, pero siempre advertía en él cierta frialdad y un reproche que se quedaba atascado en la garganta, sin atreverse a salir al exterior. Ya en casa, los psiquiatras le habían pedido que se ocupara de las pastillas de su mujer, que comprobara que se tomaba las dosis prescritas y, sobre todo, que no las dejara a su alcance, pues podría volver a intentarlo. Sin embargo, él no había asumido esa responsabilidad. Ahora entiende por qué. Quiere que se suicide. Quizás lo ha planeado con Victoria. Los dos esperan su muerte. Victoria tal vez está dispuesta a dejar a su marido.
Sollozando, Beatriz baja al garaje y se sube al Mercedes, un modelo deportivo descapotable con un motor que entusiasmaba a Tomás. No se ha quitado el bañador. ¿Qué importaba? Ha decidido morir en la autovía.
La puerta del garaje se abre lentamente, el motor ruge y Beatriz se aleja, experimentando un inesperado placer al pisar el pedal del acelerador con su pie mojado.
Beatriz adora el agua. El agua de la fuente de la pequeña plaza de Algar de las Peñas es un agua purísima, claridad que estalla en la boca como un fogonazo de luz. Tiene un frescor sencillo y austero, sin la sensualidad de la fruta. Un frescor que vuela por el cuerpo, como una gaviota que sigue la línea de la costa. A Beatriz no le gusta el agua embotellada. En el pueblo, el agua del grifo sabe a sierra, a viento, a sol. El agua de las ciudades no sabe así. Cuando ha acompañado a su madre a realizar gestiones sobre su pensión o sobre los pisos que tienen alquilados, el agua le ha parecido triste, amarga, con sabor a asfalto y a cielo oscurecido por la contaminación.
Beatriz escucha unos pasos a su espalda. Es Julián, que aparece con esa melancolía que nunca se desprende de su mirada.
-¿Por qué pasas tantas horas aquí, Beatriz? –pregunta-. Siempre que me acerco aquí, te encuentro, leyendo un libro o mirando al agua.
-Aquí soy feliz. Puedo dejar volar la imaginación, inventar historias.
-¿Y cómo son esas historias? ¿Historias bonitas, con un final feliz?
-No son cuentos de hadas. La vida no es un cuento de hadas. Son historias que se parecen a la vida. A veces todo parece perfecto. Una mujer celebra su suerte. Es feliz. Tiene todo lo que desea, pero poco a poco descubre que estaba equivocada. Un pequeño detalle le revela su error. Pierde las ganas de vivir y hace algo terrible. Otras veces, todo es horrible desde el principio, pero la infelicidad se ha convertido en costumbre y apenas se nota.
Julián mira con lástima a Beatriz. Observa sus piernas larguísimas, casi dos ramas secas a punto de quebrarse, y sus dedos finísimos, no sin belleza, pero aquejados por la misma fragilidad. Sus gruesas gafas desdibujan su mirada miope y su barbilla, casi inexistente, afila aún más su rostro. Se levanta con Madame Bovary bajo el brazo y Julián tiene que alzar la vista. Beatriz nunca pasa desapercibida. No es corriente toparse con mujeres que rozan el metro noventa con una delgadez inverosímil. Julián se pregunta qué historias habría inventado ella con otro cuerpo. El río atrae a los que sueñan con otras vidas, pero lo cierto es que el agua actúa como un espejo, recordando a los que se sientan en su orilla el escaso poder de la imaginación frente a la realidad, dura e inmutable como un árbol petrificado.
Entra en la autopista, acelerando con todas sus fuerzas. Los quinientos caballos del motor rugen como un trueno, anunciando que la carretera le pertenece. Beatriz circula por el carril central, pero enseguida se pasa al izquierdo. La aguja del velocímetro no tarda en marcar los doscientos kilómetros por hora. Con la capota bajada, el ruido es ensordecedor. Los cristales insonorizan el habitáculo a velocidades legales, pero no a ese ritmo. Supera a otros coches sin esfuerzo. En el espejo retrovisor, contempla cómo se convierten en pocos segundos en objetos minúsculos, piedrecitas de colores que aparentan inmovilidad sobre el asfalto. Experimenta una sensación de ebriedad. Agarra el volante de cuero con la sensación de adentrarse en otro cuerpo. Ahora entiende el entusiasmo de su marido por el coche. Hay algo sexual en conducir a alta velocidad. Quizás porque sientes la cercanía de la muerte, besándote la frente, los párpados, los labios. Su pie descalzo flirtea con los pedales, frenando levemente y acelerando con determinación. Cuando se encuentra con otro coche circulando por la izquierda, le saca las luces, indicándole que se aparte. Si no lo hace, se desplaza al carril del centro y lo supera por la derecha, riéndose a carcajadas. La aguja del velocímetro ya ha superado los doscientos treinta. Desearía alcanzar los trescientos, pero ha oído que la velocidad del coche está limitada a doscientos cincuenta. Siente que el Mercedes es su amante. No le importa que tenga nombre de mujer.
Le sorprende el aplomo del coche. Parece pegado al asfalto. El volante se mantiene firme, sin vibrar, pese a la velocidad y el viento. El motor ruge y las ruedas circulan con precisión, casi como si fueran sobre raíles. De repente, un Porsche rojo se coloca detrás de ella, ignorando la distancia de seguridad. ¿De dónde ha salido? No la ha visto venir. Mira por el espejo retrovisor y descubre que la conductora es una mujer. Es ella. La reconoce por las gafas de sol apoyadas sobre su ridículo moño. ¿Cómo es posible? ¿Qué hace allí? Quizás la sigue. ¿Cómo le había dado tiempo? Victoria tenía un Porsche rojo. Es ella. ¿Qué pretende? ¿Humillarla aún más? No la dejará pasar. El Porsche le saca las luces para que se aparte. Beatriz agarra el volante con rabia y acelera hasta el fondo, notando que el pedal llega a su tope. El Porsche sigue pegado a ella, intimidándola. Las gafas de sol de Victoria brillan con el sol, lanzando pequeños destellos. Piensa en Tomás, jugando con ella en la cama, hurgando sus orejas con la lengua, derramando su saliva en su boca. La imagen le resulta insoportable. Gira bruscamente el volante, invadiendo el carril central. Espera que se ponga a su altura. Cuando lo hace, fija unos instantes su mirada en su rostro. ¿Es ella? No hay tiempo de averiguarlo. Embiste al Porsche, empujándolo contra la mediana. Los dos coches se golpearon con estrépito y los hierros, doblados y deformados, se enganchan como dos amantes que sueñan con traspasar la carne del otro. La mediana les escupe, lanzándolos hacia el arcén. Cruzan los tres carriles y se golpean contra el quitamiedos, que los devuelve a la autovía. Un camión de gran tonelaje los arrolla, volcando con estruendo, casi como si fuera un elefante abatido por un certero disparo en la frente. Los tres vehículos se detienen y, al poco, empiezan a arder. Beatriz nunca sabrá si ha consumado su venganza. Ahora solo es un cadáver que ha empezado a chamuscarse.
-Un caso cada cinco mil nacimientos –comenta la madre de Beatriz-. ¿No le parece una injusticia? ¿Por qué hace Dios estas cosas?
El padre Juan no sabe qué decir. Realmente, no lo sabe. Prefiere no decir nada y esperar que doña Juana siga hablando.
-Nunca había oído hablar del síndrome de Marfan hasta que el médico nos dijo que Beatriz lo sufría, que por eso era tan alta y tan miope. Al menos, no le ha afectado al corazón. En el colegio, se burlaban de ella. Apenas pudo, dejó de ir a clase. No tiene amigos. Nunca ha salido con un chico. Se pasa las horas en el río, soñando. Dios sabe qué. Yo ya no viviré mucho. Me entristece pensar qué será de ella. Se quedará tan sola. ¿Querrá usted visitarla?
-Claro, doña Juana. Claro.
La mujer sonríe agradecida.
Beatriz, que ha entrado en la casa silenciosamente, les ha escuchado sin decir nada. Descalzándose, se escabulle a su habitación, con el ejemplar de Madame Bovary bajo el brazo. Su madre morirá pronto. Ella también morirá algún día. Todos morirán. ¿Es razonable tener miedo a la muerte? La conciencia desaparece al morir. En ese estado, ya no hay posibilidad de experimentar dolor, humillación, pesar, nostalgia. Cuando llegue ese momento, no quiere que la entierren bajo tierra. Su lugar de reposo debería ser el río. Se imagina a sí misma bajo las aguas, tumbada sobre las piedras del fondo. Si hay vida después de la muerte, le contará sus historias a la gente que se acerque al río. Si no es así, si su cuerpo quedará reducido a materia inerte, le gustaría que el mirlo acuático se alimentara de él. Así volvería a la superficie, confundida con su canto y ligera como la espuma.