Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Concedo un descanso al ocio. Leo Kaputt, de Curzio Malaparte, la belleza de un libro extraordinario. Comenzado en una aldea de Ucrania y finalizado en la elegante y delicada Suecia. Pienso.
El pedregoso río de Arque se llevaba a menudo consigo las vías del tren. Con ellas árboles, ovejas, vacas, pastores. Venía sin ruido la avenida, a diferencia de la mazamorra que suena a garganta enferma de resfrío. Tarde ya cuando el agua de cinco metros alcanzaba. Los oficios santos debían hacerse después, al encontrar los cuerpos infaustos. Pero los eucaliptos susurran impasibles, ajenos al plañidero grito de las madres. No despintan sus colores que iban desde el verde ceniza al verde petróleo. Lo mismo con los molles. En la subida hacia Oruro, en lugares como Orcoma y Aguascalientes, que también sufrían entonces el embate del agua, las plantas de tumbos daban frutos amarillos, colgando como pepitas de oro.
No estaban aquí los plácidos canales de Estocolmo, país sin guerra por doscientos años, sino gredas de distintos tonos, sutiles aromas de cedrón, tierra y lodo antes de que atenazara la sequía y convirtiese el río Arque y el resto de los otros en abandonadas rutas de grueso cascajo. Corrían negrillos por los cielos, y tarajchis, chiwalos, kosñis o algún coquero. Jilgueros machos cabeza negra se enfrascaban en las semillas de esa planta desconocida de preciosas flores. Había una enfrente de la ventana de nuestro cuarto infantil. E iguales jilgueros, mukusuas hembras marrones y machos dorados.
Los ahijados de Villa Rivero llegaban con ofrendas de arrope y quesillo. Mi padre aconsejaba a uno de ellos, el más viejo: “mucho ojo, Jeremías”. Y Jeremías era tuerto.
El nostálgico fantasma de Ucrania pasea por mi piso. Me obliga a poner la canción que dice así: “When I find myself in times of trouble, Mother Mary comes to me”. Las gradas que descienden al cuarto piso permanecen oscuras. Silencio de fin de semana. Las familias oran y copulan. Busco la luna colgando a manera de pendiente y no la encuentro. En la terraza del octavo, con ojo telescopio, tampoco. A dos cuadras, en la calle X, una juvenil poeta recita con vehemencia tal que asusta a la noche y la convierte en tormenta. A cada relámpago brilla la cordillera. Sombras atraviesan el aire convulsionado y diría que son murciélagos, nosferatus de Allan Poe o de Charles Nodier. Brucolacos.
Sorbo el chop. No se iguala a aquellos que servían en el bar Comercio o en el Anexo América, pero valga por hoy, al menos carece del excesivo gas que ha hecho que abandone la cerveza por tragos cortos pero no menores. Muchachas muy jóvenes con cuerpos esplendorosos juegan triquiñuelas ante el oprobio de la vejez y la lascivia. Una es tan linda que atrae mi atención. No me fijo en sus jeans que ajustan caderas de diosa sino en su sonrisa. Al parecer cuenta con todos los dientes. Lo digo con visión caníbal y de joyero de collares. Todos, impresionante. Si pienso que en la caverna primigenia, bajo el pesado hedor de las pieles, las mujeres hacían de refugios desdentados. Los cazadores arrastran un rinoceronte peludo para el festejo de órganos palpitantes y sangrientos, lujuria de la creación.
Gracias a los textiles conocí en detalle tierras que había caminado en mi juventud. Hablando de la estación de Orcoma, en donde se ofrecía comida caliente y condimentada a los pasajeros del ferrobús, bajando hacia el sur, cruzando Kara Kara y Sicaya, encontré tejidos en Arampampa y más aún en Apillapampa. Entrando a la región de Bolívar, límite interdepartamental, los colores de la lana se hacían más vivos. Sobre el pueblo de Arque, montañoso, arboledas de eucalipto, se mecían nimbos acuarelados de gris. Hablo con el tiempo detrás mío. No puedo confirmar que las cosas siguieran así ni que las polillas no devorasen las telas de Japo. Poco lo que guardamos entre manos: una rueca, tus dedos, lana delgada llamada kaito, lista para telares mayores de ritual perpetuo. Como el río, las horas habrán cargado con todo. En los costados de las vías del tren muerto, fallecen pueblos de viejos. Recuerdan una canción de Serrat. Pueblo joven ido con ancianos villorrios. Los ahijados preparan arrope al otro lado del espejo.
Mi padre me saluda buenos días por la mañana a tiempo de peinarme. ¿Cómo es que estás allí?, le pregunto. Como tú estás, responde. Chilchan las lluvias de noviembre por la ventana, como gotas de hisopo de cura.
Let It Be. En cierta terraza de Londres, o de Liverpool, los músicos arrojan sus instrumentos hacia la calle. Luego saltan ellos y se produce un gran silencio. El torrente llega sin anunciarse y se ceba en niños y corderos. Como si no pasara nada, ni un grito, ni cuerda de piano roto, ni seis meses que han pasado sin yo verte.
La estación de Bombeo era un oasis de paz. Agua en abundancia, diversos árboles de sombra. Tan distinta a la desolación de Crucero de Belén, de su iglesia olvidada de Dios que tanto me recordaba la de Lequepalca, en donde trabajé de administrador de parte de la carretera Oruro-Confital. Sentado en Patacamaya, en la encrucijada que se dirige a Turco y Tambo Quemado, apenas probando el café para no quemarme los labios. A medianoche un camión, una flota, me devolvían al pueblo de Lequepalca. Lo hacía para combatir el tedio pero también para sentir el hálito de indio rebelde que siempre ha pesado en mí, aires que corren por el altiplano encima de los campos de Aroma. Mis compañeros de trabajo duermen juntos en un galpón al lado del espacio que funge de plaza. No me quito los pantalones ya que el frío espeluzna. Espectros recogegrasa deambulan por los patios. Último estertor de un borracho. Despertamos con escarcha y con humo helado saliendo de las narices. Pronto el api hirviente calentará el pecho. Inflados buñuelos de queso, azúcar impalpable.
Llega el fin de semana y parto en el primer vehículo disponible hacia la ciudad, a ver a mi esposa y a mi hija Emily de menos de un año. Claros sus ojos, amanecer de esmeralda jaspeada de azul. El cabello rojo de Jenny no se ha hecho todavía crepúsculo, guarda el espíritu de una caballería que pintara Kazimir Malevich. Estepa, estepa roja. Si todavía me amas, dímelo. Amo tu imperecedero carmesí, lo traigo conmigo desde épocas de Takoma Park. La riada viene silente. Como el destino.
Fotografía: Carlos López