Mirna Luisa Quezada Siles
La máquina de escribir, ese artefacto de hierro y teclas gastadas, guardaba en sus entrañas el eco de incontables historias. Al posar los dedos sobre su teclado, el periodista se conectaba con una tradición centenaria, donde cada golpe firme sobre el papel se convertía en un compromiso con la palabra.
Con cada «clac», se sentía la materialización del pensamiento, la cadencia rítmica que acompañaba a las ideas que fluían desde la mente hacia el mundo exterior. La tinta, impregnando el papel, no solo dejaba huella, sino que trazaba el camino entre la imaginación y la realidad. En su aparente simplicidad, la máquina de escribir encerraba una magia particular: la de convertir los sueños en letras, y las letras en vida.
Mi papá fue periodista desde su adolescencia. No sé cómo se daba tiempo para todo; pero de alguna manera se las arreglaba para estudiar en un colegio fiscal y asistir a su trabajo, primero de ayudante de prensa y luego como reportero/redactor. Aprendió a redactar sus primeras notas periodísticas a pulso, en una libreta pequeña y luego se puso frente al teclado de una máquina de escribir. Experto autodidacta, utilizaba los diez dedos mejor que cualquier mecanógrafo.
Con el paso de los años, mientras trabajaba en Última Hora y otros medios de comunicación, fue ahorrando dinero para comprarse su propia máquina de escribir y un día llegó a casa con un aparato muy pesado, marca “Remington”, que tenía las teclas marcadas con las letras del abecedario y otros símbolos, de manera desordenada.
Yo no podía entender por qué las letras estaban en anarquía. Tampoco comprendía cómo mi papá escribía a la velocidad de un rayo sus notas, artículos, crónicas, reportajes y opiniones. Mi mamá, por otro lado, quien se graduó con excelencia como secretaria ejecutiva en el Instituto de Secretariado Gregg de La Paz, estaba también familiarizada con la máquina de escribir. Cuando tenía un poco de tiempo, libre de las pesadas tareas domésticas, practicaba dactilografía y me enseñaba repitiendo: ASDFG (mano izquierda) y ÑLKJH (mano derecha).
Con el tiempo me llegué a acostumbrar muy bien al aparato y hasta fui a pasar clases de dactilografía al Instituto Arrieta para dominar a la fiera de metal.
A mi papá los avances tecnológicos no le cayeron bien. Reacio a las invenciones, se negó rotundamente a hacer amistad con cualquier tipo de pantalla. Cuando llegaron las computadoras a la redacción de Última Hora, pidió que le mantuvieran una máquina de escribir. La que tenía en casa tampoco pasó a segundo plano por los novedosos ordenadores.
La “Remington” de don Luchito, que durante años ocupó un lugar especial en la casa de los Quezada Siles, no era solo un adorno; era un símbolo de la dedicación y pasión por el periodismo que impregnaba cada rincón del hogar. Aunque en su tiempo dejó de usarse con la frecuencia de antaño, su presencia seguía evocando recuerdos de interminables noches de redacción y el incansable sonido de las teclas.
Actualmente, esa emblemática máquina de escribir ha encontrado un nuevo hogar en un lugar muy significativo. Ha pasado a formar parte del Museo de la Prensa y la Comunicación de la Asociación de Periodistas de La Paz, donde se preserva como un testimonio de la historia del periodismo y de los grandes comunicadores que, como don Luis Quezada Solares, dejaron una huella imborrable en el mundo de la información. Allí, la «Remington» sigue contando historias, pero ahora a quienes visitan el museo y se detienen a admirar esta reliquia y otras más, de una era pasada.
MARK TWAIN EL PRIMERO EN USAR UNA MÁQUINA DE ESCRIBIR
Una nota del National Geographic dice que la máquina de escribir que ha llegado hasta nuestros días la debemos a Christopher Latham Sholes, editor, periodista, inventor y político estadounidense. Junto con dos amigos también inventores, Carlos Glidden y Samuel W. Soule, Sholes elaboró un primer prototipo muy tosco que fue patentado el 23 de junio de 1868.
“Soule y Glidden abandonaron el proyecto, pero Sholes se asoció con el empresario James Densmore, que quedó entusiasmado al ver una carta escrita con el prototipo y ofreció a Sholes ayuda financiera para continuar”, añade.
En 1873, con el prototipo definitivo, vendieron los derechos a una empresa que podía fabricar muchas unidades y construir mecanismos eficientes con piezas intercambiables, la compañía de armas y máquinas de coser Remington de Nueva York. En julio de 1874 salió al mercado el primer millar de unidades de esas Remington.
Uno de los primeros en gastarse los 125 dólares de la época en ese artefacto –mucho más de lo que costaría hoy un ordenador personal potente– fue el escritor Mark Twain, que se jactaba de ser «la primera persona en el mundo» en usar el aparato y aunque afirmaba que le costaba adaptarse a ella, el creador de Tom Sawyer intuía sus «virtudes» afirmando: «Imprime más rápido de lo que puedo escribir, puedo inclinarme hacia atrás en mi silla mientras trabajo y apila una tremenda cantidad de palabras en una página» y agregaba «no deja manchas de tinta» y «por supuesto, ahorra papel».