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La “nueva Afganistán”

Desde hace años —en artículos de prensa como este o en mi último libro, titulado El laberinto de la bolivianidad—vengo advirtiendo que Bolivia puede convertirse en un Estado fallido. Obviamente esta es una idea impopular: nadie quiere hacerse la idea de haber nacido o de vivir en un Estado así, anómico y disfuncional. Es, pues, una idea que mella el orgullo nacionalista. Y es una idea que desagrada particularmente a izquierdistas de diversa índole, como indigenistas fanáticos, feministas radicales, pensadores decoloniales o políticos socialistas. Hace varios meses, por ejemplo, a propósito de un texto mío en que criticaba lo que la mayor parte de los bolivianos asume como una “reconquista de la democracia” en octubre 1982 y advertía la eventualidad de un Estado fallido, un sociólogo llamado Eduardo Paz Gonzáles publicó en un artículo que seguramente yo era un resentido que desprecia su país. Ese tipo de protestas son muy usuales entre las personas que se colocan en posiciones de la izquierda contemporánea.

Pero lo importante es remitirse no a los eslóganes, sino a los hechos.

Y los hechos muestran hoy un país en estado de anomia; es decir, un país en el que el derecho y la ley marchan a preocupante distancia de las costumbres y acciones humanas. Un país en el que la ley y el orden social se han divorciado. El Trópico cochabambino es, por mencionar solo un ejemplo, un lugar en el cual la Policía no puede poner orden, como lo podría poner en la Plaza Murillo, ni capturar a ciertas personas que tienen una orden judicial de aprehensión, como podrían ser un diputado acusado de violación o un expresidente acusado de pederastia o de trata y tráfico de personas.

Que el ministro de Gobierno no sea capaz de aprehender a Evo Morales, teniendo este una orden judicial de aprehensión, es una prueba de que hay grupos irregulares (en este caso, cocaleros evistas) que pueden rebasar a la fuerza coercitiva del Estado, o por lo menos intimidarla. Eso quiere decir que en esos lugares son esos grupos irregulares los que dominan, y no la ley ni el Gobierno central. Obviamente en Bolivia todavía no hay guerras civiles activas ni crisis humanitarias, como las hay en tantos Estados fallidos del mundo como Siria o Afganistán, pero la senda hacia esta realidad puede estar más o menos allanada si no se actúa pronto en dirección de la reconstrucción democrática e institucional.

Por otro lado, están los graves problemas del narcotráfico o de la minería aurífera. Hay que ser ingenuos (o cínicos) para no aceptar que la coca chapareña está destinada a la producción de droga o que existen rutas de droga, o para no admitir que los cooperativistas mineros del oro, que devastan bosques y contaminan ríos, pueden torcer el brazo de legisladores para que estos no los fiscalicen o aprueben leyes que los favorezcan.

Hace poco, La Nación de Argentina publicó un artículo en el que, con algo de exageración y tal vez de malicia, se advertía que Bolivia podía convertirse en una “nueva Afganistán” y ser un factor de riesgo para la seguridad regional. Como era de esperar, pronto internautas y líderes de opinión de izquierdas se rasgaron las vestiduras y denunciaron aquel artículo como racista o xenofóbico, o incluso alineado con el neoconservadurismo regresivo de Estados Unidos o del Partido Republicano. Nada novedoso.

Lo importante —reitero— para juzgar la realidad boliviana y compararla con lo que dice el artículo de La Nación es remitirse a los hechos concretos y compararlos con los de otras realidades y países. Y los hechos concretos dan cuenta de una realidad que, si bien aún no es la misma que la de países como Afganistán, puede ser el camino hacia un Estado fallido.

La crisis es también política y de organizaciones políticas. Con un sistema de partidos hecho pedazos (o inexistente), la carrera electoral de cara al 17 de agosto se ha convertido en otro escenario de la crisis multidimensional. Los candidatos improvisan y negocian siglas; el orden y la seriedad de los partidos se han vuelto cosas del pasado. Llovido sobre mojado, las elecciones corren el riesgo de no llevarse a cabo, pues con un sistema judicial que actúa a gusto y sabor del Gobierno, la posibilidad de que aquellas se suspenden es latente. Ni qué se diga de la crisis del Órgano Judicial, infestado de jueces y fiscales obsecuentes con el poder y el dinero… Con todo esto, la vida diaria y ordinaria se ha convertido para millones de bolivianos —también, por supuesto, para este modesto columnista de opinión— en un mar de incertidumbres y perplejidad.

¿En qué o como terminará todo? Hay muchas dudas y casi ninguna certeza.

Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social

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