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La mujer que yo quiero

¿Bañarse cada noche en agua bendita? Ni bañarse siquiera, esencial, acalorada, simple.

Qué dicen o no dicen los padres (los míos ya callaron y los suyos también). Además que en las catacumbas de la pirámide escondida de Cholula solo nos veían los muertos y su blanca piel resaltaba en las excavaciones negras del templo de los sacrificios. Apoyados en una reja con candado en medio del cerro, en su corazón, con luces tenues que indican el escape del miedo.

Pimienta Verde, se llamaba, creo, el lugar de los días del baile. Tiraste los zapatos; Miriam los suyos, y la Cochabamba de adustos mestizos contempló alargados pies brasileros que las horas recostaron y los ojos tallaron en memoria. Hombros, miro tus hombros multiplicados de pecas; los bucles en arabesco que caen sobre ellas. Supuestamente hay delito. No existe tal en amor. La transgresión mientras más profunda más divina; tus pasos bajando de Villa Moscú, manos envueltas en jeans sueltos, y un aroma que flota y se hace diario: el aroma de vivir.

Lees en el hotel de Juan Ramón y la Camprubí. Enfrente un monstruoso edificio soviético alberga miles de ojos. La planta baja anima un bar de ron barato, ron de locales, que los extranjeros se llevan lo mejor, lo bueno y hasta lo regular. Caminas entre tejidos de Violeta Parra, ante murallones de Che en traje de fajina; has salido del foso de los años perdidos, esos en que te busqué y desaparecías. Anda por Mizque, me dijeron, detrás de los faldones del Cristo de la Concordia, embozada para desconocerse. Igual así, el acecho paga y de pronto la estiro del brazo hacia donde morimos ambos, leemos juntos y los pies comparten fríos de sensual monotonía.

Te envié dos docenas de rosas y sé que leías a Pamuk en aquel balcón que daba a la cordillera. No albergaba más que tu cuerpo, el entarimado, pero acariciabas los versos de Pasternak. Que Pasternak, te sugerí, es mejor poeta que novelista: “No caerán esas gotas del cáliz/No podrán separarse por nada”. Te lo prometo el 2006; lo juro el 2007; lo susurro en tus muslos del dos mil ocho en un hotel chino de San Francisco y el nueve cuando abordamos el avión de Cancún hacia La Habana y nos fumigan en pleno vuelo.

La mujer que yo quiero no necesita… Nada necesita sino estar presente, con manos de nervadura aguda ramificada; con anteojos, que el sexo disfrazado así tiene prestancia.

Ondeamos por la música y viajes van y vienen en páginas que lees y sugieres. Una mujer de Viena que amó a todos los hombres célebres -algunos desesperados- de entonces. El arquitecto levantaba sus caderas como si fueran muelles de barcos. Desolados. Kokoschka que la pinta de colores extremos. Pienso y te veo así, comenzando en azul, bajando en marrón pálido, o blanco, terminando en profundo carmesí.

Afirman que tiempo destruye pasión. Falso, que hasta tu silla de ruedas la dejaría tirada con las llantas girando hacia arriba para llevarte de las sábanas negras a las rojas. El molle cubre nuestros cuerpos y de la hojita que guardas como confesión de pecado preparo una tisana.

Te muerdes las uñas, es enero del 97. Que no nos volveremos a ver y sin embargo, Ligia, pasaron 22 años y bastante dolor. Que te quiero así, no hay duda, y te querré luego de llegar a medianoche, también. Tal vez debiéramos conversar en el sosiego del café. Quizá, pero los golpes  del roquero del lado discapacitan la paz.

Me entero, me cuentan cosas. Vives en un largo vuelo de avión que da la vuelta al mundo en 80 o en 160, que tus números se dan con soltura y sin perdón. Eres la mujer que yo quiero, con huesos demasiados no me importa, ricos huesos. Y meces tu melena de león que muere y gime sobre mí, eterna. La mujer que yo quise.

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