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La escuela, resignada ante el televisor

De: Raúl Trejo Delabre / Inmediaciones

Alguna vez, en los demasiado lejanos años ochenta, Carlos Monsiváis dijo que Televisa era la auténtica Secretaría de Educación Pública. Con ese sarcasmo que abatía certezas en contundentes pinceladas retóricas, el autor de Días de guardar compartía una creencia demasiado extendida: la televisión rivaliza con la enseñanza escolar. Peor aún, se piensa a menudo, una televisión de calidad tan deplorable como la que ha prevalecido en México es como ácido que desvanece irremediablemente los conocimientos que nuestros niños y jóvenes han aprendido en las aulas.

No es para tanto. La televisión forma parte muy destacada de un contexto de chabacanería emocional, abaratamiento argumental y trivialización generalizada en el cual vivimos, nos informamos y entretenemos, aprendemos y socializamos. Pero lo que se aprende en la escuela, cuando se aprende bien, nos acompaña toda la vida.

La televisión es una formidable ventana al mundo. Sin embargo la diversidad que hay en cualquier acontecimiento, o la riqueza de cualquier experiencia, son condensadas y ajustadas a los escasos segundos que se les dedica en la siempre apresurada cadencia del formato televisivo. Más que ideas, la televisión propaga imágenes. La realidad es ajustada a esa sucesión de escenas que puede ser atractiva, impresionante o categórica, pero que nunca recupera toda la complejidad de los asuntos o temas que relata.

Así sucede con la televisión en todo el mundo. Pero la situación es peor con el tipo de televisión que hemos padecido en México. Aherrojada por el interés comercial de las dos empresas  que han acaparado frecuencias y audiencias, la televisión mexicana es notoriamente más esquemática, ordinaria y ramplona que en otras latitudes.

Las televisoras mexicanas no solamente crean estereotipos: los reproducen machaconamente hasta volverlos caricaturas. Televisa, por ejemplo, tiene un departamento dedicado exclusivamente a garantizar que las telenovelas de esa empresa se parezcan unas a otras. Las mismas tramas que prosperaron hace medio siglo, se repiten una temporada y la otra también para que el público no se esfuerce ni se desconcierte con cambios que salgan de esa monotonía argumental.

Esa es la televisión que mira la mayor parte de los mexicanos y que, por lo tanto, define el ambiente cultural y social en el que niños y jóvenes aprenden en sus escuelas. Los conocimientos y experiencias que se dicen e intercambian en el aula no son difuminados por las ramplonerías que propaga la televisión, pero conforman un contexto de empobrecimiento intelectual.

La televisión no moldea costumbres y mucho menos convicciones. Pero determina parcialmente las apreciaciones que sus espectadores tienen de la vida y su entorno. Un niño o un adolescente que contemplan escenas de violencia en caricaturas y series televisivas no se convierten de manera mecánica en individuos violentos. Las personas no son autómatas permeables a las instrucciones de la televisión.

La escuela no es desplazada por la televisión. No hay correlación, al menos directa, entre el aprovechamiento escolar y el tiempo dedicado al televisor.

Nadie deja de aprender las tablas de multiplicar, las capitales de nuestros estados o las fechas de la historia patria por ser televidente activo. Lo que sí puede ocurrir es que los jóvenes y niños magnetizados por la contemplación televisiva hagan menos deporte, conversen menos con sus amigos y familiares y destinen menos tiempo (o ninguno) a la lectura más allá de las obligaciones escolares. La televisión tiende a convertirse entonces en el gran orientador cultural, en la fuente básica apreciaciones, narrativas, emociones. En ausencia de otras fuentes de formación e información culturales, la televisión asume una función definitoria, o al menos influyente, en la constitución del gusto de la sociedad.

Preferencias musicales, deportivas, fílmicas, literarias, gastronómicas, etcétera, son articuladas a partir de la omnipresencia audiovisual del televisor. La escuela no se asume como contrapeso, ni siquiera como contraste de la televisión, y allí radica un grave déficit en las políticas educativas, si es que hay estrategias dignas de ese nombre. La televisión no borra por las tardes lo que los niños aprenden en la escuela por la mañana. Pero las horas invertidas en el aula suelen desconocer los contenidos que los alumnos consumen delante del televisor.

Así como en la escuela se enseña a leer y escribir, debería haber lecciones para aprender a leer a los medios. La palabrería simplista, la estridencia impostada, el sensacionalismo de pacotilla, la afectación mercantilizada, el empobrecimiento de ideas y hechos que son rasgos consustanciales a la televisión tal y como la hemos sobrellevado, tendrían que ser develados y diseccionados en las aulas. Las realidades empobrecidas que ofrece la televisión (y también, desde luego, los contenidos de calidad cuando los hay) son instrumentos formidables para, explicándolos y discutiéndolos, trabajar con ellos en la escuela.

Con la misma ironía que le impuso al cliché sobre Televisa y la SEP, Monsiváis reconoció que había exagerado pero no dejó de alertar acerca de la capacidad avasalladora de la televisión para acotar las apreciaciones del mundo de quienes, no obstante que hayamos sido estudiantes algunos años, seremos televidentes toda la vida. La escuela, y antes que nada los maestros, tendrían que recuperar el papel de orientadores culturales — más allá de la formación bLa escuela, resignada ante el televisores culturales, eremos televidentes toda la vida.ara, explicar con ellos no) a la lectura másica que transmiten en las aulas–. Pero hace tiempo abdicaron de esa responsabilidad.

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