Las últimas semanas han sido demasiado intensas. He pasado por varias etapas, desde indignación y activa participación en redes sociales (con la obvia consecuencia de pérdida de amigos y ganancia de simpatías nuevas), hasta la desilusión, el silencio y la autocensura. Ante la mentira, el descaro y la impostura, he buscado refugio en los libros. Casualmente, en esa temporada estaba revisando algunos textos de George Orwell que me han recordado que no soy el primero en desencantarse de lo que, en el principio, pareció una bella y noble utopía.
Mi interés no estuvo en los dos clásicos y más leídos aportes de Orwell, Rebelión en la granja y 1984 -en Bolivia tal vez el primero debería ser un libro de distribución gratuita para no olvidar cómo los dominados se convierten en poderosos y reproducen el poder igual o peor que antes-; mi interés se concentró en el Orwell periodista en la guerra de civil española, su desilusión con la izquierda y su relación con la “verdad”.
He recorrido esas letras mientras veía con sorpresa cómo era recibido Evo Morales en el exterior luego del abandono de su patria y de su discurso mañoso. Particularmente me asombró la reacción en Argentina -previsible- y en México.
Francamente me ha choqueado cómo la izquierda mexicana se compró todo lo que Morales quiso vender.
Orwell, como voluntario en la resistencia en Barcelona escribe regularmente para Londres. En el prólogo del libro El poder y la palabra (Random House, Barcelona, 2017), redactado por Miguel Berga, el autor señala cómo Orwell en ese episodio conoció y buscó “desenmascarar la función del lenguaje como recurso clave en la implantación de sistemas totalitarios”. El escritor está impactado por que el sentido de la verdad varía “con base en las preferencias políticas” de cada frente; dice Orwell en otro documento: “todo el mundo se cree las atrocidades del enemigo y descree las que habían cometido los de su propio bando, sin preocuparse siquiera en tener en cuenta las pruebas” (Recuerdos de la guerra de España, Random House, Barcelona, 2011, p. 13). Es más, queda impresionado al ver cómo en Londres los intelectuales toman posiciones y discuten en base a suposiciones emocionalmente fundadas y “sustentadas en eventos que no ocurrieron jamás” (p. 29).
Con el relato del golpe de Estado en Bolivia y la supuesta persecución -hasta el límite de correr riesgo la vida de Morales, siempre según él-, además de la discriminación que habría sufrido por ser indígena -repetido hasta el cansancio por sus intelectuales orgánicos-, la izquierda mexicana creyó a pie juntillas cada una de las afirmaciones sin preocuparse de verificar ninguno de los dichos de expresidente. La responsabilidad de Morales en el fraude, el despotismo en su forma de gobierno, los tres muertos opositores (dos a balas y uno a palos) en los últimos días antes de su partida, y muchos hechos más, fueron borrados de un plumazo.
Como bien sugería Orwell, “el poder hipnótico de las palabras” y su capacidad de “anulación de la capacidad crítica” se encarnaron en un colectivo que, sólo por que el gran hermano Evo lo decía, tenía que ser verdad. El periodista boliviano que radica en México, Rafael Archondo -que maneja información siempre comprobada y seria-, se preguntaba con pertinencia en un artículo ¿Por qué no nos creen? cuando decimos lo que pasó en Bolivia. Entretanto yo escuchaba un coro de respuesta: “Nomás no”, si lo dijo Evo, es cierto, y todo lo demás es mentira y propaganda de los golpistas racistas-fascistas. Orwell hubiera respondido: “el propio concepto de verdad está desapareciendo del mundo” (p. 32).
El prologuista que he evocado del libro de Orwell trae a colación una cita del diccionario de Oxford que es especialmente pertinente, la posverdad: “relativo a aquellas circunstancias en las que apelar a las emociones y las creencias personales resulta más influyente para moldear la opinión pública que los hechos objetivos”. Otra vez: pregunto en México por qué muchos afirman que hubo golpe en Bolivia, y sólo me gritan: “lo dijo Evo”. Y peor, el que se oponga a la verdad del gran hermano, es cómplice del golpismo-fascismo-racismo.
Por supuesto que ante ese escenario, no hay discusión posible. El diálogo se acabó, reina el insulto.
Orwell siempre fue un autor de cabecera. Admiré su profundidad, agudeza y claridad. Pero ahora me ayudó a entender más un episodio tan dramático como el que hemos vivido en Bolivia. Hago mía la decepción de Orwell que, luego de su paso por la guerra de España y conocer el funcionamiento interior de los partidos de izquierda, descubre el horror de la política.
Hace unos días, Rafael Puente, una autoridad moral del movimiento progresista boliviano -que entre otras cosas formó parte del primer gabinete de Morales-, escribía un clarificador artículo que tituló ¿Cómo que golpe de estado? Luego de repasar las razones por las que lo sucedido en Bolivia no entra en esa definición, comparte su decepción y el temor por lo que viene. “A ver si aprendemos” concluye Puente. Cierto, comparto su angustia. A ver si aprendemos. A ver si ya no cometemos los mismos errores.
Es tiempo de repensar el inmenso poder del poder, y su capacidad de destrozar los más nobles proyectos. Es tiempo de preguntarse en qué hemos fallado, por qué cuando la izquierda llega al gobierno se parece tanto a la derecha. Es tiempo de refugiarse abajo, en las pequeñas cosas, en los proyectos comunitarios, y volver a caminar, pero por nuevas rutas que conduzcan a mejores destinos.