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La cuesta de los ciegos

Maximiliano J. Benítez

Fue a finales de los noventa. Sobrevivía con las extras en un restaurante a unas calles del Palacio Real y buzoneando portales de lunes a viernes. A veces, si me fallaba el plan A y el plan B, me ganaba unas pesetas echándole una mano al viejo Porfirio con alguna chapuza de tabiques o escombros. Conocía muy poca gente y además era terriblemente introvertido, de manera que si no curraba me perdía por la ciudad con mi walkman y los pocos cassettes de rock argentino que había traído junto a un libro de Sabato, otro de Malraux y creo que también La náusea. Si me sorprendía la noche en algún barrio desconocido, me refugiaba en un bar a garrapatear en servilletas de papel a golpe de botellines. Luego regresaba al hostal, sin brújula y con mucho de suerte.

Una tarde soleada de otoño, y esto sí que no recuerdo cómo ni por qué, terminé acodado en el viaducto (aún no habían colocado la célebre mampara) hablando con una piba de más o menos mi edad  sobre historias de suicidios que ella conocía muy bien y que yo fingí ignorar solo para contemplar cómo hablaba y gesticulaba, o bromeaba con tanto desparpajo sobre tirarnos del puente. Luego bajamos de Bailén a la calle de Segovia por una escalinata perpendicular de doscientos y pico de peldaños en zigzag que, a sus pies, casi bordeando la acera, acoge una fuente con plato de granito muy sencilla, bucólica con el frío y las hojas secas de los chopos amontonadas en las esquinas. A mitad de camino, un poco agitados de saltar escalones como críos jugando a buscarnos y encontrarnos, nos echamos a un lado, en el césped recién cortado que olía a fresco y a sol. Ella fue a por una litrona y unas patatas, y yo, veinte minutos después, a por otras dos y tabaco suelto. Me recuerdo medio pedo y feliz en la modorra, con las manos detrás de la nuca y ella rascándome la cabeza y haciéndome bromas. No hay día en que pase por allí y que no lo recuerde. Así quedé en el césped, con los párpados cerrados recibiendo el tenue calor otoñal, hasta que sus dedos abandonaron abruptamente mis mechones negros, oí un rumor a mis espaldas, y por un momento una sombra me cubrió por completo. Me giré y la vi dándose un morreo con un muchacho que, tras ser presentado como novio y mirarme un poco de refilón y con el entrecejo impostado de carácter, me dijo imitando el acento argentino: “Así que argentino? Qué bueno que viniste!”. Nos reímos los tres. Recuerdo que mi risa me pareció de lo más estúpida y forzada. También recuerdo que estuvimos en silencio durante unos segundos insoportablemente largos. Luego se despidieron y bajaron, cogidos de la cintura y risueños, hacia el Puente de Segovia. Quedé ahí, junto a la fuente que ya no daba agua, con media litrona calentorra y las patatas fritas que no llegamos a abrir, desviando ya la mirada de la pareja hacia el cartel de loza con el nombre que ya no se me olvidaría.

Hay varias leyendas en torno al nombre que recibiera este barranco devenido en larga escalinata. Una de ellas habla de unos músicos ciegos que vivieron de la mendicidad durante años junto a la ladera; y la otra, la más popular, que debe su nombre a un milagro de San Francisco de Asís, a inicios del siglo XIII, cuando, al untar con aceite los párpados de unos ciegos que imploraban una limosna (quizás los músicos que mencioné antes), estos recuperaron milagrosamente la vista, además de agenciarse el cántaro de aceite, tan valioso en esos y en estos tiempos. Además de los ciegos y de la historia de San Francisco, la pendiente, hasta la construcción de la escalera en los primeros años de la Segunda República, fue popularmente llamada Cuesta del Arrastraculos, debido a la posición con que debían descender para evitar la hostia segura y nada milagrosa.

Sea lo que fuere, el milagro, la miseria, el instinto de supervivencia o la picaresca, lo cierto es que cuando leí por primera vez el nombre de la escalinata en la fachada mientras vaciaba la litrona en el bordillo, pensé: “No pudieron ponerle mejor nombre”.

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