No existe en el planeta un estado contemporáneo más relacionado con Thanatos que Israel. La mayoría de los países, por no decir todos, sufrieron de una u otra forma los dolores del parto sangriento. Parece inevitable. Las naciones admiten que sus héroes y mártires fueron víctimas, pero ellos también mataron, arrasaron poblados, persiguieron enemigos, clavaron bayonetas, incendiaron templos.
Sin embargo, sólo Israel nació expulsando de sus hogares a 700.000 personas que no habían cometido ningún delito, ninguna acción contra quienes venían desde más allá del mar. La Nakba, el éxodo obligado. Los desplazados no tenían ninguna responsabilidad de las llagas sangrantes que acompañaban a esas familias recién llegadas que habían perdido todo durante los años del nazismo y del estalinismo; algunas con largas experiencias de persecución. Ese defecto congénito perseguirá siempre a Israel.
Los recién llegados y los que vinieron luego desde Europa o desde América (Argentina) son los progenitores de los que ahora asesinan a más de 57 mil bebés, escolares, madres de familia, jóvenes, hombres. Cada hora, cada minuto aumenta la cifra, sin contar heridos y desaparecidos.
Los mismos que destruyen hospitales con bombas o granadas, que cometen crímenes selectivos o masivos; los que ajustician a médicos después de disparar a las ambulancias; los que descuartizan a los 10 hijos de la pediatra Alaa al-Najja (el mayor de doce años, el menor de siete meses) porque curaba a chicos sin piernas, a cabecitas partidas, a decenas de huérfanos.
Parece un concurso macabro entre las tropas para contar sus hazañas. “Yo maté a la familia de Fátima Hasouna porque era fotoperiodista. Yo fui el que acalla a los testigos. Yo maté a los refugiados en el colegio. Yo maté al poeta. Ellos mataron a 226 molestos periodistas. Yo incendié las cosechas. Yo agredí al que traía comida. Yo disparé contra los que hacían fila para conseguir un bocado. Yo reventé la cisterna de agua.” Muy pocos son los soldados que han optado por denunciar lo que los comandantes les obligan a realizar. Encuestas revelan que una mayoría de los judíos apoya la guerra, también fuera de Israel, aunque tienen la oportunidad de informarse de lo que pasa en Gaza y Cisjordania.
Los líderes de estos colonos creen ser el pueblo elegido, aunque desde el siglo I abandonaron la zona. Cuando retornaron, milenios después, arrancaron a niños y mujeres que eran descendientes de los que se habían quedado durante sucesivos imperios. Los alcaldes de origen palestino convivieron en paz con los escasos judíos que ejercían su religión a fines del siglo XIX. La convivencia existió hasta que llegaron los sionistas y sus patrocinadores.
El negocio de la guerra es un gran negocio. Los mercaderes de la muerte los califica el papa León XIV. La delegada de Naciones Unidas, Francesca Albanese mostró cuánto ganan con la guerra en Gaza las grandes empresas multinacionales, sin contar las importantes industrias armamentistas.
El pretexto del antisemitismo no le sirve a Benjamín Netanyahu para justificar tanta muerte, mientras su ministro de guerra anuncia que desplazarán a los dos millones de palestinos de Gaza. Sigue vigente la idea de convertir esa costa en una rivera de lujo. Proponen a Donald Trump para recibir el Nobel de la Paz por estas ideas.
Los esfuerzos de algunas fuerzas políticas europeas, incluso algunas en el gobierno, no alcanzan para detener los acuerdos de venta de armas y de comercio con el régimen del terror.
El genocidio israelí contra Palestina continúa cada día. Es como si los dictadores guatemaltecos hubiesen bombardeado 20 meses sin descanso las montañas del Quiché porque ahí estaba la guerrilla comunista o Franco hubiese repetido 50 Guernicas para acabar con ETA. O René Barrientos hubiese mandado acribillar a todos los pobladores de Samaipata porque por ahí pasaron los barbudos.
Ningún régimen ha usado el hambre como el de Tel Aviv para someter a una población indefensa. Inventan una fundación “humanitaria” para controlar con perversa inteligencia a todo el que se acerca a mendigar una arroz o lentejas. Cuando se les ocurre, disparan 616 veces contra los que aguardan, como denuncian testigos y la ONU.
La paradoja es que la sociedad civil en el mundo entero ahora sabe más sobre la causa palestina y en todas las latitudes hay un grito: “Palestina libre” y ondea su bandera en decenas de capitales. Hay un cantante nombrándola, hay una feria plagada de carteles, hay millones de personas en las calles luciendo keffiyeh bordados como símbolo de la resistencia. Hay voces que no se callan. Hay conciencias que siguen lúcidas. Como nunca, decenas de publicaciones acompañan la tragedia palestina y guardan la memoria colectiva.