Carlos Decker Molina
La religión
En mis largas noches de insomnio en el hospital Saint Göran pensé que, en el mundo de hoy, la ideología suele disfrazarse de sentido común. Al regresar a casa encontré muchos saludos y muchas preguntas sin respuesta. Para colmo de la orfandad intelectual y afectiva, supe que una gran amiga boliviana, Cecilia Salazar, había fallecido. No sé ahora a quién podré enviarle mis textos para que los lea con rigor, los critique sin condescendencia y me sugiera correcciones o borradores definitivos.
Cecilia era una analista insuperable, aunque ella no lo sabía —o, si lo sabía, lo disimulaba con elegancia—. Nunca fue academicista: fue, más bien, una observadora lúcida de la realidad social y política. Paz en tu tumba, querida amiga.
Respondí llamadas telefónicas y, tras varias conversaciones, reaparecieron preguntas que me persiguen desde hace tiempo:
¿Qué hacer sin ideología?
¿Han muerto definitivamente los partidos políticos?
¿Qué es la desideologización?
Esta última, planteada a propósito de Bolivia.
Es un tema que me acosa. Cuando dejo la literatura, me interno en estas profundidades porque el periodismo —al menos el que todavía me interesa— me obliga a preguntar, a dudar y a buscar respuestas posibles. Esta serie no nació como tal: fue el azar el que me ganó la partida. Por razones de espacio dividí este ensayo (¿ensayo?) en varias partes. Ya se han publicado dos; esta es la tercera, con posibilidades de una cuarta.
Comencemos por el principio.
¿Qué es la ideología?
La ideología es un conjunto de ideas, valores, creencias y representaciones del mundo que una persona o un grupo utiliza —a menudo sin plena conciencia— para interpretar la realidad, justificar el orden social y orientar la acción política, moral y cultural.
Dicho de otro modo: la ideología no solo explica cómo es el mundo, sino también cómo debería ser y qué lugar ocupamos en él.
Algunos rasgos fundamentales:
La ideología no es mera opinión. No se reduce a ideas sueltas ni a preferencias individuales. Es un sistema relativamente coherente que da sentido a la experiencia social: explica el poder, la desigualdad, la justicia, el progreso, la nación, el individuo. Su rasgo central es su función social.
La ideología legitima o cuestiona un orden existente. Puede servir tanto para conservarlo —cuando actúa como ideología dominante— como para transformarlo —cuando adopta formas críticas o emancipadoras—.
Lo decisivo es que opera muchas veces de manera invisible. Marx habló de la ideología como falsa conciencia: no necesariamente miente, pero oculta las relaciones reales de poder presentándolas como naturales, inevitables o neutrales.
La simple aparición de la palabra “mercado” revela ya la vigencia de una ideología: en la economía, en la ciencia, en los medios, en la escuela, en el lenguaje cotidiano. Decir “yo no soy ideológico” suele ser la forma más eficaz que tiene una ideología para ocultarse.
La ideología está íntimamente ligada al lenguaje. Las palabras no son inocentes: libertad, seguridad, identidad, mérito, democracia cambian de significado según quién las pronuncie y desde qué posición. Orwell lo advirtió con claridad. La “libertad” de Putin no es la de Macron, por citar solo un ejemplo.
Como ayuda memoria, cinco miradas clásicas:
Marx: la ideología es el velo que encubre la dominación material.
Gramsci: es hegemonía cultural, consenso fabricado más que coerción.
Althusser: se reproduce a través de aparatos ideológicos (escuela, familia, medios).
Arendt: cuando la ideología se vuelve total, anula el pensamiento.
Žižek: hoy la ideología funciona incluso cuando creemos no creer en ella.
Contradiciendo a una de las personas con las que hablé de este tema: la ideología no es un error del pensamiento, sino una condición del pensamiento social. El problema no es tener ideología, sino no reconocerla. Cuando no se la reconoce, deja de ser pensamiento y se convierte en dogma.
Religión e ideología
Para cerrar este capítulo, abordemos la religión, a partir de una observación de un amigo radicado en los Países Bajos: “la religión también es una ideología”. Pienso que la respuesta correcta es: sí y no.
La religión no es necesariamente una ideología, pero puede funcionar como ideología y, en determinados contextos políticos, convertirse plenamente en una. El pachamamismo se aproxima a esos peligrosos límites.
La diferencia fundamental es que, en su núcleo, la religión responde a preguntas existenciales y trascendentes: el sentido de la vida y de la muerte, el bien y el mal, el sufrimiento, la comunidad moral, todo ello en un marco sagrado. El obispo o el feligrés no necesitan —en principio— un programa de poder. Les basta con creer.
La ideología, en cambio, es inmanente y terrenal. Organiza el poder, legitima un orden social, justifica decisiones políticas y define adversarios. Su horizonte es el aquí y ahora del poder.
Cuando la religión permanece en el ámbito de la fe, la ética personal y el rito, no es ideología.
El punto de inflexión es el poder.
La religión se vuelve ideología cuando pretende regular el orden político y social: cuando se presenta como verdad única obligatoria; cuando el disenso se transforma en pecado; cuando el poder se legitima como mandato divino. Irán, Arabia Saudita o el Israel de Netanyahu y sus aliados religiosos son ejemplos claros. Allí, el debate democrático es sustituido por la revelación y el dogma.
Ese es el momento en que la religión deja de ser solo fe y pasa a convertirse en doctrina de dominación.
En Bolivia, el vicepresidente Lara es —probablemente sin advertirlo— menos un político que un predicador ultra moral. Incapaz de argumentar políticamente, recurre a la religión, que para él funciona como sinónimo de moral, y la convierte en su ideología. Por eso su admiración por Bukelele.
La diferencia crucial entre la religión clásica —al menos en teoría— y la ideología es el límite entre lo divino y lo humano. Cuando ese límite se borra, aparece el peligro.
No es casual que Arendt y Voegelin hayan hablado de las ideologías modernas como religiones seculares: sustituyen a Dios por la Historia, la Nación, el Pueblo o el Mercado.
Podemos concluir entonces: no toda religión es ideología. Pero toda ideología aspira a volverse religión.
El peligro aparece cuando la fe deja de ser conciencia y se vuelve ley; o cuando la política deja de ser deliberación y se convierte en credo. En ese punto ya no se gobierna: se cree.
Y cuando la política exige fe, la democracia se convierte en blasfemia.