Maximiliano Benitez
Me había prometido (al sujeto que trae el pan a casa, al padre, al buen compañero de trabajo, el amigo de todos, al vecino socarrón) que, tras acabar el borrador de la novela, un año y pico después de pasar madrugadas en muchos casos casi hasta el amanecer trabajando después de currar llevando la bandejita, pararía un poco, un tiempo, unos meses sin escribir. La idea era, sin más, descansar la mente y el cuerpo, ambos me lo pedían. Los tendones de ambos brazos no aguantaron el tirón de salir de madrugada de currar para llegar a casa a la una y escribir hasta las cuatro como si hubiera estado de rositas durante todo el día. No lo resistieron y la tendinitis apareció en ambos; en uno de ellos, además, una microrrotura que arrastro desde que comenzara el texto, año y medio atrás.
Tampoco mi cabeza acabó bien parada. Cuando trabajas con ahínco y plenamente convencido de que lo que haces traza los rasgos de alguna manera desdibujados durante la jornada laboral en que tuviste que cumplir con el deber de ganar para comer, también acabas pagándolo, al robarle las horas que el cuerpo te pide con agujetas que dediques al reposo. Despertaba unas horas después, en el sofá (no más de cuatro), con los fragmentos de lo que había pasado en el papel, en la memoria, con instantáneas de algo que sólo había sucedido en mi mente, con la resaca de la aventura, la moral, y la del alcohol y el café, el combustible de la noche, al menos de mis noches en vela.
Levántate y anda me decía un habitante de mi consciencia mucho más decidido que yo.
Levántate y lleva a tu hija al colegio, levántate y a hacer la compra, levántate y cocina, saluda al vecino, al de la tienda de la esquina, es buena gente; qué cara!, te dice el de la tienda cuando repara en tus ojeras y el cabello revuelto.
Sí, trabajé hasta tarde, responde ese yo un poco más gregario, y vuelvo a casa, a la penumbra de la casa, no suelo subir mucho las persianas si estoy solo, para qué? Para ventilar un poco el olor a bourbon y tabaco que hay. Tienes razón, me digo. Enciendo el ordenador, para hurgar, para rememorar todo lo que dejó mi rostro así. Bajo un poco más la persiana, no quiero los ruidos de la mañana en mi casa, no quiero nada más que revivir, que padecer, como quien no puede evitar hurgar en la herida, ese dolor dulzón. Habrá que limpiar un poco el texto, me digo, pero antes cocina y deja todo preparado. Por supuesto, afirmo, como siempre.
Acabado el texto, las correcciones, cortar, cribar, limpiar, sí, suprime eso, hazlo; enviado el borrador a las editoriales intento olvidarme de la historia, del año y medio que pasamos juntos, de todo lo que sufrimos. Intento olvidarme al tiempo que comienza la tensa espera, las dudas: alguien querrá publicarlo? Y ya cuando comenzabas a olvidarte de esa historia, en el momento en el que, el germen, desde muy detrás de la conciencia, molestando desde la oscuridad de una idea náufraga comienza a germinar, llega la respuesta, deseada y temida. Y comienza un fuego cruzado de borradores y galeradas, ideas de portada, correcciones mal entendidas o incorrecciones no entendidas hasta que el libro se publica, ya casi dos años después, cuando prácticamente habías olvidado la historia, y todo esto, el esfuerzo colectivo y la tendinitis, la resaca y las letras bailando en la retina casi apagada de sueño, para vender, con suerte, treinta o cuarenta ejemplares, treinta o cuarenta ejemplares de los que cobrarás un diez por ciento, con suerte, un año después.
Así, pues, me había prometido descansar de todo esto, y dedicarme al menos durante un año a ganarme el pan con el sudor de mi frente y leer, intentar ponerme al día con la cantidad de lecturas que tenía y tengo pendientes. Y precisamente me disponía a ponerme manos a la obra cuando un te llaman de la oficina me informaba que acababa de quedarme en la puta calle. Luego le sucedió lo mismo a mi compañera, y a mi hijo que, con lo poco que ganaba, pagaba la universidad. Esto, ya de por sí dramático puesto que nos empujaba (y nos empuja) a replantearnos hasta un cambio de residencia por razones de fuerza mayor, era el comienzo, sin duda ahora, de algo que ya veíamos venir; al tiempo que me acercaba, cada vez más, a la trinchera olvidada, evitada por contingencias reales, tangibles.
Entonces, precisamente cuando comenzábamos a reordenar nuestra vida, la convivencia, los horarios para hacer todo en un espacio que únicamente adviertes lo pequeño que puede llegar a ser cuando están todos al mismo tiempo en él, llegó el virus al que no hace ni falta mencionar, también llegó la orden de confinamiento. No es una orden, pero todo el mundo sabe lo que hay que hacer, o al menos ahora ya lo saben los gilipollas que iban a tomarse una caña a la terracita como si la cosa no fuera con ellos.
Como decía al inicio del texto, me había prometido parar un poco, parar de escribir. Un tiempo quizás. Es curioso que (ahora que lo pienso), cuando más he escrito es cuando menos podía permitírmelo. No es la primera vez que estoy en esta situación de desempleo, y cuando recuerdo esos largos periodos de inactividad, me cuesta recordarme escribiendo o incluso leyendo. Tenía todo el tiempo del mundo y sin embargo me encontraba estático, inoperante, abúlico. Pero no es esa mi situación actual, ni la de mi familia, ni incluso la de parte del mundo (no necesito que me recuerden las muertes, las guerras declaradas o el hambre). Esta situación insólita, que nos empuja a atrincherarnos, a tomar medidas para el bien común, cobra un sentido distinto para mí que íntimamente quería mandar todo al carajo. No hay nada seguro, no dispongo de ahorros que me permitan tumbarme a la bartola, a esperar que pase el cataclismo, y esta circunstancia me tiene alerta, en tensión, y me espolea (como un salvoconducto) a volver a mi trinchera personal (la tangible y la otra, la vital), a seguir, a continuar, a trasvasar al papel y a la pantalla del ordenador ese brote que durante tanto tiempo había hurgado en mi mente como una planta rastrera en un vergel. Por eso, cuando una vieja amiga, al saber de mi situación, me preguntó si seguía escribiendo, yo, con los ojos humedecidos por una emoción contenida o por el encierro, yo que sé, o por todas las contingencias, respondí: más que nunca.