De: Viviana Gonzales / Para Inmediaciones
Le quitaba los helechos de su cabellera; le gustaba acariciarle el pelo porque siempre encontraba alguna hojita con tonos que iban del verde esmeralda al verde lima, según la época.
Por las mañanas ella regaba los helechos, les recitaba alguna poesía y también tarareaba canciones. Mientras preparaba algún omelette o un tazón de frutas con cereales escuchaba, junto a sus helechos, discos de Vivaldi o los Conciertos Brandengurgueses de Bach.
Él se sentaba a desayunar. ––Yo se que me contemplas en silencio y que tu amor es inmenso, es tan grande que soy capaz de ver cómo se te sale del pecho y fuera de él cuelga de un hilito. Mientras comes, lees, ves tele y de reojo me miras ahí está ese amor ocupando un espacio más entre nosotros. Tu rostro se ilumina cuando rozas mi panza, grande como un globo. “Yo soy aquél que existe dentro de ti”, dices. Pero tú callas todo–– pensaba ella.
––Quiero que se llame Helena, en el caso de ser niña. Helena y helecho no suenan palabras tan alejadas–– decía ella. ––Se llamará como tu quieras–– contestaba él, mientras daba el último bocado al desayuno. Ella, inmensa como estaba, apenas cabía en la diminuta cocina donde caían hojas verdes. Los helechos decoraban la habitación de ellos, el estante de libros, la mesa principal, la entrada de la casa y había uno al lado del lava manos.
Un departamentito minúsculo poblado de ramas, una pecera y muchas más ilusiones. Un departamentito que se preparaba para la llegada de un nuevo inquilino, dos meses quizás separaban a aquella pareja de su nuevo roomate.
Un sueño profundo se apoderó de ella a media mañana, ––Ay Helena, tengo mucho por preparar: los cuadros de tu habitación, la cena de papá, los regalitos para el babyshower y elegir la pintura de la pared de tu cuarto. No es buen momento para dormir–– dijo ella. Y se recostó en la cama feliz. Cuando lo hacía del lado izquierdo sabía que Helena le daría unas cuantas pataditas. Recordó su primera menstruación, la mancha roja diminuta como un guisante en su calzón. Recordó a su madre con olor a cebolla y a ajo. Su madre con el delantal le sonreía y la llamaba. Y cayó profundamente dormida. En el sueño, él la miraba feliz, mientras su madre le ponía el delantal con mucho esfuerzo, la panza era tan grande que apenas podía amarrarlo. Pero los helechos lucían amarillos y fue por esa razón que su sueño se transformó en una pesadilla.
Lloró. ––Mis amados helechos––, decía, ––¿por qué no son capaces de compartir mi felicidad?––Y sus hojas caían cual si la ciudad atravesara un otoño frío y oscuro.
Ella dormía el sueño de cualquier embarazada. Afuera, la ciudad vivía el día a día lleno de monotonía, aburrimiento y estrés laboral. Los oficinistas comían uno que otro taco; los amantes se despedían en secreto; los niños volvían de la escuela; las tortillerías se llenaban de gentes. Las madres corrían a preparar la comida, la gente harta de su rutina contaba los tres días que faltaban para el viernes. Los viernes la gente se olvida de todo y beben, así todo se va, así dejas de ser el oficinista incapaz de ascender; la amante que nunca se convertirá en la esposa y la ama de casa harta de preparar guisados sin verduras para los críos.
Y de pronto, en la esquina del departamento, un globo se reventó. La ciudad libró una batalla contra ella misma. Los colegiales supieron entonces que no volverían en mucho tiempo a clases. Los amantes no se volverían a ver en el motelito aquél. La ciudad se movía. En el minuto catorce el cafecito que estaba a la vuelta de su casa cerró sus puertas. Las gentes gritaban. Los teléfonos se apagaban mientras la ciudad se hundía.
Y él corrió. No hubo pensamiento alguno, ni objetivo más claro que el de llegar por ellas.
Todo tenía que estar bien, el departamento era pequeño y la construcción lo bastante sólida para soportar las voces de la tierra. ––Ella tiene que estar bien. Ellas están bien–– pensaba. Recordó esas cosas que hablaban las mujeres gordas de su oficina mientras comen galletas con malvaviscos, ¡decrétalo y será una realidad! –¡Están bien!– lo decretaba. Pero el universo testarudo y sordo se hizo cómplice aquella tarde de la tierra no todo estuvo bien. Nada estuvo bien.
Una calle antes se encontró en el asfalto con varias hojitas de helecho regadas por las mismas calles que él había caminado hasta ayer con ella. ––Se la llevaron–– le dijo el dueño de la farmacia de la esquina. Una farmacia que apenas contaba con alcohol y algún ibuprofeno, llena de polvo y vacía siempre, hoy lucía más vacía que nunca, más empolvada.
Seguro de que la iba a encontrar se sentó en la banqueta a imaginar. Y entonces la vio, allí estaba ella con el pelo negro y largo, los ojitos color miel, sosteniendo en sus brazos a Helena en una mantita rosa y él quizás mañana o en un par de días les sacaría, a ambas, helechitos de sus cabezas mientras las acaricie. El desayuno estaría listo con cereales y frutas. Los biberones sobre la mesa. Hoy le tocaría a él regar los helechos. De fondo, los Conciertos Brandenburgueses.