Andrés Canedo
Me llamo, Helena, Helena Sbigniewsky. Helena con H. Es que mi papá, que era polaco y ávido lector de la Ilíada y de varios de los griegos de ese tiempo, me puso ese nombre en homenaje a Helena de Troya, la mujer más bella de todos los tiempos y también, así lo quiso la historia, la más puta de todas. Respecto de lo primero, creo que no deshonro del todo el calificativo, pues soy, digamos, bonita. Con referencia a lo segundo, aunque nunca fui una santa, espero ni siquiera acercarme a esa distinción. Papá me contó que Helena significa “antorcha, fuego” y yo soy, o fui, fogosa; ardiente, para decirlo más claramente. Al cumplir yo once años, me contó también la historia, suavizada, de Helena de Troya, y yo no dejé de advertir que él, en su percepción de las cosas, sentía simpatía por los troyanos y despreciaba a los griegos, esos pillos y tunantes maliciosos que, por ser los vencedores, contaron la historia a su manera. Esto último lo entendí después, al leer un poco, yo que no soy muy aficionada a la lectura, y entonces supe también, que la Helena de la mitología, no fue ni aproximadamente tan puta, sino más bien una mujer enamorada del Paris que se la robó. A mí, nadie me robó, sino que más bien me fui, y me contaré, sí, a mí misma, en estos momentos difíciles, cuál es mi breve historia.
De mi niñez y adolescencia, hay poco que decir. Soñé, como todas, con el amor inclaudicable de un hombre, fantaseé, con mi primera aventura sexual. Pero, hasta los diecisiete años no ocurrió nada importante, salvo coqueteos y besos de adolescentes, algunas caricias impúdicas. Añado que mamá, criolla de estas tierras, había muerto a poco de yo nacer, y papá murió cuando yo tenía dieciséis, dejándome una pequeña herencia que administraron mis tías, por parte de mi madre. Pero, promediando los diecisiete, un día tomé un taxi. El taxista era buenmozo, aunque no tanto para exaltarme. El hecho es que me llevó a recoger un paquete que me habían enviado a una empresa de ómnibus, y durante el trayecto me conversó un poco, nada fuera de lo normal, aunque yo veía sus ojos que me estudiaban, que me desnudaban por el espejo retrovisor. Ese hecho no me asustó, sino que más bien me halagó. Sin duda, yo era un poco tonta, pero ¿quién no lo es a esa edad? La cosa es que me acerqué al mostrador a reclamar el envío, y el que atendía me piropeó de manera grosera, ofensiva. “A vos, con esas tetitas tan lindas que tenés, te lo busco enseguida, hembrita”. Yo me molesté y le reproché en voz alta que fuera tan atrevido, y el tipo, sin duda bastante loco y fuera de sí, me gritó: “Estoy seguro de que ese cuerpo que tenés no te lo has hecho barriendo la casa. ¡Puta!” Me quedé muda, sin saber qué responder, cuando vi que detrás de mí apareció el taxista que me había traído, cruzó el mostrador y le dio un par de puñetazos al atrevido. Consecuencias: ambos fueron a dar a la policía; yo tuve que declarar; los liberaron al cabo de algunas horas; el empleado fue echado de su trabajo, y yo quedé en deuda con mi “salvador”, Y, para hacerlo corto, como ya dije que era tonta en ese tiempo, dos días después me acosté con Juan, el taxista. El estreno no fue como lo había imaginado, pero en honor a la verdad, tampoco fue un desastre. Un poco me gustó, y claro, lo repetimos varias veces y yo, al cabo de un mes, me casé con él con la aquiescencia de mis tías, que ya estaban hartas de cuidarme y debido a que el dinero que me había dejado mi padre se fue agotando.
Juan, aunque lindo, era muy pobre de mente, y además, carecía de sueños, de locuras que colmaran mis expectativas, a lo que debo añadir que era extremada y absurdamente celoso, sin razón, pues yo casi no salía para nada, si no era con él, generalmente a comer pollo frito en algún restaurante de segunda. Y tonta, como seguía siendo, viví siete años con él, sintiendo mi vida insulsa, convertida en ama de casa tradicional, sin sueños y, afortunadamente, sin hijos; no tanto por cuidarme, sino tal vez por milagro o porque él no podía engendrarlos. La relación con mi familia, se fue debilitando cada vez más, de manera que en esa especie de soledad soporté su cuerpo montándome durante infinitas noches y ya, sin ninguna sensación de placer. Todos soñamos con un destino singular, yo, me convertí en una más, en una mujer común, de la casa durante el día, y para la cama en el curso de las noches.
Fui así entendiendo, que la ternura que en principio había manifestado Juan hacia mí, se había ido transformando hasta volverse únicamente deseo: el deseo de penetrarme, de lacerarme la matriz con sus furiosas acometidas, de sentirse, de esa manera, mi dueño. Entendí también, que la idiotez de mi agradecimiento y ternura originales a mi “salvador”, habían mutado a simple desprecio y que ya, ni siquiera la tenue luz de las iniciales sesiones de cama, me alumbraba. Así empecé a vivir un largo período de penumbras y desolación, de tristeza incapaz de rebelarse, de aceptar como tantas a las que antes había criticado, mi destino de hembra, y peor aún, mi condición de mujer para lavar, cocinar, limpiar, y coger cuando Juan lo dispusiera. Ni siquiera las aisladas sesiones de pollo frito en restaurantes de baja estofa, trasminando olor de aceite reutilizado, me aportaban ni el menor consuelo. Debo reconocer, que jamás Juan me golpeó, aunque su maltrato era indirecto, psicológico, como se dice. Es que en las ocasiones de sexo cuando él me montaba y yo desfallecía en la indiferencia, él se apercibía de esa realidad, y entonces, entre sus gemidos de placer casi onanista, me decía, me gritaba con la voz entrecortada: “¡Gozá puta de mierda, que para eso soy tu macho!”.
Curiosamente, fue en una pollería, en un restaurante especializado en pollos fritos, quiero decir, cuando lo vi por primera vez. Era más bello que el sol, rubio, bien plantado, y sus ojos osados buscaban los míos, y a pesar de todos los empeños para no hacerlo, mis ojos no pudieron desprenderse de los suyos. Nunca en toda mi vida había experimentado algo así, la cabeza me vacilaba como si una repentina embriaguez hubiese inundado mi cerebro; todo mi cuerpo temblaba interiormente, y una súbita y ya olvidada humedad, invadió mi vagina. ¿Sería todo eso una posible manifestación del amor?, atiné a preguntarme. Juan, que estaba de espaldas al desconocido, percibió mi exaltación, y sin vacilar me dijo: “¿Qué estás mirando? Espero que no estarás tratando de cazar otro macho”. Y como él sí, era valiente, hecho en un mundo de taxistas en el que a veces debían enfrentar la muerte cuando un asaltante los abordaba, un mundo en el que abundaban las disputas a golpes de puño, no vaciló en girar y mirar hacia atrás, en la dirección en la que mis ojos habían estado clavados. Pero el bello extraño, hábil en las artes de la seducción y del disimulo, se sumergió en la aparente dedicación a comer y Juan no descubrió nada, a la vez que yo, estrenándome en el mundo de la mentira, le respondí: “Estás loco. ¿Cómo se te ocurre?” La comida continuó y yo, atemorizada, aunque volví a sentir la mirada del otro sobre mí, logré controlarme y por unos instantes no mirarlo. Pero enseguida, en un momento en que Juan estaba distraído, volví a mirar al extranjero, apenas de soslayo, que sonreía sutilmente, y me hacía gestos con las manos. Y yo, de improviso, me volví experta en descifrar códigos, y por el movimiento circular de sus manos extendidas, entendí que se refería al tiempo y que me estaba diciendo “mañana”, y cuando su mano derecha con el índice extendido hacia abajo, subía y bajaba, entendí la continuación del mensaje, “aquí”. Al salir del restaurante, yo rígida como una estatua, con Juan a mi lado, al pasar cerca del extraño, sentí correr por mis muslos el líquido claro del amor.
Al día siguiente, a la misma hora, mientras Juan estaba trabajando, yo llegué al restaurante y el hombre hermoso estaba ahí. Este, sin perder ni un segundo, sin decirme nada más que “te esperaba”, me hizo subir a su automóvil y con prisa y sin pausas, salimos de la ciudad y nos dirigimos hacia la suya, “a 500 kilómetros de distancia”, logró decir. Pero ya en la carretera comenzó la fiesta. Tenerlo a mi lado, poder mirarlo en todo su esplendor, me hizo olvidar de los temores que me habían aprisionado hasta ese instante y entender que esto que vivía tan irresponsable y libremente, era también mi destino. Todo se exacerbó, cuando el soltó la mano derecha del volante, y la puso sobre mi muslo izquierdo, me levantó el vestido, corrió el elástico de mi braga o calzón, como lo llamamos, y sumergió sus dedos en el interior de mi sexo inundado. Entonces, yo empecé a reír, a reír fuerte y enajenada, invadida por la plenitud de la alegría. Y lo hice después de tanto tiempo que el sonido de mi risa ya olvidado, me sorprendió como el de un brote tierno y verde, que surge de pronto en una planta que creíamos hace tiempo muerta. Él me miró sorprendido, pero luego se plegó a mi risa y me dijo: “Yo no te dejaré ir, siempre estarás conmigo”. Entonces detuvo el auto a un costado de la vía, y me besó en la boca. Fue un solo beso, y yo sentí tantas sensaciones nuevas, que se me ocurrió que recién estaba empezando a vivir, que todo comenzaba allí: en su beso y en su mano introducida en el centro de mi cuerpo. Y proseguimos el viaje, jugueteando, presintiéndonos, reventando de placer que era inmenso, pero apenas un preludio de lo que vendría.
Cuando llegamos a su ciudad y a su casa, me quitó la ropa como si fuese un mago o un prestidigitador que poseía el don de volver ingrávidas las vestimentas, y al fin, entonces, nos hicimos el amor. Hacer el amor… ¡lo hice por primera vez!, ¡lo sentí por primera vez! Todo lo anterior, aun en los tiempos apacibles con Juan, fueron pobres remedos. Era como un estallar de fuegos artificiales: el ascenso luminoso, la explosión en burbujas de luz y la lenta caída alumbrando la noche, borrando la oscuridad y el pesar. Lo hicimos tres o cuatro veces, sin intercambiar palabras, todo lo libramos al lenguaje de los cuerpos. Y las almas, al menos eso creí, se las arreglaron para conversar entre ellas, con plenitud, sin tapujos. En ningún momento sentí arrepentimiento por mi fuga, por mi aparente traición al otro. Es que por primera vez supe y sentí, que era fiel y leal a mí misma. Al finalizar aquella sesión de maravillas, el hombre que de verdad me había poseído, me dijo su nombre. “Me llamo Luis”. “Me llamo Helena, con H”, le repliqué. Y supe, que desde entonces, había aprendido a amar, que amaría a Luis por toda la vida, sin importar si él me amaba o simplemente me deseaba. Y así, con esa certidumbre, se instaló la felicidad en mi corazón.
Vivimos juntos hasta hoy, durante siete años. Mi vida parece sujetarse a los ciclos de siete. Vivimos en relativa armonía, con comodidad, sin escasez; yo sujetada a mi amor, él, sin derrochar, pero tampoco sin mezquinar su ternura. Hace tres años, tuvimos un hijo al que le pusimos de nombre Paris. En realidad, yo impuse la voluntad de nombrarlo así, en homenaje a aquel lejano Paris, del mito. Sabía, porque ya me lo había dicho mi padre hacía tantos años, que Paris no fue un dechado de virtudes. Sin embargo, en deferencia a aquella historia de amor loco que papá me había contado cuando yo tenía once años, quise que otro nombre de aquella leyenda, además, del mío, perviviera entre nosotros. Nunca supe bien a qué se dedicaba Luis, pero para mí tampoco eso era importante mientras lo tuviera conmigo. Él era parco en el hablar, salvo cuando me contaba sus sueños de niño, que se resumían en la ambición de tener una compañera bella, que algún día, en un lugar inesperado, le entregaría el destino. «Tú fuiste el destino», me dijo. En esos relatos suyos, yo percibía una fuerza y un toque de hermosa locura. No sé, en realidad, si Luis me amó. Aunque lo hubiera deseado, tampoco me pareció importante. Lo único importante era que yo lo amaba a él. Con mi amor, bastaba para los dos. Fue un buen compañero, sí; fue un buen padre así como yo me esmeré en ser una buena madre de ese fruto que venía de él.
Yo los vi venir, los vi por la ventana del dormitorio del niño. Los vi bajar del auto decididos y amenazantes, los vi avanzar hacia nuestra casa. Juan y otros dos tipos que traían en sus rostros, la advertencia de lo aciago. En ese momento supe lo que iba a pasar. Apenas pude coger a mi hijo y gritar “¡Cuidado, Luis!”, cuando sentí el estrépito que me indicó que arrancaban la puerta de entrada. Pude escapar con el niño en mis brazos, por la puerta trasera, mientras escuchaba el sonido de dos balazos y el grito espantado de Luis. No sé cómo pude fugar hasta aquí, hasta el patio trasero del vecino, que seguramente está en el trabajo. Toda esta historia, que acabo de contarme a mí misma, pasó en pocos segundos por mi mente. Y estoy aquí, acurrucada en un rincón, con Paris aterrorizado pero silencioso, mientras sigo oyendo pasos que seguramente me buscan en aquello que fue mi casa. Temo que ha llegado mi final. Sé, porque me lo dice mi corazón, que Luis yace muerto en el piso de la sala. Sé, que parte de mi corazón ha muerto con él. Él ya acabó, él ya pagó. Con el niño entre los brazos, pienso que tal vez él será perdonado. Este niño es la otra parte de mi corazón que todavía subsiste. Sin embargo, ¡qué absurdo! me vuelven imágenes de aquella Helena de Troya, que, me parece que lo leí por ahí, fue absuelta por su exmarido Menelao. ¡Qué hijo de puta este Juan! Porque no es amor por mí lo que lo trae, sino el odio, su supuesta dignidad herida. Qué canallas somos los humanos, qué seres despreciables. Qué poca cosa soy yo misma. Ja,ja,ja. Helena, Helena…