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Guillermo Ruíz Plaza / Cuento

Raíces

Cuando yo tenía diez años y mi hermano quince, el abuelo se vino a vivir con nosotros. Había enviudado poco tiempo antes, y en su casita de Miraflores, según decía, no lo dejaban dormir los fantasmas. Papá le vendió la casa y le dio nuestro cuarto, que se llenó con su olor a tabaco frío y medicinas. Puso en la pared, encima del respaldar de la cama, dos espadas samurái colgadas en cruz. Como no se veían clavos desde donde yo las miraba, parecían suspendidas por un hechizo. Pero lo que más llamaba la atención era el enorme baúl negro que había en un rincón, entre el ropero y el ventanal que daba a la calle. Estaba cerrado con un candado que parecía tan pesado como antiguo.

Al bajar, el abuelo siempre cerraba la puerta con llave; Julio y yo no tardamos en sentir curiosidad por lo que guardaba con tanto recelo. De no ser por mi hermano, jamás hubiera entrado a escondidas en el cuarto. No sabía si al desobedecer sentía miedo porque era miedoso –como decía él– o simplemente porque no había cumplido aún su edad. Esa edad en que uno empieza a fumar los primeros puchos y a tomar los primeros tragos en las fiestas, cosas de las que yo no sabía nada todavía. Ese mundo desconocido me daba miedo, la verdad, pero debía reconocer una cosa: que a la edad de Julio el miedo no parecía ser un obstáculo. A la hora del té, apenas se oían los pasos del abuelo escaleras abajo, Julio saltaba de la cama y me hacía señas para que lo siguiera por el pasillo. Yo obedecía. Había que moverse rápido y sin hacer ruido. El abuelo podía subir en cualquier momento.

Antes de devolverle la llave a papá, Julio había ido, una tarde después del colegio, a que le hicieran una copia. Ahora dormíamos en el otro extremo del pasillo, en un cuarto pequeño con una cómoda y un escritorio que debíamos compartir. Nuestros padres dormían en la planta baja, así que estábamos solos con el abuelo en el primer piso. A veces, en la madrugada, me despertaban los ronquidos –potentes y silbantes como los de un animal agonizante– que llegaban desde el otro lado del pasillo. Y otras, llegaba una voz incomprensible que no parecía de este mundo, y sentía tanto miedo que me tapaba los oídos con la colcha para tratar de conciliar el sueño.

A Julio le brillaban los ojos cada vez que giraba la llave en la cerradura, empujaba la puerta y se volvía para animarme a entrar. La primera vez me negué, pero mi hermano me miró sin decir nada, conteniendo en los ojos algo demasiado parecido a la burla, y entré. Julio cerraba la puerta a mis espaldas y, en la penumbra, emergía el brillo de las dos hojas de acero en cruz suspendidas en la pared. Las cortinas del ventanal permanecían cerradas y había un vago olor a pis fermentado. Yo sentía que habíamos entrado en un lugar peligroso y que una amenaza oscura pesaba sobre nosotros. El pecho me palpitaba con tanta fuerza que sentía un placer doloroso, y me preguntaba si mi hermano sentía lo mismo.

Las primeras veces nos contentamos con estar ahí dentro, admirar las espadas, abrir los cajones de la cómoda (ropa interior descolorida, botes de pomada seca, frascos de colonia que habían desaparecido del mercado, un par pantuflas de cuero que parecían roedores muertos, una máquina de afeitar con la navaja blanca de pelos y tan oxidada que parecía imposible que todavía funcionara). Cuando se oían las pisadas lentas del abuelo escaleras arriba, el placer doloroso se convertía en algo paralizador. Odiaba y agradecía que Julio me tirase de la ropa para que reaccionara. Justo antes de salir, echaba una última mirada al baúl.

En la oscuridad (las camas estaban tan próximas que bastaba con estirar la mano para tocar al otro), Julio trataba de adivinar su contenido.

–Te apuesto que tiene ahí una colección de revistas de peladas –decía él–. No, hablando en serio –reía–, te apuesto que tiene ahí a la abuela embalsamada. O una parte de la abuela. ¿Cuál crees que sea? ¿Una mano?, ¿un pie?, ¿la cabeza?

Estas imágenes me dejaban intranquilo y solía dormirme con alguna de ellas impresa en el revés de los párpados.

La abuela era callada, discreta, casi invisible. Encorvada y ligera, se deslizaba sobre sus “patines” de tela –que todos debíamos utilizar para no ensuciar el piso– hasta la alacena de la cocina, sacaba la lata de galletas surtidas La Francesa e, inclinada sobre la mesa, nos la ofrecía con una expresión de travesura, como si estuviera haciendo algo prohibido. Después el abuelo pedía sus galletas con un vozarrón que daba miedo. En más de una ocasión, por diversos motivos, se sacó el cinturón para darle a Julio, y papá nunca dijo nada al respecto. Una vez Julio se quejó de que el abuelo le había pegado por tirar una puerta que, en realidad, había cerrado el viento.

–Siendo menor que vos, el abuelo ya había ido a la guerra –contestó papá–. Pensalo. No tienes de qué quejarte.

Julio miró a papá con rabia contenida, y luego, con una leve sonrisa, como si hubiera decidido hacer justicia a su manera. Yo recordaba esa escena las noches en que pensaba en el baúl y me daba miedo la curiosidad de mi hermano por abrirlo y descubrir qué contenía.

Se fue convirtiendo en una obsesión. Después de las primeras incursiones en el cuarto del abuelo, Julio decidió que había que encontrar la llave del baúl. Al principio me negué y dije que solo quería mirar las espadas (me daba vergüenza confesar el temor que me infundía el baúl). En una de nuestras intrusiones, mi hermano se subió a la cama cubierta de frazadas grises, descolgó una de las espadas y estuvo jugando con ella como si luchara contra un samurái invisible. Luego me ordenó que subiera y que la tocara. La hoja era espejeante y por un instante pude ver mis ojos reflejados en el metal. Se abrió la puerta y apareció el abuelo. Amenazante, avanzó con el bastón hasta el borde de la cama y Julio apenas tuvo tiempo de dejar la espada en su sitio. Se oyó un golpe seco. Mi hermano saltó de la cama y salió cojeando sin volverse. El abuelo me lanzó una mirada terrible y yo cerré los ojos. No llegó el golpe que aguardaba; los volví a abrir. Se había puesto a revisar las espadas, absorto, como si quisiera comprobar que no se hubieran movido un milímetro. Salí de allí. Al entrar en nuestro cuarto, encontré a mi hermano boca abajo en su cama, agarrándose una pierna. Se volvió. Tenía la cara roja, y en los ojos, pequeñas lágrimas de rabia o de dolor. “¿A ti no te dio?”. Negué con la cabeza. “Más le vale”, dijo, y volvió a hundir la cara en la almohada.

Nos sorprendió que papá no nos castigara; concluimos que no se había enterado de nuestra intrusión. En la cena, mientras papá y mamá hablaban de sus cosas, el abuelo comía en silencio con aire ausente. De vez en cuando levantaba la vista hacia nosotros y sonreía con un solo lado de la cara. Ese gesto siempre me había inquietado y por eso temía cruzar su mirada. No me gustaba la fijeza de máscara de la mitad de su rostro ni la expresión extraviada de su ojo malo. Papá nos había contado que, en la guerra, el abuelo recibió un disparo en la cabeza. La bala le atravesó el cráneo sin causarle la muerte, pero le paralizó la mitad de la cara. Yo miraba la expresión indescifrable de mi abuelo y me preguntaba por qué, sabiendo que teníamos la llave de su cuarto, se había negado a denunciarnos. “Esto queda entre nosotros”, parecía decir la media sonrisa que nos lanzaba.

Desde entonces redoblamos nuestras precauciones. Yo debía quedarme apostado en la puerta entreabierta, atento a cualquier ruido en las escaleras, mientras Julio buscaba la llave del baúl en los muebles del cuarto sin dejar huellas de su paso. Después de varias búsquedas inútiles, concluimos que el abuelo debía llevarla siempre consigo.

–¿No te digo que hay algo turbio en ese baúl? –dijo mi hermano–. Tenemos que entrar de noche.

Tragué saliva y pensé en negarme, en decirle que si el abuelo nos pillaba en su cuarto de noche, nos daría a los dos, y que encima, papá y mamá oirían todo y lo descubrirían todo y nos castigarían como nunca; pero Julio me miraba expectante, con los ojos brillantes, como si de mi respuesta dependiera la idea que tenía de mí.

Esa noche, después de acostarnos, no oí a Julio una sola vez. Abajo se apagaron las últimas luces y se hizo el silencio. Pasaron los minutos y pensé que mi hermano se había quedado dormido. Empezaba a sentirme aliviado, cuando unas palmaditas sobre las sábanas me sobresaltaron. Vi la sombra de Julio incorporarse y hacerme una seña. Con un nudo en el estómago, me levanté y lo seguí por el pasillo oscuro. No sentía mis pies. Pensé: El que se ha quedado dormido soy yo y esto no es más que un sueño. Pero cuando Julio empujó la puerta y me golpeó el olor a pis fermentado, a tabaco frío y medicinas, volví a sentir mis pies y supe que estaban entumecidos. Nos adentramos en el cuarto y la forma oscura de la cama se fue recortando contra la débil luz que se filtraba por las cortinas cerradas. Me alarmó no oír los ronquidos del abuelo y traté de advertirle a mi hermano. Extendí la mano para tirarle del pijama, pero no encontré más que el vacío. Se oyó esa voz gutural, inexpresable, que ya había oído otras noches. Costaba creer que saliera del abuelo. “No, eso no”, decía. “Por favor, por favor”. Mi hermano se quedó inmóvil, y después de unos segundos se volvió hacia mí, como para asegurarse de que yo también había escuchado. Poco a poco, apareció la imagen pálida del abuelo echado bocarriba. Tenía una expresión de indefensión y todo su cuerpo parecía temblar bajo las frazadas. “Aquí no, por favor”, dijo el abuelo y entonces abrió grande los ojos. Brillaban con perplejidad, como al borde de algo terrible o milagroso que no acababa de producirse. Julio dio media vuelta y salió disparado. Yo me quedé unos segundos más, incapaz de moverme, seguro de que el abuelo me miraba, hasta que comprendí que estaba soñando con los ojos abiertos.

No hablamos de lo sucedido sino dos o tres días más tarde. Creo que Julio estaba avergonzado de su fuga precipitada.

–Lo torturaron –dijo una tarde de repente, inclinado sobre sus cuadernos en el escritorio. Y como yo no entendía, se volvió hacia mí y añadió–: Los pilas lo apresaron y lo torturaron. Tiene que ser eso.

Y como yo seguía sin entender (no sabía lo que significaba tortura ni pilas: lo primero me hacía pensar en tortugas, y lo segundo, en baterías eléctricas), Julio me miró como si, por primera vez desde que empez lo del abuelo, se hubiera dado cuenta de que yo no era más que un niño.

Habló con papá esa misma noche o un día después. No eran muy cercanos en esa época. Mi hermano, desde que entró en la adolescencia, se las hizo ver negras a papá, pero de todas formas papá intentaba no alejarse demasiado y pareció agradablemente sorprendido por el interés que Julio mostró por el pasado militar del abuelo. Así que le contó la historia. No era mucho lo que sabía porque al abuelo no le gustaba hablar de eso.

Nada más morir su padre, mandaron al abuelo a la academia militar. Como solo tenía unos catorce años, sus superiores y sus compañeros le apodaron “La Wawa”. Un año después, cuando estalló la guerra, engrosó las filas del cuarto regimiento de infantería como soldado raso. A fines de octubre, en las trincheras, una bala le atravesó el cráneo y se apagaron las luces. Volvieron a encenderse en un hospital, donde permaneció varios meses hasta que le dieron de alta. “Si la trayectoria de la bala hubiera sido un milímetro distinta, ninguno de nosotros estaría aquí”, concluyó papá.

La historia no nos resultó satisfactoria, ni a Julio ni a mí, y seguimos dándole vueltas al asunto por las noches, en la oscuridad de nuestro cuarto. Julio dijo que si el abuelo había estado solo tres meses en el Chaco, costaba creer que los pilas lo hubiesen apresado y torturado. Como se dio cuenta de que no entendía, me explicó quiénes eran los pilas y también qué era torturar. “¿Y para qué hacían eso?”, le pregunté, pero en lugar de responderme, dijo: “Paula, tenemos que averiguar quién era Paula”. Lo dijo como si hubiera establecido una conexión entre los suplicios juveniles del abuelo y ese nombre de mujer.

Ahora mirábamos distinto al abuelo. Su silencio obstinado nos resultaba magnético. Más de una vez, en el almuerzo o la cena, me descubrí observándolo cuando se llevaba la cuchara a la mitad sana de su boca o cuando hacía bolitas perfectas con las migas de pan. Ya no entrábamos en su cuarto a la hora del té; coincidíamos con él en la cocina. El abuelo sopaba sus galletas La Francesa en el café con leche, perdido en sus pensamientos; de repente levantaba los ojos y, por unos segundos, nos miraba con curiosidad. Yo me sentía entonces a punto de hablar, de preguntarle algo, pero no me salía nada. Y poco después, él volvía a ensimismarse.

Pocas veces habló a la hora del té. A Julio, que yo recuerde, no le dirigió la palabra después del incidente de las espadas. Pero a mí sí. En la cocina había una tele vieja y salpicada de grasa, y en esos días pasaban imágenes de lo que estaba sucediendo en Cochabamba. Las barricadas de adoquines y de llantas. Las hogueras y los gases lacrimógenos. La multitud enardecida. El abuelo dirigió su ojo bueno a la pantalla y se inclinó lentamente hacia mí. “El gigante ha despertado”, dijo y me miró. Parecía estar seguro de que yo había entendido. En otra ocasión se quedó mirándome y me preguntó cuántos años tenía. “Voy a cumplir once”, respondí, aunque estaba más cerca de los diez. Asintió muy serio y dijo: “Preparate para la guerra”. Lo miré sin entender. “Aprovechá, solo te queda un año o dos, después estás jodido”. Intranquilo, pensé que se había perdido en el tiempo y estaba teniendo una conversación con el niño que fue justo antes de ir al Chaco. Pero ahí cambió de expresión y dijo: “Las chicas, hijo, las chicas, ¿qué más va a ser?”. Mi hermano, que estaba a mi lado, no pudo evitar la risa. El abuelo sonrió un instante con esa media sonrisa suya y luego siguió tomando su café en silencio.

Por lo demás, no parecía enterarse de nada, y solo una vez, durante la cena, cuando mamá le preguntó qué tal dormía, pareció volver entre nosotros y la miró sorprendido, como si le agradeciera la pregunta.

–Es cada vez peor, hija.

–¿Qué cosa, don Roque?

–Los fantasmas, hija.

–Pesadillas, papá –intervino el nuestro y, mirándonos, añadió–: Su abuelo tiene pesadillas desde siempre.

–Tú qué sabes –replicó el abuelo–. Cuando estás cerca de la muerte, dejan de ser pesadillas y se convierten en otra cosa.

Hubo un silencio y, sin mirar a nadie, dijo:

–Son visitas.

Soltó algo inaudible entre dientes, se quedó mirando el vacío y, unos segundos después, su expresión cambió. Al principio parecía que se había atorado; solo cuando mamá le dio unas palmaditas en la espalda soltó la risa con nitidez. Nunca lo había visto así. Mamá debió de asustarse, porque le quitó la servilleta del cuello, le ayudó a levantarse y lo llevó escaleras arriba. “Con cuidado, don Roque”, le decía. “Despacito, don Roque”. Nos quedamos a solas con papá, que tenía los dos brazos sobre la mesa y estaba inclinado sobre su plato. “¿Quién era Paula?”, preguntó Julio. Papá levantó la mirada arrugando el entrecejo y mi hermano tuvo que repetir la pregunta. “El abuelo dice su nombre cuando sueña”, añadió. Papá no respondió; parecía demasiado contrariado. Acabamos la cena en silencio y yo me pregunté si mi hermano había vuelto a espiar al abuelo.

Ese fin de semana, papá se sentó en el borde de mi cama, me pasó la mano por el pelo y le dijo a Julio que había recordado algo. No era mucho y tal vez no fuera la Paula con la que el abuelo soñaba. La madrastra del abuelo, nos contó, se llamaba Paula, y era apenas un año mayor que él. Su mamá había muerto en el parto, al tenerlo a él precisamente, y su padre volvió a casarse con una muchacha cuando el abuelo tenía trece. Papá recordaba haber visto alguna vez una foto sepia, que había sido tomada en un patio, el patio de la casa del bisabuelo. Don Claudio –así se llamaba– estaba sentado en un banco de madera. Debía rondar los cuarenta, tenía barba y era más bien alto. A su lado, de pie, una morena muy guapa que parecía su hija. A los pies de la pareja se agolpaban dos niños pequeños vestidos como príncipes, y al otro extremo del banco, de pie, la figura espigada de un adolescente: el abuelo. Aunque le llevaba un año, la muchacha era un poco más baja que él. Me pareció increíble que, siendo una adolescente, tuviera dos hijos. Julio le preguntó a papá cómo era ella.

–En esa foto antigua no se distinguía muy bien –dijo papá–, pero los ojos sí. Tenía unos ojos negros bárbaros. Parecía una mujer de mucho carácter; y debía serlo, porque, con el marido enfermo, dirigía la casa solita.

El abuelo le había dicho a papá que esa foto databa de 1931, poco tiempo antes de que el bisabuelo muriera y a él lo enviasen a la academia militar. “¿Dónde estará esa foto?”, se preguntó papá por lo bajo. Julio no parecía dispuesto a dejar que se perdiera en sus pensamientos y siguió con el interrogatorio:

–¿De qué murió don Claudio?

Papá hizo memoria unos segundos.

–De cáncer –respondió.

–Y el abuelo, al volver de la guerra, ¿ya no volvió con su madrastra? –preguntó Julio.

Papá, muy serio, negó con la cabeza.

–Solo llegaron a convivir un año o poco más, pero la odiaba.

–¿Y por qué la odiaba?

–Al morir don Claudio, Paula lo mandó a la academia militar, y ella y sus hijos se quedaron con la casa y toda la herencia. Cuando salió del hospital, con quince años, mi papá era un herido de guerra y estaba solo en el mundo.

Hubo un silencio. Su expresión grave desapareció.

–¿Ya ves por qué te digo que no te quejes? –le dijo a mi hermano, y le pasó la mano por el pelo.

Julio no parecía convencido. Se sacudió la cabeza y replicó:

–Habla todo el tiempo de Paula.

A papá no pareció extrañarle, como si él también, en un momento de su vida, hubiera espiado al abuelo dormido. O tal vez suponía que desde nuestro cuarto podíamos oírlo. En todo caso, pareció no darle importancia, y cuando mamá lo llamó desde la cocina se fue de inmediato, como si ya no tuviese nada que decir.

No le hice ningún reproche a Julio, porque en el fondo le agradecía que fuera al cuarto del abuelo sin mí. Me limité a preguntarle: “¿La encontraste?”. “¿Qué cosa?”, me preguntó él extrañado. “La llave del baúl”, le dije. “Ah, no”, respondió, y se quedó pensativo. Sospeché que lo que había empezado para mi hermano como una secreta venganza contra el abuelo se había convertido en una necesidad más difusa, pero también más íntima. Que yo recuerde, no volvimos a hablar del asunto.

Muchos años después, cuando vi a Julio por última vez en esa cama de hospital, sentí unas ganas tristes e irracionales de apagar la luz y de echarme a su lado para volver un instante a nuestro cuarto y retomar la charla interrumpida sobre el abuelo, sobre el baúl y sobre Paula, la terrible Paula. Hablar del abuelo –tal vez Julio lo sospechase y por eso lo obsesionaba– era hablar de nosotros, de quiénes éramos, de nuestro destino. Desde la cama de hospital, conectado a una maraña de cables, calvo y pálido, aunque todavía joven, Julio me miraba con una sonrisa débil y se despedía en silencio. Lo vi a los quince años, echado en su cama con las manos detrás de la cabeza y una expresión triunfante y maliciosa, y el impacto de esas dos caras opuestas me paralizó en el acto. Esas dos caras las tenemos todos, pensé. Quise hablarle del abuelo, de tantos recuerdos juntos, pero no me salió nada.

Tal vez fuera una forma de no ver a mi hermano. O de no ver a mi hijo de cuatro años que me tiraba de la manga preguntándome por qué el tío Julio estaba conectado a esos cables. O de escapar de ese cuarto de hospital. Lo cierto es que me puse a pensar en el abuelo. Conjeturé que una parte suya se había quedado anclada en el pasado, en una dolorosa inmovilidad. Y entretanto, la otra había seguido viviendo en el flujo de los días y las décadas. Casarse, tener hijos, envejecer, todo se le deshizo a medida que avanzaba, pero bajo las aguas permanecía algo antiguo y feroz, esperando la noche para subir a la superficie. El tiempo no pasa en los sueños, gira sobre sí mismo obsesivamente, cavando cada vez más hondo, me dije. Ninguno de nosotros había podido ver de qué estaba hecha esa otra cara. Me pregunté si mi hermano también tendría una y si alguien se preguntaría lo mismo de mí el día que en me tocase afrontar el abismo.  

Recordé la mañana en que mamá fue a despertar al abuelo y tuvo que tocarle la cara y las manos para darse cuenta de que ya se había ido. Muchos años después, nos reveló que tenía los ojos abiertos y el pantalón del pijama empapado. Tuvo que pasar más tiempo aún para que papá nos confiara que ese era un problema recurrente en los últimos meses. “Nunca lo soltaron sus fantasmas”, nos dijo. “Por eso cruzaba las espadas en la pared encima de su cama. Por alguna razón, creía que lo protegían de las visitas nocturnas”. Ahora papá hablaba como el abuelo. Visitas. ¿Escenas de la guerra o de esa madrastra que podía haber sido su hermana mayor y que seguía aterrándolo a los 84 años?

Unos días después del entierro, papá nos pidió que lo acompañáramos al cuarto del abuelo. Una vez allí, rompió el candado con un alicate y abrió la tapa del baúl. Palpó el interior con insistencia y luego se volvió hacia nosotros. Mi hermano y yo nos inclinamos para ver el fondo blanquecino y cruzamos miradas incrédulas en medio del polvo que se había levantado del interior. “No lo entiendo”, dijo papá. “Este baúl lo tenía desde que yo era chico”. Esperábamos sin duda encontrar un uniforme, fotos, cartas, algo que nos revelara los hechos borrosos de su adolescencia, un diario de sus días en la guerra o de su vida cotidiana, algo terrible o banal que nos permitiera entender quién había sido el abuelo, algo a lo que hubiéramos podido aferrarnos ahora, en este cuarto de hospital, mientras Julio se iba tan despacio y yo no podía sostenerle la mirada. Pero el baúl estaba vacío, y nadie dijo nada, y el polvo blanco y espeso de su interior se quedó girando en el aire al trasluz del ventanal, formando figuras instantáneas y borrándolas como fantasmas.

Mi hermano murió poco después de mi última visita. A diferencia del abuelo, que habíamos enterrado, Julio pidió una cremación. Solo quedó de él una urna de vidrio pintada de gris. Después de la ceremonia la tuve en las manos, y me aterró comprobar que los treinta y cuatro años de mi hermano no pesaban más que un florero. De pronto me sentí horriblemente ligero; la urna reflejaba mi cara y había algo deformante y burlón en ese reflejo. Debí dársela a papá con cierta brusquedad, porque me miró raro, aunque después pareció comprender. Ahí, sacudiéndome aún los escalofríos, pensé en el polvo del baúl y me pregunté si no sería ceniza. Si esa ceniza, con el tiempo, no se habría transformado en el polvo de aquella tarde, ese polvo blanco y espeso que se demoraba en el aire.

En esos días la idea de las cenizas en el baúl me visitó cada vez con más insistencia. Traté de deshacerme de ella diciéndome que la brusca muerte de mi hermano me había impresionado, que era natural tener ideas mórbidas relacionadas con él y que pronto las olvidaría. Pero algo en mí no podía evitarlo y me preguntaba a quién pertenecían y por qué el abuelo las había guardado tantos años en un baúl. La respuesta a esta pregunta no parecía difícil: para ocultarlas, simplemente, pues ni siquiera el que abriera el baúl se daría cuenta. Al contrario, una cajita o, por supuesto, una urna funeraria habrían delatado la naturaleza de su contenido. El truco había funcionado tan bien que solo ahora, dieciséis años después, se despertaban mis sospechas.

Esto me llevó a otra interrogante: ¿Por qué ocultar las cenizas? El abuelo quiso guardarlas, pero temía que alguien las descubriera, pues habría implicado preguntas que no estaba dispuesto a responder. “Este baúl lo tenía desde que yo era chico”, había dicho papá. Sentí ganas de contarle mis conjeturas, pero, conociéndolo, me dije que todo eso le parecería, en el mejor de los casos, una ocurrencia macabra, y en el peor, un insulto a la memoria de su padre. Así que decidí no molestarlo. Luego me di cuenta de que no había sentido ganas de contarle a él mi hallazgo, sino de compartirlo con mi hermano.

Una tarde, mientras leía el periódico, abrí por error la página de avisos necrológicos; estaba por pasarla cuando un nombre femenino llamó mi atención. La esquela decía lo siguiente: “Obituario María Paula P. Z. // Se ha ido una mujer generosa que prodigaba amor por donde pasaba. Una mujer maravillosa que siempre mostraba una sonrisa a pesar de las adversidades de la existencia. Una mujer fuerte, que le peleó a la muerte hasta el último instante [sic]. Te has ido, mamita, pero dejas una gran familia agradecida”. Luego seguía el nombre de su hija, Claudia B. P.,  los nombres de sus otras hijas y los de sus numerosos nietos. El nombre de la difunta –Paula– asociado a su segundo apellido, Z. –el del abuelo, el de papá, el mío–, despertó mi curiosidad. No es un apellido común en Bolivia. Busqué en Internet las señas de Claudia B. P. y solo hallé dos en el país, de las cuales, una vivía en La Paz y tenía una cuenta en Facebook. A punto de escribirle un mensaje, me contuve. Era demasiado improbable. Y así fuese familiar de Paula –la madrastra de mi abuelo–, ¿qué iba a decirle?

Papá tocó a mi puerta unos días más tarde. Llevaba una caja de zapatos Bata que me resultó vagamente familiar. Entró, la puso sobre la barra de la cocina y me dijo que la abriera. Obedecí. Había una hilera de cassettes en cuyos lomos reconocí la letra de mi hermano. Eran sus compilaciones de canciones grabadas de la radio. Pink Floyd (influencia de papá nunca confesada por mi hermano), Alice in chains, Soda Stereo, entre otros. También había unos cómics de Batman. Una pluma fuente que parecía nueva. Un llavero con el emblema de Nirvana, esa carita amarilla que parece drogada y feliz. La foto carnet de una muchacha de dieciséis o diecisiete con una nota detrás: “Vale por un beso”. Miré a papá con agradecimiento. Levantó la mano como si adivinara mis pensamientos y dijo: “Es tuyo por derecho”. Después añadió: “Yo me quedé con las cenizas”. Y no sé por qué nos reímos.

Esa noche tuve que aguantarme hasta la desesperación las ganas de fumar (lo había dejado una semana atrás). Como no lograba conciliar el sueño, me senté en la alfombra, abrí la caja y me puse a leer los lomos de los cassettes. Quería escuchar una de esas compilaciones que le habían dado forma a las tardes de mi adolescencia, cuando Julio y yo todavía vivíamos juntos en la casa familiar. Pero al elegir una y sacarla de su caja recordé que, durante el traslado (me separé poco antes), había regalado mi última casetera. Fue como recibir un sopapo. En mi nerviosismo, saqué unas cuantas revistas y empecé a hojearlas. En eso, algo se deslizó y cayó sobre mis rodillas. Era una foto. El retrato sepia de una familia. Están en el patio y de fondo se levanta una pared blanca cubierta de hiedra. El padre, de unos cuarenta y tantos, tiene el pelo ralo y la barba cuidada y está sentado con aire patriarcal en un banco de madera. Lleva un traje negro y estricto con un pañuelo blanco en el ojal y zapatos relucientes, tal vez de charol. A su lado, de pie, una hermosa muchacha de ojos negros y vivaces, aunque levemente avergonzados, como si la apenara transmitir con su mirada esa luz turbadora. Tiene el pelo muy largo y muy negro recogido en una cola de caballo. Lleva un vestido simple de color claro, con una cinta en el talle, que luce casi infantil. Menuda, de huesos pequeños, resulta difícil creer que haya aterrado alguna vez a alguien. Dos niños vestidos de forma angélica o ridícula están sentados a los pies de sus padres. Un poco aparte, un adolescente de chaleco lustroso y corbata oscura –una versión criolla del famoso retrato de Rimbaud– mira a la cámara sin mirarla realmente, como perdido o tal vez distraído por esa muchacha que don Claudio rodea con un brazo todavía fuerte. Así que mi hermano había tenido la foto durante todos esos años. Tal vez la robó una de aquellas noches en las que espiaba al abuelo y no me había contado nada para protegerme, para que olvidara esa historia. Pero visiblemente era él quien había olvidado con el tiempo. Uno también acaba olvidando sus secretos, pensé.

Llegué al café céntrico en el que habíamos quedado. Me senté en la terraza y pedí una cerveza. En menos de cinco minutos pedí otra. Faltaban quince para las siete y la jornada en la editorial me había resultado interminable. Tuve que admitir que estaba nervioso, aunque no llegué a comprender la razón. Días atrás, Claudia B. P. había contestado a mi mensaje con una rapidez inesperada. Después de presentarme, le pregunté si no había en su familia una Paula casada muy joven con un hombre ya de cierta edad, Claudio Z. N., allá por mil novecientos veintipico, en La Paz, especificando que ese señor era mi bisabuelo. Había enviado el mensaje después de contemplar la foto sepia, insomne y con los ojos ardientes, hasta que la necesidad de saber se hizo irreprimible. Después de todo, me dije, no tenía nada que perder. Dos días más tarde recibí una respuesta: Claudia decía que Paula Inés Z. G. era su abuela, casada cuando tenía unos catorce años con Claudio Z. N. Había decidido que la mejor estrategia era ser directo, no andarme con rodeos, así que esperé un día y le pregunté si podíamos vernos para hablar de su abuela y también si podía mostrarme fotos de aquella época.

Y ahí estaba ahora, esperando a Claudia B. P. en la terraza del café que me había indicado. Tomaba mi segunda cerveza cuando vi llegar a una mujer de unos cuarenta y cinco vestida con un blazer color mostaza, pantalón negro y zapatos de tacón. Recorrió las mesas de la terraza hasta dar conmigo. Cruzamos miradas y vi en sus rasgos maquillados una antigua belleza que no me era desconocida (había estado mirando la foto sepia en esos días), pero que ya se había desdibujado casi del todo. Sonreí y le hice una seña. Algo desconfiada todavía, se acercó y nos saludamos. Volví a presentarme, como si no lo hubiera hecho ya en mi primer mensaje, y supe que eran otra vez los nervios. Pidió un té con limón y me dijo que tenía poco tiempo, que pronto vendría su hija a buscarla. Yo no sabía muy bien por dónde empezar, así que saqué la foto de mi maletín y se la mostré. Vi el asombro en sus ojos.

–Sí, sí –dijo–. Es ella… Son ellos.

Levantó la vista. La desconfianza había desaparecido, aunque todavía era visible el desconcierto.

–Pero no sé quién es el chico –añadió.

–Ese es mi abuelo –respondí–. Yo era un niño cuando murió y nunca tuve el valor de preguntarle ciertas cosas. 

–Pero yo no sé nada de él. 

–¿Y de Paula?

Bebió un sorbo de té.

–De mi abuela sí le puedo decir algunas cosas.

Le pedí que me contara todo lo que sabía.

–Después de todo, somos primos lejanos –le dije con una vaguedad voluntaria que pareció gustarle, pues sonrió.

Bebió otro sorbo de té y por alguna razón empezó a hablarme de su vida. Había nacido en 1971, “poco después del golpe de Banzer”, puntualizó, como si ese dato sombrío fuera imprescindible cuando hablaba de sí. Me dije que en realidad Claudia era mi tía, aunque la única persona que nos emparentaba era Claudio Z, a la vez su abuelo y mi bisabuelo. Volví a escucharla. Seguía contando todo retrospectivamente y en base a fechas, como si temiera cometer alguna inexactitud. Todo lo que decía me parecía irrelevante y por un momento me arrepentí de haberle soltado la lengua. En eso dijo que su madre, María Paula P. Z., había nacido en 1945.

–No puede ser –la corté–. Mi padre nació en el 50 y para entonces mi bisabuelo llevaba varios años muerto. 

Pareció hacer un esfuerzo por recordar. Luego dijo como si recitara:

–La abuela Paula tuvo a dos niños antes de los quince años. Y luego, con más de veinticinco, tuvo a dos niñas.

–No puede ser –insistí, negándome a ver lo que una parte de mí adivinaba–. El bisabuelo murió antes de la guerra.

Frunció el ceño.

– ¿Don Claudio?

Sacó un sobre manila de su cartera y extrajo una foto en blanco y negro. Me la enseñó. El patio. La pared blanca cubierta por una enredadera. El banco de madera. Un hombre de estricto traje negro, pero ya calvo y con una barba crecida a la mala, como de guerrillero. La piel sobre los huesos, las cuencas de los ojos hundidas, lo cual le confiere una expresión azorada. Un hombre de cincuenta y tantos sorprendido por una súbita decrepitud. Está rodeado de dos adolescentes y tiene a una niña sentada en cada pierna. “Esa es mi mamá”, dijo Claudia, y señaló a la que parecía mayor, aunque no pasaba de los cinco años. Sentada al lado del hombre, una mujer de una belleza todavía sólida, la mirada tan intensa como antes, pero algo en las ojeras incipientes o en los labios, un rictus casi imperceptible de soledad o de cansancio.

–Estamos hablando de él, ¿no es cierto? –preguntó señalando al hombre de la foto–. De Claudio Z.

Asentí.

–Esta foto es del 51 –explicó–, alguien lo escribió en el reverso. Mire.

Le dio vuelta a la foto. La tinta azul se había difuminado pero aún resultaba legible. Dieciséis años después del fin de la guerra, don Claudio seguía vivo. ¿Por qué había mentido el abuelo? ¿Por qué había inventado la muerte prematura de su padre? Estaba tratando de ordenar mis pensamientos cuando añadió:

–Don Claudio murió un año después, en el incendio.

– ¿Qué incendio?

–El que acabó con la casona de mis abuelos. 

Incendio, escombros, cenizas. El corazón empezó a latirme con fuerza.

–Mi mamá siempre hablaba de eso –continuó–. Tantas cosas, tantos recuerdos se perdieron con ese incendio… ¿Se siente bien?

–Estoy un poco acalorado –dije, consciente de que en esa terraza hacía cada vez más frío.

Me miraba de otra forma. Encendí un pucho y le ofrecí la cajetilla que había comprado esa tarde (era la primera en dos semanas). La rechazó con una leve mueca.

–Usted es joven, ¿por qué le interesan tanto estas cosas? 

Si lo supiera, tal vez no estaría aquí, pensé. En lugar de eso, dije una ridiculez:

–Tengo que hacer tiempo antes de recoger a mi hijo de la casa de su madre.

Se quedó mirándome, echada un poco hacia atrás, como si no quisiera que la tocara el humo. Me descubrí preguntándole si lo del incendio había sido un accidente.

–Nunca se supo, pero mi mamá pensaba que habían sido los campesinos que bajaron del Altiplano. Sucedió en abril del 52 –dijo, como si eso lo explicara todo.

Me dio las coordenadas de la que había sido la casona de don Claudio. Quedaba a pocas cuadras de donde estábamos, pero ahora, en esa esquina, se levantaba un edificio de seis pisos. Supe que no iría a verlo, al menos esa tarde, pues solo serviría para olvidar lo que de verdad buscaba.

–Así que unos campesinos quemaron la casa –dije.

Debía haber algo en mi tono, porque enseguida replicó:

–Era una casona, le digo, grande, hermosa, llena de muebles europeos. La quemarían por la misma razón por la que, hace diez años, ocuparon y quemaron la hacienda de mi familia.

Hubo un silencio.

–Quién más iba a querer quemarla –dijo, y no supe si pensaba en voz alta o se dirigía a mí.

Con un presentimiento, le pregunté si conocía los detalles de la muerte de don Claudio.

–Es horrible cómo murió. Desde hacía un tiempo ya no podía moverse solo. Debió morir en su cama, impotente, cercado por el fuego. Y debió ser traumático para mi abuela, para mi mamá y sus hermanos, cuando volvieron de misa o del mercado y encontraron la casa hecha ruinas.

Se le había ensombrecido la cara, pero una luz dolorosa le cruzó por los ojos.

–Mi mamá lo contaba hasta en sus últimos días. En esa época todavía era chiquita, imagínese. Todo echaba humo, un humo negro que no dejaba ver nada. Parecía que llovía, pero lo que caía eran cenizas. Mi abuela Paula cayó de rodillas y empezó a gritar, pero no se oían sus gritos, y mamá se asustó más todavía. Algunas vigas sobresalían en el terreno devastado, retorciéndose, haciendo un ruido espantoso que lo tapaba todo.

Siguió un silencio en el que pareció que se disponía a retomar el hilo, pero no dijo nada más, como si estuviera cansada o ya hubiera dicho todo lo que podía contarle a un extraño. Acabó el té sin mirarme y yo encendí otro pucho. Una mano se posó en su hombro. Alcé la vista: veinteañera, de ojos negros, la boca pequeña y precisa como su cuerpo. Me levanté. Paula resucitada y a colores, cien años después de la foto sepia, aunque ahora tenía el pelo corto, lo cual subrayaba sus ojos grandes y rasgados. Una belleza inquietante que la hacía parecer más alta de lo que era.

Claudia también se había levantado. Dijo que se les hacía tarde para el cine. No me presentó. Su hija alzó los ojos, me miró durante un segundo turbador pero de una manera accidental o distante, luego dio un paso hacia atrás, como molesta por el humo, y siguió enviando mensajes en su celular. Claudia se despidió y su voz sonó lejana. Salieron. Dejé un billete sobre la mesa y, ya en la acera, las busqué con la vista entre la gente que fluía calle abajo. Las dos figuras se alejaban teñidas por las luces de los postes y los letreros luminosos. Me habían negado la entrada a sus vidas y, por alguna razón, me dolió. Entonces, en latigazos sucesivos, comprendí todo o creí comprenderlo todo. Lo de Paula y mi abuelo. Lo de mi abuelo y su padre. La casa en llamas y las cenizas del baúl.

Había en la calle luces rojas que parecían arder salpicando a la gente, y fue inevitable: imaginé a mi abuelo a los treinta y tres o treinta y cuatro años recorriendo esa calzada en el caos glorioso de abril, fundiéndose en el gentío con las manos y la cara tiznadas, y al hombro, un saco lleno de cenizas. Las cenizas de la casa que le habían negado. Las cenizas del padre que lo había mandado a la guerra para librarse de él. ¿Paula apoyó o sufrió esa decisión? Tal vez las ojeras y el rictus de la segunda foto significaran algo; tal vez no. Lo cierto es que ahí empezó el suplicio de mi abuelo. El callado suplicio que atravesó la guerra y las décadas. Haber amado como al borde de un milagro que se convirtió en desierto.

Lo imaginé en su casita de Miraflores: se miró con perplejidad en el espejo, se lavó la cara y las manos, le hizo upa a su hijo de dos años y le dio un beso a su mujer. Quizá ella le preguntó por qué temblaba y él sospechó que ya nada podría ahuyentar a sus demonios, pero decidió contener el horror hasta donde le fuera posible, vivir el momento, y le dijo que todo estaba bien y tal vez sonrió con esa media sonrisa suya (joven todavía), protegiéndola, protegiéndolos.

Aunque no tenía certezas, la necesidad de contarle todo a Julio me hizo pensar en la urna con un estremecimiento. Quise llamar a Claudia y a su hija, pero me invadió la sensación de impotencia y de parálisis que había experimentado con mi abuelo y mi hermano, esa incapacidad de romper el silencio, y me quedé allí, mirando cómo las dos se perdían en la noche, presa del humo y de un presentimiento extraño, como si de un momento a otro fuera a desaparecer.

Biografía

Guillermo Augusto Ruiz Plaza nació el 25 de abril de 1982 en la ciudad de La Paz. estudió  Filología Hispánica: Literatura, Historia y Lingüística en la Universidad de Toulouse (Francia).

Poesía, narrativa  y premiosCuento  

Guillerno Ruíz es autor de los libros de cuento: El fuego y la fábula (Gente común, 2010), La última pieza del puzzle (Editorial 3.600, 2013), Sombras de  verano (Edite-moi (Francia), 2015) y Cosas que se pierden (Suburbano, 2016). Ha participado en  Vértigos, antología del cuento fantástico boliviano (El Cuervo, 2013).

Poesía  Prosas sacras (Plural, 2009), y  El tacto y la niebla (Paroxismo, 2016/ Editorial 3600, 2016)

Ensayo  Eduardo Mitre y la generación dispersa (3600, 2013),

 Premios Ganó en dos ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra (2009 y 2012) y obtuvo una mención de honor en el Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal en 2007.

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