Es un privilegio recibir una invitación para el goce de tantos tesoros juntos: la calidad humana; la belleza de la creación con las manos y el alma; los colores y las palabras; los silencios y la noche estrellada, el vino y las delicatessen finas. En el portón, una mujer de 88 años saluda a cada uno de sus huéspedes.
Graciela Rodó Boulanger inauguró el sábado 11 de marzo una exposición con las cerámicas creadas en los últimos lustros. Ella decidió volverse otra vez alumna de una técnica artística después de ser la pintora boliviana más consagrada en Europa y premiada internacionalmente.
La artista fue presentada esa noche por el maestro Mario Saravia que tiene uno de los talleres más fecundos en La Paz. Seguramente ninguno de los asistentes tuvo antes una experiencia similar. Era extraordinario ver la sencillez de Rodó Boulanger como una discípula; ella que llenó con sus dibujos, óleos, grabados, afiches las paredes de grandes coleccionistas de arte en las principales capitales mundiales.
Las exposiciones artísticas se abren tímidamente en la ciudad luego de los dos años tergiversados por la presencia del covid-19. No es posible realizar actividades masivas y hay que escoger públicos, organizar horarios, programar visitas. El saldo positivo de ello es que se realizan encuentros con gente seleccionada y genuinamente identificada con la obra.
Graciela es heredera, contemporánea, madre y abuela de artistas y toda su vida y su habitar están rodeadas de la creación humana, de ese deicidio divino que transforma una hoja blanca, unas zapatillas o una arcilla en belleza. Pertenece además a una familia de longevos con orígenes orureños y paceños.
Ella es de las mujeres bolivianas representativas de los años 40 que no se refugiaron en el lamento o en la agresividad, sino que -por el contrario- aprovecharon su ser femenino para atestiguar una forma de ver y sentir el mundo. Rodó, María Esther Ballivián, María Luisa Pacheco, Inés Córdova, Agnes Frank vivieron las aperturas post Guerra del Chaco para estudiar arte, exponer en nuevas galerías privadas o municipales, participar en la bohemia local.
Durante décadas, el potencial artístico femenino se concentró en Potosí, Oruro y La Paz. Actualmente, según datos del Goethe Institut existen en el país más de 3000 pintoras, en casi todo el territorio nacional o como migrantes en otros países. Las artes plásticas (y los tejidos) son la vertiente más fecunda de la creatividad femenina.
Las obras expuestas por Graciela tienen dimensiones extraordinarias, desde la muestra pequeña hasta un enorme barco que parece moverse. Según contaban el maestro y la alumna en más de una ocasión la ambición de la autora supuso un desafío al horno y a las posibilidades corrientes, pero ella no se rendía ante un obstáculo tan sencillo, con su experiencia de trabajo en talleres de grabados y de dibujos con fina tinta china en París.
Los personajes son principalmente niños y chicas que parecen seres difuminados entre las olas o detrás de otros objetos. La niñez con toda la magia, la belleza, la inocencia y el juego son siempre parte de su obra. La relación de la infancia con el misterio nunca resuelta fue la puerta que permitió a Graciela tener un nombre propio en el mundo.
Durante toda la pandemia pintó al menos un cuadrito por día y todos los domingos envía a sus amistades un deseo junto a un dibujo primoroso o un retrato de un niño, con pájaros en las manos, tocando violín o en una orquesta. Tampoco dejó de lado la influencia de sus viajes a la India más profunda, donde festejó sus ochenta años.
Ella misma se sienta todos los atardeceres, con vistas a esas lomas rojas y azules tan bellas y los estoraques de arenisca que caracteriza a La Paz. Toca el piano con obras de los clásicos que le apasionan, con tanto brillo como cuando en 1958 deslumbró a su audiencia.
Así, entre pinceles, contemplaciones y acordes vive una mujer libre y fuerte, boliviana, universal.