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Gobierno de #pititas, oposición de #whipalas

Este gobierno, autoidentificado como de transición, tiene la legitimidad necesaria para encauzar un proceso histórico de reconstrucción de la democracia, tras una nueva etapa de enfrentamiento entre bolivianos, pero corre el riesgo de dilapidarla si se deja guiar por la demasiado humana (y política) sed de revancha o, peor aún, de venganza. Siempre se está a tiempo de considerar una mejora o un cambio de dirección.


Sin el ánimo de colocar piedras en el camino, pues reconozco la dificultad de ser y hacer gobierno en momentos tan complejos como este, conviene recordar que entre las peores ignominias de la anterior administración se cuenta a su ánimo provocador. Esa vocación por separar en vez de unir, por aguijonear como si se buscase una reacción negativa de la otra parte, con los años se convirtió en un modus operandi, en toda una forma de hacer política consistente en preocuparse más en desgastar o desarmar moralmente al rival que en procurar la autosuperación.

El gobierno de Jeanine Áñez se presenta como la contracara del MAS y, a juzgar por su afición discursiva hacia las “pititas”, se podría decir que incluso empatiza con la acción ciudadana que terminó derrocando a Morales. Pues bien, para preservar su romance con (esa gran parte de) la población, lo recomendable sería que evite embelesarse con el aire triunfalista que aún recorre las ciudades. De cara a las elecciones del 3 de mayo, estoy seguro de que el gobierno transitorio no quiere desaprovechar el alto porcentaje de adhesión que las encuestas le otorgan a la Presidenta.
Lo más difícil de una gestión gubernamental, aun de las efímeras como la actual, es encontrar la dirección correcta —para lo cual no son suficientes las buenas voluntades de las personas que la conducen. La dirección correcta se halla dando los pasos adecuados, tomando decisiones asesoradas para que luego sean ejecutadas por funcionarios no tanto políticos como técnicos, es decir, por profesionales eficientes.

Difícilmente se alcance ese camino con medidas inmoderadas y en áreas delicadas como la diplomacia exterior o la seguridad interna, ya sea en físico como en digital. Que las pititas, símbolo de una movilización ciudadana que ha marcado una nueva senda para los políticos del país, no degeneren en nudos mentales ni sean utilizadas para atar a posiciones retrógradas; en todo caso, que sirvan de trampa para la caída de bruces de los mediocres indeseados en cualquier régimen democrático.

De los errores, lo sabemos, nadie está exento. Pero de los errores que se repiten por exceso de confianza en que la población lo perdonará todo a título de libertad o republicanismo, luego de más de una década de desmesura de poder, ya se puede comenzar a sospechar. La imprudencia, como hija de la sandez, siempre va a estar a la orden del día; son pocos los que se salvan de ella en estos tiempos de atolondramiento tecnológico. Y aun así, siempre habrá tiempo para mejorar o cambiar de dirección.

En honor a los más acendrados valores que han venido invocando miles de almas de pronto abanderizadas sin la menor previsión de los partidos de uno y otro bando, el gobierno de Áñez carga ahora con una responsabilidad impensada hace dos meses y por eso, quizá, recae con más frecuencia de lo esperable en algunas tradiciones políticas de épocas que nadie —sobre todo los jóvenes de la #GeneraciónPitita y ojalá también los de la #GeneraciónWhipala— quisiera recordar ni repetir.

Mensaje final para la clase dirigente del gobierno y de la nueva oposición: solo con tino y moderación se sanarán las heridas reabiertas en los bolivianos, nunca con revanchismo ni con jacobina defensa de ideales o posturas políticas en torno a emblemas, por más sublimes que estos sean. Si en la actual coyuntura los símbolos no sirven para unir, será porque ya habrán cumplido su función. No sean demagogos, no se quemen con fuego; no van a desaparecer: son importantes, son símbolos. Tengan la grandeza y la lucidez de soltarlos o sus verdaderos dueños —la ciudadanía, el pueblo— podrían reclamárselos (con la pitita y la whipala en la mano) algún día.

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