“De la adicción a los sobornos,
a la adhesión de los enfrentamientos:
¡Váyanse al destierro ya los guerrilleros!”
Todos tenemos una responsabilidad que cumplir. Los gobernantes han de trabajar por asegurar los justos derechos a su pueblo, pues solo así puede espigar un desarrollo armónico verdaderamente esperanzador. Cuidado con aquellos que rebosan el campo de su poder y pervierten la rectitud. Son los corruptos. El huracán de la corrupción es tan sucio que nos impide hasta respirar. También los gobernados han de ocuparse, y preocuparse como deber de conciencia, por someterse a lo dispuesto en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en la que se reconocen la dignidad inherente y los derechos igualitarios e inalienables de todas las personas. No olvidemos que una sociedad pacífica es un consorcio poético, en el que los versos por si mismos son ecuánimes, porque su métrica está al alcance de todos. Y así, el verdadero ser humano, no solo crece y aprende por lo que vive, también confiesa más pronto que tarde, que es el principal garante de lo que le ocurre. Por ello, nos hace falta ser más responsables para evitar que sucedan injusticias, que se siembren odios dispuestos a desarrollarse en venganzas por doquier, puesto que de la adicción a los sobornos se pasa a la adhesión de los enfrentamientos, que lo único que hace es envenenarnos y activar las barbaries. ¡Váyanse al destierro ya los guerrilleros!
Hemos de ser ciudadanos de paz. La violencia jamás resuelve nada, máxime en un mundo globalizado y muy fragmentado, es la justicia la que nos allana el camino de la convivencia, teniendo presente las necesidades de todos los moradores y el bien de cada uno de ellos; también es el diálogo comprensivo y global el que nos ayuda a entendernos, o si quieren, la escucha de nuestro propio interior lo que nos injerta otro espíritu de mayor consideración hacia nuestros semejantes. De ahí que los gobernantes han de ser especialmente sensibles y también los gobernados han de estar dispuestos a converger en las ideas, sabiendo que la unidad siempre es más significativa y enriquecedora que el conflicto. Puede ser que las diferencias generen discrepancias, es lo natural, pero siempre se pueden rebajar las tensiones con un mínimo de espíritu conciliador. De este modo, todo estamos llamados a programar nuestra vida desde un estilo de comportamiento, más de relación unos con otros, sin obviar ese respeto inherente a la libertad que todos nos merecemos como ciudadanos de un planeta que hemos de compartir.
Por eso, hoy más que nunca tienen que propiciar los gobernantes un orbe que tienda a crear entre sus moradores condiciones de igualdad de oportunidades y, por tanto, se ha de favorecer a aquellos que, por su condición social, etnia cultural o salud, corran el riesgo de quedar relegados. Se me ocurre pensar ahora en los trescientos setenta millones de indígenas, repartidos por setenta países, pues ellos son el vivo ejemplo de las personas más desamparadas, marginadas y olvidadas de muchos gobiernos. O en esos niños, más de trescientos millones, una quinta parte del total, que no van a la escuela. «Cuando un país se ve afectado por un conflicto o un desastre, sus niños y sus jóvenes son víctimas por partida doble», lo ha dicho recientemente Henrietta Fore, la directora ejecutiva de UNICEF. De igual modo, pienso en aquellas gentes desempleadas, o con trabajos en precario, demandantes de esa justicia social, a los que muchos gobiernos no les prestan la atención debida, ignorando que promover el empleo, por si mismo ya es protegerles.
Ojalá aprendamos la lección de lo armónico, que no puede llegar de otra manera que haciendo justicia. Los ricos no pueden hacerse más ricos, mientras los pobres son cada vez más pobres. ¿Dónde está el corazón humano? Quizás tengamos que meditar más, gobernantes y gobernados, y juntos en la convicción, es cómo podemos cambiar nuestra morada, nuestras actuaciones. Las aportaciones de cada uno, sin duda, cambiarán el mundo. Desde luego, si en verdad queremos salir de esta adicción permanente a los cohechos y demás vicios, no hay otra que dignificarnos humanizándonos, hablar claro y profundo entre todas las culturas, enfrentarse menos y cohabitar más con compasión, justicia y amor hacia nuestros análogos. Los Derechos Humanos y las libertades, junto con las correspondientes obligaciones, han de estar siempre presentes en todos los gobernantes, pero también en todos los gobernados, haciendo prevalecer la fuerza de los latidos (el del raciocinio es básico) sobre los pulsos de la fuerza que tanto nos embrutecen y destruyen.