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Furia desatada

Sagrario García Sanz

En lo alto del acantilado veía romper las olas, el mar estaba embravecido y el cielo plomizo presagiaba una inminente tormenta. El blanco de la espuma de mar contrastaba con las rocas negras apenas iluminadas por unos rayos de sol tristemente cautivos tras las inclementes y densas nubes. El ruido era ensordecedor, una ola tras otra golpeaba las rocas sin apenas tregua y el viento acompañaba el estruendo con un silbido salvaje, intenso, desmesurado.

Noté la primera gota de lluvia en mi rostro, mientras asumía que no podría escapar de la tormenta porque el resto de gotas caerían en cascada apenas unos instantes después y el lugar más cercano para ponerme a cubierto distaba más de un kilómetro. No me importaba, sabía por qué estaba allí, y tal y como esperaba, súbitamente un manto de agua fría descargó del cielo y me empapó por completo.

El agua caía sin piedad y el viento me azotaba violentamente, así que me agarré a los maderos de la barandilla del mirador para evitar precipitarme por el acantilado. El ruido de un trueno sobrecogedor me estremeció y dio paso inmediato a un enorme relámpago que partió en dos el cielo. Sabía que estaba a merced de la tormenta y mi cuerpo mojado podría atraer su electricidad en cualquier momento, pero me agarré más fuerte y planté cara al vendaval mientras el agua y el frío me calaban hasta los huesos.

Mi pelo enmarañado me cubría más la cara que el cuello y me dolían las manos de tanto apretar mi indispensable asidero, pero aguanté con resignación el autoimpuesto castigo aprovechando las inclemencias de la madre naturaleza. Mis fuerzas fueron cediendo y me acurruqué en el suelo mientras sentía como las rodillas se clavaban en el barro y mi falda se adhería por completo a mis muslos, convertida en un amasijo de tela informe.

Tras soportar estoicamente la furia desatada por los cielos, estos empezaron a mostrar clemencia y fueron sosegando su violenta supremacía para dar paso a una calma repentina que contrastaba por completo con lo sucedido en los minutos anteriores. El viento se fue llevando las nubes y se marchó completamente con ellas, así que el sol no solo asomó, sino que hizo su espléndida aparición de forma obscenamente inclemente para hacerme pasar de un frío estremecedor a un calor agobiante.

Me levanté lentamente sintiendo un agudo dolor en la mayor parte de las articulaciones, que fue cediendo poco a poco mientras trataba de quitarme infructuosamente el barro de las piernas. Me aparté el pelo de la cara y miré hacia el horizonte donde divisé con claridad el puerto, y en él vi anclado el barco de mi padre. Disfruté de la deliciosa sensación de orgullo siendo consciente de que había superado la prueba, en ese momento tuve la certeza de que estaba preparada para navegar y afrontar, ya sin miedos, una tormenta en alta mar o cualquier otra inclemencia.

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